domingo, 27 de febrero de 2011

PINGÜINOS




Justo a las tres menos cinco de la tarde, la temible figura del Afilador apareció recortada sobre el cielo azotado por el viento. Protegido por un sombrero de cowboy y una larga gabardina ocre, esperó a las afueras de la urbanización que yo administraba. Cuando escuchó la primera campanada de las tres que tocaría el Monaguillo, se lanzó a lomos de su bicicleta y tomó la plazoleta central por sorpresa. El pánico se apoderó de todos los propietarios que corrieron a encerrarse en sus casas. El Afilador descabalgó de la bici y plantó ruidosamente sus sucias camperas contra el suelo. Soltó un escupitajo insolente que el viento deshizo en pedazos y sonrió. Sabía que mientras llevara al demonio dentro, sería invencible. Después, metió la mano dentro de la gabardina que revoloteaba como una bandera deshilachada, sacó su armónica y después de chuparse los labios resecos, empezó a tocar la escala de forma ascendente y descendente para que todos los vecinos supieran que el Afilador había llegado. Mientras tocaba, sus ojos buscaban lentamente de aquí para allá, escondidos bajo la sombra inmóvil del sombrero. Cuando comprobó que las últimas mujeres y niños habían desaparecido de su vista, el Afilador dejó de tocar y ejecutó limpiamente el trabajo que lo había traído hasta la urbanización. Cuando hubo acabado, se montó sobre su bicicleta y cabalgando, desapareció entre las bolas de arbustos secos que pasaban empujadas por el viento, sin atreverse ni a rozarlo.

A esa misma hora, yo estaba comiendo con el peor de mis mejores amigos, en un restaurante tan refinado que hasta el whisky escocés lo servían con cubitos de hielo de agua mineral traída de Escocia para no alterar su pureza. La cuenta iba a ser de escándalo pero ese no era mi problema porque yo era el invitado. A mi amigo tampoco pareció importarle demasiado y le pegó un repaso generoso a la carta. Rodeados por las carnes más sabrosas y los mejores vinos de la bodega del local, hablamos animadamente de los viejos tiempos. Todo me sonaba más rancio que un cachete de 007 en el trasero de una “bondgirl”. Aún así, la velada fue agradable. Agradable, hasta que llegamos a los postres. Ocho payasos cogidos de la mano irrumpieron en el comedor y pasaron entre las mesas repletas de clientes. El exagerado detalle del restaurante no pareció gustarle demasiado a mi amigo. Sin embargo, yo estaba dispuesto a pasármelo chachi. Uno de los payasos preguntó en alto: “¡¿Cómo están ustedesss?!”, y todos los clientes del salón gritamos al unísono: “¡¡¡Biennnnnn!!!”. Entonces, los ocho payasos se acercaron a nuestra mesa y uno de ellos señaló a mi compañero: “¡Todos bien, no! ¡En esta mesa hay un desgraciado moroso que debe mucho dinero, ¿no es verdad?!” Me fijé con atención en el payaso que lanzaba su dedo acusador. En medio de su camiseta de colores, se podía leer “el cobrador de la risa.” La cara de mi amigo palideció y comprendí que estábamos jodidos. Nuestra mesa redonda se convirtió en una diana y todas las miraditas se nos clavaron como dardos envenenados. El peor de mis mejores amigos no sabía donde esconderse y pensó que ir a mear sería buena idea. Se levantó decidido, pero los payasos lo estrujaron más que a un torero dando la vuelta al ruedo. La chirigota en masa, chocó contra la puerta del baño. Allí, mi amigo forcejeó como un campeón y consiguió entrar solo. En la intimidad, se miró la colilla empequeñecida por la tensión y comenzó a mear. Viendo tan triste panorama, pensó que "hacer aguas menores" era el término justo que definía su acto. Prolongó la meada todo lo que pudo pero, inevitablemente, tras la última gotita, tuvo que salir y mi amigo volvió a la mesa tan envuelto de payasos como se había ido. No había escapatoria y se derrumbó entre lágrimas. Los despiadados payasos también se pusieron a llorar lanzándonos unos chorrillos de agua que nos pusieron perdidos. Nuestro aspecto de personas escupidas hubiera sido digno de lástima, pero en lugar de eso, las carcajadas de los clientes del comedor aumentaron de intensidad ahogando cualquier asomo de compasión. Sin duda, la estaban gozando contemplando nuestro vía crucis circense. Mi amigo me contó que estaba en la ruina y que iba a comenzar un trabajo que no le haría sentir demasiado orgulloso. Sin embargo, su cara se encendió ilusionada cuando comentó que había preparado una oposición de Hacienda. “Estoy seguro que el examen de mañana, cambiará mi vida de forma radical.” Mientras tanto, apareció el camarero con la cuenta y casi me caigo de culo. Era tan astronómica que hubiera sido más barato comprar el restaurante y expulsar a los payasos por el derecho de admisión. Mi amigo rebuscó exhaustivamente por los bolsillos, pero, a estas alturas, todo el planeta habitado sabía que no llevaba ni un clavel. El caso es que yo no había traído mi tarjeta por expreso deseo de mi amigo “que se iba a hacer cargo de todo” y desde luego no llevaba esa barbaridad encima. La situación era complicada. Y para colmo de males, ahí estaban los “cobradores de la risa”, grandes profesionales, que no paraban de reírse espasmódicamente de nuestra desgracia, contagiando el jolgorio a todos los clientes del restaurante. Hasta el camarero nos tuvo que indicar por gestos que le siguiéramos porque no podía hablar de la risa. Salimos del comedor y le acompañamos a la salita del bar donde el dueño del restaurante, un tipo clavadito al Padrino, nos estaba esperando junto a un matón que se golpeaba la palma de la mano con el puño. Curiosamente, ninguno de los dos se reía ni lo más mínimo. La puerta se cerró de golpe. El momento fue tan tenso que hasta los ocho saltimbanquis, que nos seguían como una sombra, se callaron en seco. En pleno silencio, sonó mi móvil. El dueño me miró muy serio y le sonreí nervioso mientras colgaba a tientas. Aquellos minutos me parecieron una eternidad. Finalmente, elevó lentamente la mano y señaló a los payasos que llevábamos pegados como una lapa. Con un tono de voz arrastrado nos amenazó con llamar a “los pingüinos del moroso” si no pagábamos de inmediato. Me puse a temblar. No era posible imaginar un infierno peor que un grupo de payasos y otro de pingüinos persiguiéndonos a la vez, así que escribí mis datos personales sobre una servilleta de papel que decía “gracias, vuelva pronto” y prometí que, efectivamente, volvería pronto para dejar saldada toda la deuda. El dueño fue compasivo y nos dejó salir del restaurante solamente con los payasos, así que, el peor de mis mejores amigos, yo, y los ocho idiotas, enfilamos la calle más apretados que una piña. Aquello era tan insufrible que aproveché la primera oportunidad que tuve para desmarcarme apresuradamente. El peor de mis mejores amigos, cabizbajo, continuó calle abajo con las ocho maquinitas de la risa tan pegadas a su oreja que ni se enteró cuando me despedí de él deseándole suerte en el examen.

De camino a la oficina, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza. En vísperas del examen de su vida, el peor y más arruinado de mis mejores amigos, me invita a comer al restaurante más caro de la ciudad y pide, prácticamente, la carta completa, cuando tenía que estar empollando como un enano. Pensé que todo aquello no tenía sentido y decidí olvidar el asunto. En ese momento, volvió a sonar el móvil. Esta vez, pude descolgar. Era la abuela de los 157 años. Estaba muy alterada porque no conseguía hablar conmigo. Me contó que el Afilador acababa de estar en la urbanización y me quedé horrorizado. Hace un año, cuando todavía el Afilador era un desconocido para todos, ya se acercó a la plazoleta central tocando su armónica. El familiar soniquete congregó a todos los propietarios de la urbanización a su alrededor. Se trataba de una demostración comercial sin compromiso y el Afilador pidió un voluntario. La incauta viejecita del unifamiliar 18 se acercó hasta la bici con un cuchillo de cocina que tenía el filo como un churro. El Afilador lo pasó con destreza por la piedra de esmeril y cuando estuvo suficientemente afilado, cogió a la vecina por el gaznate y, al grito de “muerte a la piel roja” la fileteó sin tocar ni un hueso, con una limpieza de corte tal, que nadie  podría negar que aquel cuchillo era el resultado de un trabajo bien hecho. Como era de suponer, en lugar de amontonarse los propietarios alrededor de la bici para afilar sus viejos cuchillos, se produjo una espantada salvaje que dejaría atrás, como no podía ser de otro modo, a las mujeres y a los niños. Para evitar que los vecinos de la urbanización fueran pillados nuevamente por otra visita sorpresa del Afilador, los descerebrados que componían la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, todos ellos hombres, se reunieron y tras largas deliberaciones, establecieron una norma: el Monaguillo debería dar tres toques de campana en señal de alerta en cuanto viera asomar el morro al Afilador. Sin duda, una medida tremendamente eficaz, siempre que al Afilador no le diera  por aparecer justo a las tres. En cuanto a lo de ceder el paso a las mujeres y a los niños en caso de estampida, los machos de la Agrupación, se esforzaron en alcanzar un acuerdo claro y expreso, pero todo se quedó en agua de borrajas.

La abuela de los 157 años me contó que esta vez, nadie había resultado fileteado, pero que había podido ver, sin dificultad para su avanzada edad, como el Afilador salía del unifamiliar 13 guardándose una cámara digital en el bolsillo de la gabardina antes de esfumarse en su bicicleta. Por la noche, llamé por teléfono al propietario de este unifamiliar. Era catedrático universitario y había estado trabajando durante todo el día en la facultad. Le pregunté si echaba de menos una cámara de fotos o cualquier otra cosa de valor y me dijo que no. Entonces, le pregunté si podría tener algo importante dentro de la vivienda. Tras ausentarse unos segundos del teléfono, escuché el ruido que hace el papel cuando se agita y gritó: “¡Las preguntas de la oposición de Hacienda de mañana!”

Empecé a ver demasiadas casualidades y todas empezaron a dar vueltas embarulladas dentro de mi cabeza. Para aclararme, corté unos trocitos de papel y escribí una idea en cada uno de ellos. Como por arte de magia, la cara del peor de mis mejores amigos fue tomando forma. Él debía saber que la persona que guardaba las preguntas del examen, vivía en una comunidad que yo administraba. Solo había tenido que encargar al Afilador que fotografiara las preguntas del examen dentro del unifamiliar 13 y,  después, invitarme a comer a la misma hora para mantenerme bien alejado del escenario de los hechos. ¿Y por qué al restaurante más selecto de la ciudad? Está claro. ¿Alguien se negaría? Me quedé mirando todos los papelitos que estaban sobre la mesa. Escribí “tonto” en otro y lo puse junto a los demás. Conmigo, el puzzle ya estaba completo.

La llamada que esperaba recibir del peor de mis mejores amigos, solo tardó tres semanas en producirse. Me pidió vernos para comer y le dije, rotundamente, que no, pero mi amigo me imploró de tal forma que no supe negarme de nuevo. Eso sí, esta vez, el restaurante lo elegí yo. El peor de mis mejores amigos se tomaría el whisky con cubitos de hielo de agua del grifo, como debe ser. Al llegar, le saludé sin contemplaciones: “Hola, funcionario de mierda.” Él se quedó perplejo: “¿Funcionario? ¡Pero si suspendí como todos!” Su aspecto era espantoso y su mirada absolutamente sincera. Y ese “como todos” sonaba a la desgastada justificación que sale de las tripas de un opositor fracasado. No parecía haber espacio para el engaño. Me costaba reconocerlo, pero mi teoría podía estar haciendo aguas. No tardé mucho en darme cuenta. Efectivamente, mi amigo no tenía nada que ver con la entrada en la urbanización del Afilador. Solo me quedaba pedirle perdón. Con humildad, así lo hice. Entonces, él bajó la mirada y me dijo que, por favor, no me disculpara, porque haría más difícil el trabajo que, en realidad, había venido a ejecutar. Fue tan seco que me dejó helado. Tampoco mentía ahora. “Tú serás el primero”, dijo y se agachó para abrir una bolsa de deporte que estaba a sus pies. Cerré asustado los ojos y cuando los abrí, me llevé una sorpresa morrocotuda. Ante mí, apareció, nada menos que un pingüino gigante. No salía de mi asombro. El pingüino me preguntó si podía cerrarle la cremallera de la espalda y obedecí como un niño. Después, dio unas palmotadas con las aletas y entraron en el comedor otros siete más. Todos los clientes del restaurante se levantaron entusiasmados de sus asientos para ver el espectáculo de “los pingüinos del moroso”. Entonces, recordé que tenía una deuda pendiente y que había olvidado pagarla. Pero ya era demasiado tarde para lamentaciones. El escarnio público había comenzado. Los pingüinos me rodearon, y mi amigo traidor y sus siete compañeros me humillaron como a un cristo, realizando, en líneas generales, un trabajo impecable.

 De una plaga de pingüinos no se libra nadie sin pagar. Yo lo hice a tocateja. El Padrino se tomó su tiempo para contar todos los billetes. Tuve que hacer un esfuerzo para no soltar el lagrimón sabiendo que algunos de ellos, iban a pasar al bolsillo del amigo traidor que tan bien había sabido ganarse su comisión. Porque era de justicia reconocer que su maquiavélico plan había funcionado a la perfección. Imaginarme al peor de mis mejores amigos reunido con el Padrino planeando su tramposa y carísima invitación, me hacía sentir como un imbécil. Desde luego, los payasos iban a cobrar la deuda que le reclamaban pero, con la oposición de Hacienda cateada, ¿quien sería el siguiente amigo de su lista en caer? En fin…solo esperaba no tener que cruzarme con él nunca más. Ni con él, ni con un pingüino, claro. ¡Qué equivocado estaba!

 Estando una mañana en las oficinas de Hacienda, alguien me aconsejó que me pusiera en la fila de la ventanilla 6 porque era muchísimo más rápida que las demás. Y así fue. En un suspiro me planté delante del funcionario para discutir la devolución del dinero que me habían cobrado de más. El ambiente se fue caldeando y, de repente, el funcionario me apuntó con un cuchillo perfectamente afilado que había sacado del bolsillo de su gabardina ocre. En su mirada pude ver al demonio. “Creo que no lo ha entendido bien. Todo está correcto.”, me dijo. Su mirada diabólica me atravesó para llamar al siguiente de la fila. Me retiré andando muy despacito hacia la puerta de salida. ¡No lo podía creer! ¡Aquel funcionario era el Afilador! Se había hecho con las preguntas de la oposición y ahí estaba: en la ventanilla 6 de Hacienda. Definitivamente, mi amigo traidor y el Afilador no se conocían. Todo era muy simple. Tan simple que sentí mi amor propio herido por no haberme dado cuenta desde un principio. Entonces, tuve una idea muy borde y sonreí maliciosamente. ¿Qué pasaría si los dos se conocieran? Realicé una llamada de móvil: “¿Los pingüinos del moroso?...sí…sí…necesito a los ocho dentro de un rato…sí…durante el café del funcionario…en la cafetería de Hacienda. El moroso responde al nombre de el Afilador…no…no…no significa nada…un nombre como otro cualquiera…vale, conforme.” Colgué y me quedé mirando el móvil satisfecho. Elegí un banco de la calle que tenía unas vistas inmejorables a la cristalera de la pequeña cafetería de Hacienda y me senté a esperar. El mal bicho del Afilador no tardó en aparecer al otro lado del cristal para pedirse el café de media mañana. Casi al momento, una furgoneta aparcó detrás de mí y bajaron los ocho ocupantes enfundados en sus peludos trajes de faena. El peor de mis mejores amigos y el resto de los pingüinos pasaron a ambos lados del banco sin reparar en mí, y entraron en la cafetería decididos a ganarse su comisión. No perdieron el tiempo. En un alarde de buen hacer, comenzaron a cabrear al Afilador dando vueltas a su alrededor mientras le soltaban collejas al grito de “moroso”. Si querían tocarle las pelotas, nada podía ser más eficaz que parecer una tribu de indios majaras. ¡Qué valor! ¡Qué desprecio a la vida! Estaba entusiasmado. Me puse de pie y empecé a aplaudir a los valientes pingüinos, pero mis aplausos apenas duraron el tiempo que tardó en encabronarse el demonio que el Afilador llevaba dentro. Entonces, se llevó la mano al bolsillo de su larga gabardina ocre y convirtió el mejor cuchillo de su colección en una intangible ráfaga de luz certera que estampó la cristalera con montones de viscosos pegotes sanguinolentos revueltos con pelos sintéticos de pingüino. Todo fue muy rápido. Al momento, la puerta se abrió y apareció el Afilador ajustándose el sombrero de cowboy. Me quedé petrificado delante de su imponente figura. Intenté pasar desapercibido adoptando una de las típicas posiciones de seguridad que figuran en los manuales de supervivencia. Aunque intenté mimetizarme con el entorno, me descubrió enseguida y se acercó a mí. Quería mi móvil. Dócil, se lo puse en la palma de la mano y volví a mi posición de árbol tipo conífera baja. Cuando comprobó que mi última llamada realizada había sido a “los pingüinos del moroso”, me clavó su mirada endemoniada y sentí el hormigueo del que sabe que va a morir en breve. Una palmada indulgente me dejó descolocado pero seguí firme sin mover ni una hoja. “Buen trabajo, vaquero. Todos los sucios indios han caído en la trampa”, dijo, y se retiró un poco la gabardina para que viera las ocho cabelleras de pingüino que colgaban de su cinturón de cuero de vaca. ¡Jope! ¡Brutal! Aún así, no alteré ni un milímetro la pose vegetal que tan buenos resultados me estaba dando. Más tieso que un palo, pude ver como el Afilador respiraba profundamente satisfecho mientras lanzaba la mirada lenta y altiva del que ha vencido en una batalla. Después, se montó sobre su bicicleta y desapareció al galope en dirección a las montañas, de las que no debió bajar ni para aprobar una oposición de Hacienda con las respuestas en el bolsillo.