martes, 30 de octubre de 2012

EL ÚLTIMO VUELO DE LAS RÉPLICAS


            Tan rápido y ligero había llegado a la torre de la urbanización que nadie hubiera sido capaz de encontrar ni una sola huella de mis zapatos por el camino. Me apoyé en la puerta de entrada para recuperar el fuelle y levanté la mirada al cielo. Las réplicas todavía no habían llegado. Me palpé la cinturilla y comprobé que la botella de vinagre estaba en su sitio, así que abrí la puerta de golpe y enfilé las escaleras con el ímpetu de un tren a punto de descarrilar. El Monaguillo se apretó contra la pared y pasé a su lado sin tiempo para explicarle el cataclismo que se nos venía encima. En un suspiro, alcancé el punto más elevado de toda la urbanización y una rara sensación de vértigo me invadió. Sujeto a la veleta del tejadillo, saqué la botella de vinagre y empecé a beber a morro y a vaciármela por encima mientras pregonaba a los cuatro vientos mi amor por ese asqueroso condimento. De repente, un ruido terrible surgió de la nada y rápidamente se fue extendiendo por el cielo hasta hacerse insoportable. Las réplicas habían llegado. Un gigantesco torbellino lo envolvió todo y las campanas de la torre empezaron a voltear embravecidas anunciando el final de la urbanización. En mitad del caos, le pegué un último trago a la botella de vinagre y me abracé a la gallina de hierro del tejadillo que empezó a girar como una peonza enloquecida. Entonces, me di cuenta que esta vez, ni siquiera yo podría evitar lo inevitable.

 

Todo comenzó el día que me encontré conmigo mismo. Estaba ante un fotomatón esperando a que salieran las fotos de carnet cuando noté un aliento en la nuca. Me volví despacito y me encontré, cara a cara, con un tipo igual que yo. Aquello era realmente asombroso. Podía entender que la naturaleza hubiera modelado, entre los miles de millones de personas que pueblan el planeta, a un tipo clavadito a mí, pero tenerlo justo delante me impresionó. En ese momento, salieron mis fotos. Aquel tipo cogió la tira, que muy bien podría haber sido la suya, y con aplomo, me la mostró. Sabía de sobra que entendería el gesto; los dos éramos lo mismo. Intenté no perder los nervios. Al fin y al cabo, la existencia de alguien como yo era estadísticamente posible, así que la acepté como un hecho cierto y decidí no mostrar sobresalto alguno. Manteniendo una distancia prudencial, tomé las fotos y en una pose de tenso desinterés, le di las gracias. Entonces, mi otro yo, me dio un empujoncito y entramos dentro del fotomatón. Luego, cerró la cortinilla y como si hubiera estado esperando ese momento toda la vida, me abrazó con tanta efusividad que los dos acabamos llorando a moco tendido. Tras el soponcio, mi réplica se miró el reloj y me mostró una hoja cuidadosamente plegada que tenía guardada en un bolsillo. Era una convocatoria para una Asamblea General Extraordinaria de vecinos. Me pidió que, por favor, le acompañara urgentemente y salimos del fotomatón. Cuando la jubilada de negro, que estaba haciendo cola para hacerse unas fotos, vio salir a dos tipos absolutamente iguales del fotomatón, empezó a gritar y no paró hasta que la policía acordonó la zona y dejó la cabina bien precintada. La Administración pública, ante la sospecha de que el sistema de revelado de la máquina hubiera sufrido alguna desviación diabólica, ordenó que fuera sometida a una  exhaustiva revisión pericial que determinó que “no parecía tratarse de otro artefacto fuera de control”. Aún así y por motivos de prudencia, se decretó que la cabina debía ser inmediatamente quemada y sus restos esparcidos a los cuatro vientos. Sin duda alguna, vivíamos tiempos extraños.

 

El wolkswagen escarabajo de mi réplica, que era más amarillo que el submarino de los “Beatles”, corría que se las pelaba. Solo tuve que ver desaparecer por el retrovisor las montañas por donde campaba a sus anchas el Afilador para saber que estábamos dejando atrás todo el mundo conocido. Como siempre pasaba en estos casos, la pantalla del navegador se llenó de interferencias y una voz femenina, programada de una forma intencionadamente nerviosa, empezó a repetir sin descanso que, por dios,  nos volviéramos. Todavía veríamos alejarse desiertos, tundras heladas y otros muchos paisajes diferentes, antes de llegar, en mitad de la nada, al lugar donde se celebraría la reunión. Para entonces, yo estaba más perdido que nuestro navegador. Entonces, mi otro yo, comprendiendo mi estado de intranquilidad, bromeó poniendo voz de robot: “Ha llegado usted a su destino”, y empezamos a reír relajadamente, como si fuéramos una sola persona.

 

Dejamos el coche aparcado delante de la puerta de un edificio solitario y entramos en una sala de la planta baja donde nos estaban esperando todos los vecinos de la comunidad. Los dos ocupamos la mesa presidencial y en un ambiente de máxima expectación, empezamos la reunión justamente a la hora que estaba prevista en la convocatoria. Lo que allí pude ver, es difícil de contar sin parecer un chiflado. Doblemente chiflado, quería decir. En aquel pequeño cuarto perdido de la mano de dios, se habían congregado los dobles de todos los vecinos de la comunidad que yo administraba. Desde la atalaya de mi mesa presidencial, fui recorriendo cada una de las caras del auditorio pensando que aquello no podía ser cierto. Pero sí. Pude distinguir las réplicas del Farmacéutico, del Energúmeno, del Superdotado o de la Abuela de los 157 años, entre otros. Sin tiempo para asimilar la delirante situación, comenzó un acalorado debate entre los asistentes. Un grupo que estaba liderado por el calco del Farmacéutico y apoyado ruidosamente  por los miembros de la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, propuso dar un golpe de mano para suplantar violentamente a los vecinos originales de la urbanización. Otros más moderados, pedían mi intermediación para preparar un encuentro amistoso e integrador con sus iguales. Finalmente, se procedió a realizar una votación secreta. El doble del Energúmeno fue el encargado de contar los votos y anunciar jubiloso la victoria ajustada de la opción del acercamiento amigable y de paso, mi nombramiento como embajador. Después, se acercó pesadamente hasta la mesa presidencial y mientras yo retrocedía por si las moscas, el bruto y mi doble se fundieron en un efusivo abrazo. No había duda que los dos mantenían un “feeling” muy especial y me entretuve pensando hasta qué punto algo así hubiera podido producirse entre nosotros, los originales.

 

Tras la reunión, nos esperaban unas mesas repletas de ricas viandas. Me hubiera encantado aprovechar la velada para conversar con mi otro yo, pero la presencia de la copia del Farmacéutico, que se nos pegó como una lapa, me jorobó una oportunidad única de conocerme mejor a mí mismo. Aun así, calificaría la velada de agradable, por lo menos, hasta el agrio momento en el que nos acercamos a la mesa de las vinagretas. El vinagre es mi cruz. Lo siento pero no puedo con él. Prefiero que me saquen los ojos con una cuchara oxidada antes que tener que soportar el repugnante olor del vinagre. Y ni te cuento si, por error, ese líquido nauseabundo llega a mi boca. El caso es que mi cara debió ser todo un poema. La réplica del boticario cayó en la cuenta y viendo como mi semejante se papeaba con avidez una inmunda tapa de pepinillo, dijo entre carcajadas que acababa de asistir a la primera desavenencia entre nuestros dos mundos.

 

-Por eso propongo la desaparición de uno de ellos-, continuó sin parar de reír.

 

-¿El mío, tal vez?-, le inquirí en un cierto tono jocoso.

 

-Sí-, dijo agriando repentinamente el gesto -¡El suyo!-.

 

            Fueron muchas noches en vela dándole vueltas al asunto. Por supuesto que me inquietaban las maquinaciones de la mente malvada de la copia del difunto Farmacéutico, pero todavía había algo que me preocupaba más: el encargo de las réplicas. En los tiempos convulsos y extraños que corrían, si los dobles salían de su madriguera tenían todas las papeletas para acabar en la hoguera, como un fotomatón diabólico más. Debía evitar el encuentro amistoso aprobado en la reunión, pero ¿cómo? Finalmente, tuve una idea. Todos los veranos, la urbanización me encargaba preparar una fiesta en el recinto de la piscina donde se contrataban a un par de animadores infantiles que llegaban embutidos en unos enormes muñecos de goma espuma para hacer las delicias de los más pequeños. Pues bien, este año contrataría solamente los monigotes. De esta forma, mi razonable doble podría entrar conmigo hasta el mismo corazón de la urbanización para comprobar personalmente las nefastas consecuencias que el encuentro podría tener, sin ir más lejos, entre los propios niños incapaces de asimilar la desconcertante aparición de padres repetidos. Posteriormente, él ya se encargaría de persuadir al resto de sus colegas. El plan era arriesgado pero contó con el visto bueno de la comunidad de dobles, así que el mismo día de la fiesta, mi compañero fue despedido del edificio con los honores de un héroe y los demás se quedaron a esperar noticias. Pero la cosa no pudo salir peor. El día de la fiesta fue el más caluroso de todo el verano, ¡Qué digo de todo el verano! El día más caluroso de todos los veranos desde que el sol es sol. Encerrados dentro de aquellos asfixiantes muñecos de goma espuma, estábamos a más de cincuenta grados y no exagero. Se nos hacía complicado hasta respirar. De hecho, ya hacía rato que podía escuchar el jadeo entrecortado de mi amigo, cuando, de pronto, pude ver como su enorme disfraz de “Bob Esponja” caía de rodillas rodeado de niños alborotados y se terminaba desmoronando de bruces como la mascota de un equipo de fútbol americano derrotado. Permaneció tumbado boca abajo entre las carcajadas de los vecinos, hasta que ya mosqueados, se abalanzaron sobre él y le dieron la vuelta. Varias manos entraron por la boca del muñeco y sacaron la cabeza de mi réplica al exterior. Entonces, alguien gritó: “¡Es el Administrador de nuestra comunidad! ¡Está muerto!

           

            ¡Lo que hay que empujar para entrar por la puerta de un wolkswagen escarabajo si vas metido dentro de un gigantesco muñeco de “Calamardo”! Había llegado hasta el coche perseguido por todos los vecinos de la urbanización y ahí estaba, empujando más que una parturienta. A punto de ser alcanzado por la muchedumbre, el coche cedió y me tragó por completo. Con todo el espacio vital del vehículo ocupado a presión por la gigantesca estrella de mar de color rosa, conseguí arrancar, no sé bien con qué, y salí zumbando de allí.

 

¡Qué puedo decir! En la portada del periódico del día siguiente se podía leer textualmente: “Administrador gilipuertas fallece haciendo payasadas en una fiesta infantil”. Pues que estaba jodido. Sin embargo, tengo que reconocer que contemplar mi propia esquela en las páginas interiores, fue muy emocionante. La oportunidad de poder asistir a tu funeral, y vivir para contarlo, no tiene precio, así que, con un bigote postizo, unas gafas negras y un sombrero, acudí al cementerio para darme mi último adiós. Estaba muy nervioso y encontrar allí reunidos a todos los que, de verdad, esperaba encontrar, me conmovió tanto que hasta arrimé el hombro debajo de la caja de mi doble. Su peso me hizo recordar que una parte de mí, viajaba dentro y sentí una horrible sensación de angustia. Inevitablemente, reventé a llorar de una forma tan escandalosa que mi propia mujer me invitó a abandonar el funeral alegando que, sin duda, estaba confundido de cortejo.

 

Aunque el momento de mi propio entierro fue muy especial, los días posteriores fueron para olvidar. Estuve escondido en una sucia pensión llena de seres desgraciados, sin hacer otra cosa que mirar la corona de flores marchitas que había mangado. Pálido y ojeroso, cargaba con ella hasta para ir al baño común del pasillo. Nunca he visto ataques de pánico parecidos a los que mi presencia provocaba entre aquellos miserables, sobre todo durante mis salidas nocturnas para echar las meaditas intempestivas de la edad adulta. Hasta cierto punto era normal. Al fin y al cabo, nadie podría negar que yo era un fiambre. Mi nombre aparecía claramente escrito en la cinta de la corona que portaba. Pero una mañana, me desperté sobresaltado y sudoroso. Había estado soñando que el facsímil del Farmacéutico me apretaba una esponja romana empapada en vinagre contra la boca. Todavía retumbaban sus carcajadas en mi cabeza cuando comprendí que no podía seguir muerto por más tiempo. De pronto, supe lo que debía hacer. Salí de la habitación y bajé a la recepción. Como el dueño de la pensión, escondido debajo del mostrador, se empeñó en no cobrarme, le dejé sobre el ordenador mi corona de flores como dación en pago, y con determinación me escapé de aquel antro en busca del escarabajo amarillo que estaba aparcado calle abajo.

 

            Apreté a tope el acelerador y el vehículo alcanzó velocidades imposibles para su catálogo comercial. Llegué al edificio solitario de las réplicas en un santiamén, pero el coche, con la pintura más corrida que el rimel de una puta bajo la lluvia y el motor herido de muerte por el esfuerzo, pegó una última bocanada y expiró como su dueño. Entré en el edificio y me dirigí a la sala de la planta baja donde me encontré a todos los dobles sentados en sus sillas. Era como si no se hubieran movido desde el mismo día que despidieron a mi análogo. Ocupé un lugar en la mesa presidencial y alcé la mirada. La frialdad del auditorio me indicaba que algo no iba bien, pero decidí continuar con mi plan. Al fin y al cabo, hacerme pasar por mi doble no debería ser un problema. Tomé la palabra con autoridad. Empecé explicando lo bien que me habían tratado en la urbanización y posteriormente, pasé a exponer los motivos por los que creía conveniente descartar la idea del acercamiento general. En plena cháchara estaba cuando, de repente, el calco del Farmacéutico se levantó de su sitio y al grito de “impostor”, me plantó una horrible botella abierta de vinagre delante de mis narices. Retorcido por una espantosa convulsión, caí de espaldas con silla y todo.

 

-¡¿Qué os decía yo?! ¡Por intentar un acercamiento amistoso, nuestro compañero ha sido eliminado por estos mentirosos! ¡Si tampoco podemos ya suplantarlos porque hemos sido descubiertos, ¿qué nos queda?!- Vociferó la copia del Farmacéutico volviéndose hacia el auditorio.

 

 -¡¡¡Venganza!!!- Gritaron todas las réplicas al unísono
 


La reproducción del Farmacéutico, sonrió con satisfacción.

 

 -¡Bien…ejecutemos lo que hemos acordado!- Y dicho esto, todas las réplicas abandonaron la sala cerrándola con llave. Desde el suelo, aún tuve tiempo de gritar con todas mis fuerzas que su colega estaba vivito y coleando en la urbanización, pero no sirvió de nada. Escuché el ruido de varios coches alejarse del edificio y después, me envolvió el mismo silencio que rodea al que se queda tumbado cuando cierran las puertas del cementerio.  

 

Repasé las palabras dichas por la dúplica del farmacéutico para ver si encontraba algún indicio que me pudiera ayudar. ¡Claro! Lo último que dijo fue que debían cumplir con lo acordado, y ¿dónde se plasman los acuerdos de las comunidades? Empecé a buscar frenéticamente por todos los cajones de la mesa presidencial hasta que encontré el Libro de Actas. En la última hoja, debía estar el acuerdo a ejecutar. Empecé a leer con atención. ¡Ostiaputa! ¡Tenían previsto montarse todos juntos en un avión para estrellarse contra la urbanización! ¿Se puede imaginar burrada mayor? Recordaba haber estudiado un hecho similar en los libros de historia antigua del cole, pero no recordaba exactamente cual. Seguí buscando en el mismo cajón y encontré un pesado manojo de llaves, así que esperando un milagro, fui hasta la puerta de la sala y las probé una a una. La última llave entró en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido que me pareció música celestial.

 

Si llegaba a la urbanización antes que el avión, todavía podría evitar el desastre, así que cogí la botella de vinagre, salí del edificio y eché a correr como un pollo sin cabeza. Tras más de cuatro horas de carrera continua me paré absolutamente exhausto. Había completado un maratón y ya no daba para más. La urbanización que yo administraba, iba a desaparecer del planeta sin remisión. Estaba totalmente absorto en mis pensamientos, cuando un taxi apareció de la nada y se paró junto a mí.

 

-Me ha llamado ¿verdad?-, dijo el taxista mientras abría la puerta para que entrara en el vehículo.

 

Es curioso como rascarse la cabeza mientras piensas, puede sacarte de un auténtico apuro.

 

Había corrido hasta entrar en el mundo conocido y gracias a una rascadita de nada, me había podido meter dentro de un taxi que me estaba llevando, a toda leche, hacia mi destino. La suerte estaba de mi lado y empecé a pensar que realmente podría conseguirlo. Cuando el coche llegó a la puerta principal de la urbanización, salí y no paré de correr hasta alcanzar el tejadillo de la torre donde empecé a gritar y a beber vinagre de forma espasmódica. Parecía un santo vendiendo agua bendita en mitad del cielo. Cuando el morro del “Airbus” apareció de la nada, mis ojos se cruzaron unos segundos con los del piloto y sin apartar la mirada, le eché un último traguito al vinagre del demonio. Luego, acompañado por el repicar de las campanas de fondo, empecé a girar como si fuera la bailarina de una caja de música descontrolada.  

 

Justo en el impresionante momento en que la punta de la gallina de hierro empezaba a arañar la panza del avión montando una tremenda mascletá, yo ya no estaba allí. La enorme turbulencia me había arrancado del tejadillo de la torre y me mantenía suspendido en una maravillosa deriva espacial que me permitió ver, en una percepción ralentizada del tiempo, como el formidable avión pasaba, tranquilamente, sobre mí. En aquel instante de flotación calmada, supe que nadie me iba a librar de palmar, pero me reconfortó saber que el Energúmeno, que estaba a los mandos del avión, había realizado una última maniobra evasiva para salvar al colega fiel que había demostrado ser mi doble. En cuanto el avión pasó de largo y desapareció de mi campo visual, todo se aceleró repentinamente y me precipité hacia el suelo. Estaba a pocos segundos del golpe final y simplemente, cerré los ojos para no verlo.

 

Los propietarios estaban tan pasmados contemplando la majestuosa bola de fuego que se alzaba más allá de la urbanización, que si un niño no hubiera empezado a gritar que un pasajero del avión se había caído a la piscina, nadie habría advertido mi presencia. Cuando los vecinos, que me creían más muerto que Carracuca, se acercaron al bordillo para ayudarme a salir, comprendí que había llegado el momento de afrontar la mentira de mi propia defunción, pero me flaquearon tanto las piernas pensando en las infinitas explicaciones que me tocaría dar que, tomando todo el aire que pude, volví a sumergirme con el ingenuo propósito de seguir muerto y enterrado un ratito más.

 

 

 

 

sábado, 6 de octubre de 2012

CONFESIÓN INFERNAL


            Juro por dios que no tengo nada en contra del sapo con sotana que me echó horrorizado del confesionario tirándome una alpargata a la cara. No había terminado de contarle mi pecadito, cuando soltó un alarido animal que rebotó mil veces en las paredes rocosas haciendo que todos los santos se tambalearan dentro de sus hornacinas. Eco tras eco, el grito del cura se fue diluyendo hasta perderse entre los profundos claroscuros de la iglesia. Cuando ya se barruntaba el silencio, un estruendo final lo revolvió todo. El pobre San Dionisio no había podido evitar estrellarse contra el suelo perdiendo su cabeza por segunda vez. Los santos supervivientes, que habían contemplado con pavor la decapitación de su compadre, se esforzaron por detenerse sobre sus peanas hasta quedarse más quietos que un clavo. Ninguno de ellos estaba dispuesto a repetir la dolorosa experiencia de su propio martirio ni en pintura.

 

Si hubiera sabido todo lo que estaba a punto de suceder, ahora figuraría en el libro “Guinness de los records” como el hombre vivo más rápido del planeta, pero me quedé ahí, parado, como haría el más idiota. No recuerdo haber sentido un desasosiego semejante en mi vida, pero estaba arrodillado para recibir el perdón y no pensaba levantarme sin él. El silencio era inquietante y, aunque el cura parecía más calmado, tenía la espantosa sensación del duelista que ha fallado su única bala y espera resignado el inminente aguijonazo. Instintivamente, me llevé las dos manos a las pelotas. En esa pose doliente estaba, cuando me pareció escuchar un leve crujido cervical al otro lado del confesionario. Afiné la vista y pude ver unos ojos inyectados en sangre que se acercaban al enrejado de chapa del ventanuco. Le eché narices y pegué la oreja. Estaba deseando recibir la absolución para salir pitando. Pero no fue exactamente la absolución lo que escuché, sino un gruñido asfixiado que me puso la piel de gallina. Era como si allí dentro hubiera encerrada una bestia infernal. Su vaho helado se filtró por el enrejado de chapa formando extrañas nebulosas que se fueron deshaciendo de manera caprichosa. Después, un rugido sordo de ultratumba me llamó “sacrílego”. Solo recordarlo me produce escalofríos. Probad a decirlo vosotros mismos como si estuvierais sentados en un retrete apretando con todas vuestras fuerzas. No tengáis vergüenza que no os ve nadie. ¿A que acojona? Pues en ese mismo tono de estreñida tensión me llamó “sacrílego”. Espeluznante, lo sé. Luego, los brillantes ojos rojos del basilisco se fueron retirando y finalmente, como si de un eclipse ocular se tratara, desaparecieron en la oscuridad del confesionario. Y otra vez, volvió el silencio.

 

Cualquiera hubiera escapado al galope, pero mi profundo sentido religioso me exigía afrontar la penitencia por mi pecado, así que decidí esperar al veredicto. Y eso que un cura cabreado te puede echar mil Avemarías y quedarse tan fresco. Pero desgraciadamente, no pasó nada de eso. De repente, sonó un chirrido y se abrió la portezuela del confesionario. La mano nervuda del cura se asomó al exterior. Me arrimé para recibir la anhelada absolución y entonces, ¡pumba! En toda la cara. Zapatillazo al canto. A bocajarro, escondido en la penumbra y con su víctima de rodillas, el cobarde acertó de pleno. Eufórico, como el cazador que ha abatido a su presa, salió de la garita gritando: “¡Te tengo, joputaaaa!” “¡Sarraceno!”

 

Y eso no fue todo. El buen señor estaba montando tal alboroto que puso en alerta a todos los feligreses que debieron pensar que yo era algún ladronzuelo de cepillos. Desde todos los rincones de la iglesia, acudieron en su ayuda. Me puse de pie e intenté calmar el ánimo alterado de los presentes, pero aquello era una misión imposible. Cada abuelo iba a su puta bola. Algunos me apuntaron, de forma amenazadora, con sus bastones y muletas, y otros empezaron a rodearme moviendo unos cirios encendidos a modo de espadas láser, ¡Y qué decir de la sorda de la mantilla! Lo intenté todo. “Señora, no haga eso que se va a hacer daño”, le sugerí amablemente, pero ella empeñada en coger la lanza del San Jorge que estaba en el retablo principal. “No sea cabezona, mujer”, le insistí sin resultado. La anciana, erre que erre, a lo suyo. Definitivamente, no podía razonar con aquella pandilla de enajenados de la tercera edad. Terminé acorralado y decidí cambiar de estrategia. “Valeee, me rindo. Ahora le toca pagarla a otrooo.” Lo dije tratándolos como a chiquillos, pero el truco no funcionó. Los psiquiatras aconsejan chorradas así por la tele. Dicen que de esta forma se puede facilitar la comunicación con las personas mayores que parecen volver a los comportamientos de su infancia, pero sinceramente, no sirve de nada. En lugar de eso, a una señal del cura, los jubilados hicieron el pasillo a la sorda de la mantilla que con pulso indeciso, avanzó hacia mí con la santa lanza en ristre hasta que la apoyó contra mi pecho. “Señora…esto…al final me la va a clavar de verdad”, le dije ya algo nervioso. Pero claro, esta vez tampoco me oyó. La huida se había convertido en la mejor opción. En la única, diría yo. Debía escapar o terminaría como una banderilla de anchoas. Entonces, el cura levantó los dos brazos de forma enérgica y gritó: “¡Angustias, ensarta a ese perro pecador!” Tuve el tiempo justo para vislumbrar un haz de luz limpia que entraba por el portón de entrada a la iglesia y, con la seguridad de que Dios me estaba esperando fuera, salí disparado como un cohete hasta alcanzar la calle. El trallazo de luz me dejó cegato, pero no dejé de correr, como un pollo sin cabeza, hasta que empecé a recuperar la vista. Para entonces, ya estaba tan lejos de mi pesadilla que, alzando la vista al cielo, pude ir recuperando el fuelle, plenamente aliviado.

 

 En fin, a estas alturas de mi relato, os estaréis preguntando qué pudo desatar la cólera del buen sacerdote con esa brutal intensidad. Reconozco que no deciros nada sería una faena que no haría más que aumentar la gravedad de mi pecado, así que os lo voy a contar. Ésa será mi penitencia; que todos lo sepan y me señalen por la calle con el dedo. Durante las pasadas vacaciones de verano, visité con mi familia la Catedral de Burgos. En un momento de descuido, mi crío vació el culillo de su botellita de agua en una pila seca de agua bendita que había en un rincón. Llevaba todo el día amorrado a ella y lo primero que pensé es que aquello era una auténtica cochinada. Como cualquier padre sabe, no se puede decir técnicamente, que estos culillos contengan ya el agua pura de manantial que indica la etiqueta de la botellita de plástico, sino más bien una mezcla de flujos y reflujos con más información genética que los cadáveres del C.S.I. Pero la cosa ya no tenía remedio. ¿Qué podía hacer? En plena reprimenda estaba, cuando se acercó el primer turista, mojó sus dedos en la pila y se santiguó con las babas no bendecidas de mi varón primogénito. Con el besito en el amén y todo. ¡Qué arcadas! He vivido momentos fuertes, pero esta visión lo superaba todo con creces. Y aquello solo fue el principio. Pude contemplar a un palmo de la pila, paralizado por el terror, como, uno a uno,  iban pasando todos los miembros de su familia al completo. Hasta arrimaron al niño más pequeño para que metiera su manita. ¡Cielos! Luego vinieron muchos más feligreses a untar con sus dedos puros. De todos los sitios. Como moscas. ¡Qué espanto!  Gente de buena fe, orando con aquellas flemas profanas repartidas por sus cuerpos sin que yo pudiera hacer otra cosa que mirar boquiabierto como un tonto. Pero, ¿os cabe imaginar algo más repugnante? Desde luego, al buen cura del confesionario, no. Por eso, explotó envuelto en bilis. Lo asumo. No merecía el perdón y no me lo dio. Tengo las puertas del infierno abiertas de par en par. Pero con el alma condenada, tampoco tengo ya nada que perder y eso, en parte, me tranquiliza, porque, aunque no le guardo rencor al sapo con sotana que me expulsó del confesionario, casualmente tengo en la mano su zapatilla y ésta, se la va a devolver mi tía, la bizca.