sábado, 2 de marzo de 2013

EL DISEÑADOR DE LABERINTOS

 


 

Ya había anochecido y a través de los cristales del laberinto, pude ver como miles de policías armados con mazos, esperaban una señal para entrar a rescatarnos. Aunque sabía que el efecto óptico del entramado de espejos multiplicaba su número, semejante visión me sobrecogió. Uno de ellos dio un paso adelante, se levantó la visera del casco y se arrimó el megáfono a la boca. Casi nos deja sordos, pero todas las personas atrapadas pillamos claramente la idea; debíamos cerrar los ojos y permanecer quietos. Entonces, se escuchó un pitido y los policías penetraron a mazazo limpio dentro del laberinto de los espejos. Una brillante lluvia de cristales nos envolvió y algunos niños empezaron a llorar. El estrepitoso estallido de los paneles de vidrio fue aumentando de intensidad hasta encubrir los lamentos. El ruido se hizo insoportable y me tapé los oídos rogando que todo acabara lo antes posible. Poco a poco, la brutal escandalera, que había mantenido en vilo a todos los visitantes del parque de atracciones, fue remitiendo hasta que volvimos a escuchar con nitidez, los llantos infantiles. Abrí los ojos y pude ver las caras asustadas de los encerrados que, cumpliendo con las instrucciones del tío voceras, habían permanecido quietos como estatuas. Entonces, una corriente de aire fresco penetró en la jaula arrasada y acarició nuestros rostros para recordarnos que éramos libres de nuevo.

Nadie olvidaría fácilmente, el día de la inauguración del parque de atracciones. La policía había tomado el control y conforme íbamos saliendo del laberinto, nos fue conduciendo hacia un lateral. Allí nos congregamos todos los rescatados: los niños, los padres de los niños y algún que otro imbécil como yo, que habíamos entrado en el laberinto alertados por los angustiosos gritos que pegaban los niños y los padres de los niños al no poder encontrar la salida. Según llegábamos, un agente con pintas de bobo nos marcaba una cruz en todo el pecho con una brocha de pintura indeleble mientras nos iba numerando a grito pelado. Los liberados estábamos tan agradecidos que a ninguno se nos ocurrió quejarnos por la sacudida pictórica que mandaría toda nuestra ropa directamente a la basura. Ya le vale al bobo. Para contar treinta de nada. Ni que hubiéramos sido treinta mil. Treinta. Ese era el número exacto de personas rescatadas del laberinto de los espejos. Sin embargo, las caras de mosqueo de los policías reflejaban que algo no encajaba. Efectivamente, el único contador instalado en la puerta de acceso al laberinto marcaba treinta y una entradas. En el interrogatorio posterior, todos juramos y perjuramos que no habíamos visto salir a ninguna persona de su interior. Estábamos ante un misterio que el informe policial se encargó de clarificar de un plumazo. La conclusión oficial determinó que el laberinto se había tragado a uno de los nuestros. Así de simple. Caso cerrado, pero no para mí, claro.

La policía se marchó satisfecha con el disparatado resultado de su trabajo, y los treinta liberados nos dirigimos a la barraca del “fast food”, con más hambre que el perro de un afilador. Algunos llevábamos desde la mañana sin probar bocado, así que lo de pasearnos por mitad de la feria como unos becerros marcados, nos importó un bledo. Entre nosotros, se encontraba un miembro de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” de la comunidad que yo administraba. El propietario llevaba un buen rato intentando consolar a su hijo que no paraba de sollozar a moco tendido. Estaba tan cabreado que moviendo el puño sobre su cabeza prometió, por su pimpollo allí presente, que el creador de la maldita atracción lo iba a pagar caro. Todos sabíamos quién era. Se había hecho famoso por proyectar una cadena de centros comerciales tan enrevesados que era necesario alquilar un localizador GPS en la entrada si querías cenar en casa. Tener que recurrir a un artilugio lleno cuadrantes de colorines para no perderse por los pasillos de un supermercado, es la idea más tonta que puedo recordar, pero este juego, lejos de ahuyentar a los clientes de los centros, había conseguido que, diariamente, se agolparan delante de las puertas de entrada, horas antes de su apertura. La gente descerebrada es soberana e imprevisible y había dispuesto que los centros comerciales “Puerto Desconcierto” funcionaran a pleno rendimiento. Ahora, el maquiavélico diseñador esperaba repetir los espectaculares resultados económicos en otros sectores. El ocio en los parques, sin ir más lejos. Si las montañas rusas habían pasado de hacer cosquillitas en el estómago a proporcionar auténticos momentos de terror, y su número de usuarios se había multiplicado, ¿qué valiente no se vería tentado a pagar una entrada por encontrar la complicadísima salida de un laberinto casi hermético?

Me había dado tantos cocos contra los cristales y había visto repetida mi figura en tantos espejos, que mi cabeza estaba echa un lío. Solo deseaba terminar mi perrito caliente para irme a casa a descansar. Pero mi noche también fue movidita. Me la pasé escapando de un horrible minotauro a través de un laberinto de pasillos tan iguales y desangelados, que me pareció estar corriendo por el interior de una delegación de Hacienda. Cuando me dio caza, el dolor de las cornadas me sobresaltó y en mitad del duermevela comprendí que el desaparecido en el laberinto, no podía ser otro que la única persona que conocía su salida.

Ni corto ni perezoso, a primera hora de la mañana, concerté una visita con el diseñador de laberintos en su recién estrenada mansión situada a las afueras de la ciudad. Se contaba que el comprador de su anterior casa todavía estaba pululando por los pasillos buscando la puerta de salida. Tener la oportunidad de conocer a una persona tan peculiar me parecía algo fascinante. El madrugón fue lo de menos. Sin tiempo para desayunar, salí pitando. Conducía enfrascado en mis cavilaciones y casi me estampo contra el autobús de la línea 25 que, reconozcámoslo, circulaba de forma impecable. Y es que la primera escarcha de la temporada, que el frío amanecer había depositado sobre el asfalto, aconsejaba reducir la marcha. Tomé buena nota y llegué a mi destino, sin más incidentes. Cual sería mi sorpresa cuando me encontré ante un espectacular laberinto circular, compuesto de enormes setos perfectamente recortados por encima de los tres metros, que conducía a la casona ubicada en su centro. Me introduje caminando por el sinuoso sendero de calculada geometría. Las tupidas paredes vegetales, idénticas entre sí, me fueron ofreciendo infinidad de posibilidades, y entre idas y venidas, me perdí en lo desconocido. A lo lejos, vi a un señor apoyado contra la pared del seto y me acerqué para pedirle ayuda, pero ni él podía hacer nada por mí, ni yo podía hacer nada por él. El pobre hombre estaba más fiambre que mi bisabuelo. La saca que colgaba de su hombro dejaba las cosas bastante claras. El cartero había palmado cumpliendo con su obligación. No sé porque me dio por ayudar a un cartero muerto cuando ni de coña lo haría con uno vivo, pero sentí un extraño deber moral con el finado, así que me colgué la saca y continué mi marcha. A la deriva, anduve horas y horas serpenteando sin ningún criterio hasta que, exhausto, me senté en el suelo. Mi soledad aumentó la sensación de angustia que había experimentado en el laberinto del parque y me di cuenta del gran consuelo que supone repartir la misma pena entre muchos. A punto estaba de echarme a llorar como una Magdalena cuando noté una presencia humana. Un perro me estaba mirando fijamente. Ya sé, ya sé. No se trata de una persona, pero de verdad, solo le faltaba hablar. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, salió corriendo para que le siguiera. Y así lo hice hasta que me faltó el aliento y paré para descansar. Entonces, el perro asomó el morro tras un recodo del pasillo verde y me volvió a mirar. Sería incapaz de contar la cantidad de veces que mi ángel de la guardia canino se me apareció por las esquinas. Como un auténtico gregario de lujo, tiró de mí hasta alcanzar el centro exacto del laberinto.

Aún estuve un buen rato viéndolo todo de color verde seto, hasta que percibí la rica paleta de tonalidades de mi entorno y el escenario fue tomando volumen. Me encontré ante una enorme casa victoriana de ensueño bajo cuyo porche, el señor de los laberintos me observaba sentado frente a un tablero de ajedrez. Su fiel perro descansaba del largo paseo junto a las patas de la silla.

-Hace horas que le estoy esperando. ¿Juega usted al ajedrez?-, preguntó mi anfitrión.

-Lo justo-, le respondí tímidamente.

-Bien. Tome asiento. Le voy a dar ventaja. Usted abrirá con blancas-.

Entonces, avancé hasta el porche y me senté frente a él. Aposentar mi trasero sobre la silla y sentir todo el cansancio de un peregrino, fue uno.

-Bonita casa-, le dije tras empezar la partida adelantando mi peón.

-No me puedo quejar, aunque no crea que siempre ha sido así. De pequeño era tan pobre que tenía que compartir los pantalones con mi hermano-.

El comentario del creador de laberintos, me hizo reír con ganas.

-No, no se ría. Hablo en serio. Nunca pudimos jugar juntos en la calle. Afortunadamente, las cosas han cambiado y sé que nunca más volveré a pasar hambre-.

La risa me dio unas inoportunas ganas de mear, pero solo imaginar los intrincados vericuetos que debería tomar para encontrar el baño de semejante mansión, y sobre todo, la incertidumbre de saber si, una vez desahogado, volvería a ver la luz del sol, me la cortaron de raíz.

Los dos estuvimos moviendo nuestras figuras según el turno. En silencio, el diseñador de laberintos iba analizando el amplio abanico de posibilidades de cada desplazamiento mientras que yo, sin ninguna opción de victoria, me tomaba todo el tiempo posible en cada lance con la única intención de prolongar la partida al máximo. Sabía que su final significaría mi vuelta al laberinto.

-Por lo que veo, diseñar laberintos debe ser un trabajo muy rentable -, le dije gesticulando con los brazos con el propósito de despistar su atención y rascar unos segundos más.

Mi adversario ni levantó la vista del tablero de ajedrez.

-¿Sabe cuál es el número de las opciones del recorrido que tiene un caballo?-, me preguntó como si no me hubiera escuchado.

-Muchas, supongo-, le contesté mientras movía mi figura sin ninguna prisa.

-Muchas, no-, dijo señalando al único caballo blanco que seguía con vida-. Más de ciento veintidós millones. Muchísimas. Pero sin embargo no puede colocar su caballo en la casilla que quiera. Aunque no lo vea, sobre el tablero hay un laberinto imaginario que delimita las opciones de sus movimientos. Y, fíjese, hay tantos laberintos entrelazados entre sí como figuras en el tablero. Elemental y complejo a la vez-.

Entonces, levantó la vista y me miró fijamente.

-Le haré una confesión: mi pasión por el ajedrez es la que me ha enseñado a diseñar laberintos. Y los hago. No me planteo si eso es bueno o malo. Si la gente los pide, yo se los doy y ellos me pagan. Es, sencillamente, un asunto de oferta y demanda. Y sí, sí es rentable diseñar laberintos. Ahora, por favor, mueva sus figuras con más ligereza o nos pegaremos aquí todo el día. No se ofenda, pero veo que no tiene nada que enseñarme y estoy perdiendo el interés.

Debía ganar tiempo como fuera. Todavía no me había explicado el motivo que le impulsó a meterse dentro de su propio laberinto para salir sin socorrer a quienes lo estábamos pasando tan mal. Se me ocurrió rebuscar en la saca del cartero y entregarle la correspondencia. Él revisó sus cartas y reparó en una de ellas. La abrió inmediatamente y empezó a leer:

-“La Junta Directiva del nuevo parque de atracciones se complace en invitarle a la inauguración que con fecha…”-.

El genio paró de leer, dejó la carta junto al tablero de ajedrez y continuó hablando:

-A buenas horas. Una invitación para ayer. ¿Qué le parece? No hubiera asistido, pero podría haber sido cualquier otra cosa de importancia y ya ve usted-.

Me quedé estupefacto. Si el diseñador del laberinto no había estado en el parque de atracciones, ¿quién diantres era el visitante treinta y uno? Y lo que todavía era más inquietante, ¿dónde narices estaba ahora? Había leído algunas cosas sobre el poder mágico de los laberintos y siempre me parecieron auténticas chorradas. Sin embargo, los hechos me estaban empezando a plantear una duda incómoda. Realmente, ¿no habría sido engullido por el laberinto, tal y como indicaba el informe policial?

-Jaque mate -, susurró mi contrincante con tan poco entusiasmo que casi no consigue sacarme de mis pensamientos –. Sí, sí, es a usted. Se acabó la partida. Creo que ha llegado el momento de que abandone mi casa -.

Me levanté y le extendí la mano. Él me la retuvo con fuerza y me miró a los ojos.

-Que no le confunda mi actitud. Aunque no lo parezca, usted me cae bien -, dijo sin soltarme la mano.

Después señaló con la otra mano el hueco en el seto por el que debería introducirme nuevamente.

-Mire, es más fácil de lo que parece. Yo recojo la confusión que nos rodea y le doy un orden secreto. Luego, lo llamo laberinto. Busque el caos que hay en su interior y dele una forma armónica y equilibrada. Sin darse cuenta su viaje de vuelta se iluminará solo. Ahora empieza su auténtica partida de ajedrez. Buen camino -.

Me dirigí hacia el laberinto. Mis palpitaciones eran tan fuertes y aceleradas que me pareció estar en mitad una de aquellas interminables danzas africanas de las películas en blanco y negro de Tarzán. A golpe de corazón, me introduje dentro de los setos y me fundí con su hiriente color verde en moderno Technicolor.

En seguida, me volví a encontrar más perdido que Carracuca. Empujado por mi desorientación, estuve a un tris de rendirme, pero conseguí concentrarme lo suficiente como para mirar en mi interior en busca del sosiego necesario. Paulatinamente, inicié un viaje profundamente reflexivo que me mostró las incalculables conexiones que enchufan todos los hechos que nos rodean y que advertimos, erróneamente, de forma aislada. Dentro de la enorme maraña de enlaces casi imperceptibles, localicé al señor de los laberintos, que ya formaba parte de mi experiencia personal, y conseguí meterme dentro de su cabeza. El propio creador me condujo por su laberinto hasta alcanzar la calle.

La ardua tarea de introspección me había dejado los sesos casi exprimidos y me apoyé junto a la entrada del enredo vegetal. Aun así, tuve las fuerzas suficientes para aclarar mis ideas sobre el misterioso caso del número treinta y uno. Si las evidencias lógicas no conseguían explicar su desaparición, solo quedaba recurrir a las argumentaciones más disparatadas, por increíbles que parecieran. Aceptar esta idea, era lo mismo que reconocer que el fulano del parque de atracciones había sido pulverizado por el poder sobrenatural del laberinto. Me es difícil explicar la desazón que me produjo asumir semejante conclusión. Así de simple. Caso cerrado, también para mí.

 

Por esos laberintos mentales andaba, cuando llegó hasta mí, algo parecido a una legión romana al trote. Era la “Agrupación Pacífica con Antorchas” capitaneada por el propietario que había prometido venganza. Estaba dispuesto a traer la cabeza del causante de todos los males de la civilización. Sin fuerzas para impedirles el paso, los briosos propietarios, con el pecho fuera y la barbilla levantada, fueron entrando en fila india dentro del laberinto maldito. Viendo cómo se aclaraba la polvareda levantada tras los pasos del último subnormal, me pregunté cuántos de ellos conseguirían salir con vida.

Aquella mañana, la primera rosada del invierno obligó al conductor del autobús de la línea 25 a poner más cuidado del habitual, evitando con ello algunos percances en su ruta. La robusta señora de la limpieza miró por la ventanilla empañada y viendo que se acercaba a su parada, cerró el libro sobre estrategias de ajedrez que estaba leyendo. El autobús se detuvo y la corpulenta mujer bajó con dificultad. Tenía los riñones molidos de la jornada anterior. Caminando de forma pesada, se dirigió hacia la puerta de servicio del parque de atracciones y abrió con la llave que le había dejado su empresa. Avanzó a través de las atracciones cerradas y al llegar al laberinto de los espejos, se quedó boquiabierta. Toda la faena de su primer día de trabajo estaba convertida en añicos. Suspiró profundamente sin poder apartar la mirada del desastre. Después, se dio media vuelta pensando que, total, por cuatro duros que le pagaban, ya nadie le podría hacer limpiar otra vez, los cientos de cristales que tenía el puñetero laberinto hasta su salida.

 

           

 

 

 

 

 

 

miércoles, 23 de enero de 2013

LAS EXPLOSIONES MAMARIAS


El propietario del unifamiliar 52 guardaba tanta rabia dentro, que era capaz de cicatrizar cualquier herida dándole la apariencia física que se le antojara. Por pura mala sangre. En la piscina de la urbanización, enfundado en un tanga de leopardo, se paseaba con chulería mostrando su piel esculpida con símbolos enigmáticos y figuras horribles. El Energúmeno disfrutaba de lo lindo viendo como todos los vecinos se iban retirando a su paso. Y es que nadie quería ser el motivo del siguiente brote artístico. Pero ahí no quedaba la cosa. El pasado invierno había desaparecido un vecino de la comunidad y ahora, casualmente, el bruto lucía en su antebrazo derecho, una cruz griega sobre una calavera. Por cierto, un trabajo exquisitamente elaborado, que para algunos dejaba a las claras que el farmacéutico del unifamiliar 65 no se había fugado con la jovencita auxiliar del culito respingón, sino que se había  defendido como un jabato antes de desaparecer sin dejar rastro.

 

Don Tomás, el propietario del unifamiliar 37, era un hombre más escéptico que el propio santo al que debía su nombre. Más serio que un tango, odiaba los chistes y a los subnormales que los contaban. Por eso, cuando un componente de la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, se atrevió a contarle, en su propia casa, la increíble historia del Energúmeno, se sintió tan insultado que le echó a puntapiés. Pero la asociación vecinal menos pacífica de la galaxia, se congregó a las puertas de su unifamiliar para exigirle una solución. Por algo, Don Tomás era el Presidente de la comunidad. La presión le obligó a salir al balcón para prometer públicamente que, por encima de todo, dejaría zanjado el asunto del Energúmeno. La manifestación se disolvió satisfecha, pero amenazó con volver para rendir cuentas. Y lo hizo, como no, con las antorchas encendidas.

 

La preciosa hijita del Presidente, escondida tras la ventana de su habitación, había observado la inquietante reunión de los mayores sin dejar de sonreír. No era de extrañar. Tenía una sonrisa para durar cien años, pero se apagó mucho antes. Cuando los ogros de la comunidad invadieron su mundo todavía infantil.

 

 Nada le podemos reprochar al Presidente sobre la calamidad que estaba a punto de desatar. El arte de hacer creer a los demás lo que ni uno mismo cree, es un ejercicio demasiado retorcido para alguien ajeno a la política. Sin embargo, el Presidente sabía lo que le esperaba si no cumplía con su compromiso, así que durante noches enteras estuvo ensayando frente al espejo como un actor. Por la cuenta que le traía, debía persuadir a las autoridades sobre la veracidad del increíble caso del Energúmeno. Cuando dio con las palabras, la entonación y los movimientos corporales que podrían llegar a convencer al propio Santo Tomás, concertó una entrevista con la máxima autoridad policial de la ciudad.

 

El día señalado, Don Tomás me llamó a mí, el Administrador de su comunidad, y juntos nos dirigimos a la Comisaría Central. El Presidente se tiró todo el camino recitando el rollo aprendido, como un estudiante a punto de realizar un examen. Cuando entramos en el despacho del Inspector Jefe, no pude evitar un estremecimiento al comprobar que se trataba de una mujer tremendamente pechugona. No es que me disgusten las buenas delanteras, pero en los tiempos salvajes que nos han tocado vivir, lo mejor es no tentar a la suerte. De hecho, llevaba varios días refugiado en mi casa ante el alarmante incremento que habían experimentado las explosiones mamarias. Las imágenes del telediario mostraban la ciudad convertida en un infierno. En el momento menos pensado, cualquier buena señora que sufriera un ataque de risa descomunal, te podía mandar a freír espárragos de un chupinazo mamario. Nadie sabía, a ciencia cierta, cual podía ser el motivo de semejante burrada. Ni siquiera los expertos se ponían de acuerdo en qué tipo de domingas eran las más peligrosas, aunque no había que ser demasiado listo para saber que las gordas, o muy gordas, como era el caso, suponían un riesgo considerablemente más alto que las perillas limoneras de andar por casa. En este delicado asunto, nadie se mojaba oficialmente. Da lo mismo. Mi temor era cierto y no me extenderé más. Sin embargo, no pensaba salir corriendo como una gallina, así que traté de mantener la calma retirando mi vista del escote. Mientras tanto y tras las pertinentes presentaciones, el Presidente empezó su actuación. Como si estuviera en pijama frente al espejo de su casa, explicó con suma naturalidad, que en la urbanización teníamos un bruto que durante un tiempo fue considerado por los propietarios como un dios viviente, pero que ahora causaba un miedo atroz porque tenía la extraordinaria virtud de cicatrizar sus heridas a voluntad modelando sobre su piel unos horribles acertijos que, bien estudiados, podrían servir para esclarecer algunos de los misterios sin resolver que habían terminado poniendo en ridículo la labor de la policía. ¡Con dos pelotas, sí señor! Y dicho esto, el Presidente se calló satisfecho con su exposición. La Inspectora Jefe demostró ser una profesional como la copa de un pino. Aguantó el tipo realmente bien, pero finalmente, dejó de morderse los labios y se rindió. Encanada de la risa, empezó a soltar unos tremendos lagrimones y a pegar puñetazos sobre la mesa del despacho mientras se justificaba de forma entrecortada: “Perdone usted...pero eso que me cuenta…el Energúmeno…no puedo…no puedo…”

 

El pobre Don Tomás se quedó petrificado como si le hubiera mirado un basilisco, mientras la mujer se descoyuntaba de risa. Las carcajadas se fueron convirtiendo en un puro histerismo hasta que comenzaron a resonar extrañamente cavernosas. Pude comprobar horrorizado como sus enormes pechos se hinchaban peligrosamente. La mecha del petardo se había encendido. Desesperado, le hice toda clase de señas y aspavientos para avisarla, pero la insensata continuó riendo de forma descontrolada. Faltando al mínimo decoro exigible, pegué mi hombro contra las pechugas de la hembra y empecé a empujar con todas mis fuerzas, pero la presión me fue desplazando hacia atrás. Cuerpo a cuerpo, los chicharrones siguieron creciendo hasta que dejé de ver la cara a la autoridad. Aquellos pelotones de playa estaban a punto de estallar. No se podía hacer nada más. Tocaba ponerse a cubierto. Agarré al Presidente y lo saqué del despacho a empujones. Segundos después, la risotada se cortó de cuajo y un estampido hizo temblar los cimientos del edificio. Aunque el sistema automático de seguridad puso a tope la relajante música ambiental para aeropuertos, nadie pudo evitar que el pánico se extendiera como la pólvora. En estos casos, las normas aconsejan no utilizar el ascensor, así que una masa humana descontrolada colapsó las escaleras de bajada. Casi todos iban más despistados que un sordo en un baile mientras, los más listos, seguíamos mirando a nuestro alrededor no fuéramos a cruzarnos con la tonta de turno a la que siempre le da por echarse a reír como una loca en las situaciones más inconvenientes. ¡Ni se me ocurriría bailar con alguna así!

 

El Presidente no había recuperado el color de la cara, cuando cientos de nudillos llamaron a su puerta. Eran los vecinos de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” que había llegado para pedir explicaciones. La promesa no se había cumplido y el Energúmeno seguía paseándose en tanga por la urbanización con su habitual tono amenazante, así que el Presidente, resignado, abrió el balcón del unifamiliar 37 sabiendo que iba a escribir la última página de su biografía. Observó con tristeza el paisaje de teas encendidas y no supo qué decir. Fue más que suficiente. Todavía hoy, en mitad del solar situado entre el unifamiliar 36 y el 38, yace una triste corona de flores marchitas con una cinta violeta que reza en bonitas letras doradas: “tus queridos vecinos no te olvidan” Cafre, es decir poco.

 

La ingenua hijita del desaparecido Presidente pagó las consecuencias. Surgió, de entre los escombros humeantes de su hogar, abrazada a un peluche medio socarrado. A todo el mundo le dio mucha pena, sí, pero nadie se quiso hacer cargo de ella. El nuevo Presidente fue benévolo y permitió que la niña vagabundeara por los viales de la urbanización como otro juguete roto. Los propietarios la llamaban Cenicienta, no solo por haber aparecido de entre las cenizas, sino porque vivía de lo que buenamente le daban por guisar, planchar y barrer para unos y para otros. No hace falta que diga que la Cenicienta andaba muy solicitada. Sin embargo, tenía fecha de caducidad. La comunidad de propietarios había establecido que cuando la niña entrara en la mocedad, debería ser desterrada de la urbanización. El motivo no era baladí. En estos extraños tiempos, nada podía ser más peligroso que unos pechos adolescentes cebados por el rencor ciego.

 

            Habrían pasado casi dos años desde que el unifamiliar 37 fuera volatilizado, cuando recibí una llamada telefónica que lo cambiaría todo.

 

-¿Es usted el Administrador? Por favor, venga antes de que haya una desgracia. La mujer del Energúmeno se ha vuelto loca y está subida en el tejado machacando todas las tejas con un martillo -, dijo la voz del propietario.

 

-¿Y qué cojones quiere que haga yo?-, le respondí de forma airada.

 

-¡Ah! Usted sabrá, Yo ya se lo he dicho al Administrador -, y colgó.

 

¡Jope! La frasecita de siempre. Con la cara de tonto de quien no tiene otra salida, me deslicé desde mi despacho hasta el garaje a lo largo de la barra de puticlub de segunda mano que me había hecho instalar para ganar tiempo en los asuntos más urgentes, y en unos segundos estaba conduciendo a toda leche en dirección a la comunidad.

 

Los cánticos religiosos que provenían del otro lado del muro electrificado de la urbanización me sobrecogieron. Tuve cuidado en dar la contraseña correcta al conserje mercenario y atravesé el portón de entrada seguido de cerca por el cañón de su lanzallamas. No hubiera sido el primer administrador que cae pajarito a las puertas de su comunidad por un despiste tonto. Las explosiones mamarias habían convertido la ciudad en un lugar inhabitable y el éxodo masivo hacia los extrarradios, habían obligado a las comunidades de propietarios a fortificarse tomando medidas un tanto radicales. Si alguien se columpiaba al decir la contraseña de entrada, no se hacían más preguntas; había barbacoa. Los seguros de las comunidades se encargaban de cubrir cualquier accidente que pudieran ocasionar las conductas de los conserjes armados y claro está, las pólizas eran astronómicas. Pero daba igual. Los propietarios pagaban lo que fuera, siempre que el olor a quemado les hicieran sentir bien protegidos.

 

Estaba dentro de la urbanización. Los vecinos me rodearon, me pusieron un collar de flores en señal de bienvenida y me subieron sobre una peana como si fuera el santo patrón del pueblo. Algo mareado por la densa nube de incienso que me estaba soltando un vecino con sotana, empecé a avanzar sobre una masa de cabezas hacia el unifamiliar de la loca del martillo. El aislamiento de las comunidades del extrarradio, había propiciado el desarrollo de ciertas costumbres primitivas contra las que nada se podía hacer, así que me dejé llevar. Sentado en el trono de la peana, me ajusté el nudo de la corbata y me propuse disfrutar de las vistas privilegiadas del viaje.

 

Pasamos ante los restos del unifamiliar 37. La hijita del Presidente estaba intentando hacer volar una cometa roja, pero aquel tampoco parecía ser su día. La escena de la niña solitaria, incapaz de levantar su cometa del suelo, me conmovió. De repente, alzó la vista y me clavó su mirada rabiosa. El azul profundo de sus ojos me aturdió y tuve una sensación de culpa. Tal vez pude haber hecho algo más por su padre y lo dejé solo ante la plebe descerebrada. Quién sabe…tal vez. Me tapé un ratito los ojos e imaginé que estaba en una hamaca en mitad de una playa caribeña, mecido por cuatro mulatas en bolas, y el remordimiento desapareció de inmediato. Lo de las mulatas siempre funciona.

 

Al final, llegamos al unifamiliar 52. La comitiva se paró delante de la escalera que los vecinos habían apoyado en la fachada. Clavando tacón sobre los riñones de los propietarios que se habían puesto a cuatro patas para permitirme bajar de la peana, llegué al suelo como una puta vedette. Tengo que reconocer que la experiencia me gustó tanto que más adelante, intenté introducir esta buena costumbre en la ciudad. Sin embargo, el gremio del taxi no solamente manifestó su negativa a incluir este servicio con la bajada de bandera, sino que puso precio a mi cabeza. Aún hoy, procuro mirar varias veces antes de cruzar la calle por lo que pudiera pasar. Pero todo esto forma parte de otra de mis apasionantes historias. Hoy, tenía la misión de quitarle el martillo a una loca en un tejado y estaba decidido a cumplir mi cometido.

 

Jaleado por los vecinos de la urbanización, empecé a subir por la escalera. Me sentía como un valiente bombero al rescate. Siempre he querido ser bombero. Subía pensando que cuando consiguiera ganar el dinero suficiente, tiraría a la basura la vieja barra de puticlub de mi despacho, llena de unos extraños chorretones babosos que no se quitaban ni con lejía, y me compraría la brillante barra de bomberos que siempre he deseado. ¡La de horas que me habría tirado en el escaparate de la tienda de barras de bomberos con la cara aplastada en el cristal!

 

Llevaba un buen rato subiendo y todavía no se veía el final. Ni el final ni el principio, porque el suelo también había desaparecido. Se quedó atrás con el sol y el buen tiempo. Donde me encontraba, en mitad de la nada, estaba empezando a chispear. El caso es que daba la impresión que más arriba, estaba cayendo una tormenta del copón. Parece mentira lo que puede dar de sí un simple unifamiliar de dos plantas.

 

Hice una parada para recuperar el fuelle y solté una rica meadita hacia el infinito. Sublime sensación, por cierto. A lo lejos, pude ver a la Cenicienta, forcejeando por hacer volar su cometa. En fin, una pobre desgraciada. Respiré hondo, me acordé de mis mulatas en bolas y seguí subiendo. Subí lo que no está en los escritos, hasta que, por fin, exhausto, alcancé el tejado. Efectivamente, allí hacía un tiempo de perros. En mitad de una cortina de agua, pude ver a la mujer del Energúmeno. Estaba agachada  cascando todas las tejas que pillaba. Me acerqué para quitarle el martillo y se incorporó con la agilidad de un felino. Me miró encolerizada y alzó el martillo para partirme en dos. No me fue posible devolverle la misma mirada desafiante. Como si me hubiera clavado los zapatos al suelo con su martillo, estaba paralizado ante tan majestuosa hembra erguida. Una diosa. El invisible camisón empapado de agua se pegaba a su cuerpo, como una segunda piel, para dibujar unas curvas de impresión. No voy a mentir, la mirada que le devolví fue la de un cordero degollado. Algo inevitable. ¡Si hasta oía violines! Estaba tan rendido que llegué a pensar que ese infierno era el lugar más maravilloso del mundo para morir. “Dame duro, amor”, le susurré con suavidad. El martillo ya se había levantado para abrirme la cabeza como un melón y yo lo único que hacía era sonreír como un imbécil.

 

“¡¡¡¿Qué coño hace el Administrador en el tejado de mi casa con mi mujer en pelotas?!!!” El tremendo bramido que soltó el Energúmeno paró el movimiento de rotación de nuestro planeta durante unos segundos. Los violines desaparecieron y volví en mí. No dejaba de ser curioso que la única frase sensata que había escuchado en toda esta historia hubiera salido de la boca del más bruto. Efectivamente, ¿Qué coño hacía allí arriba con su mujer desnuda? Buena pregunta. Pues la verdad, se van sucediendo las cosas, una tras otra y…ni puta idea.

 

Al oír el grito del bruto, su mujer se volvió en redondo y me plantó su maravilloso trasero en la cara. En cada malsano reojo que le echaba, volvía a escuchar, de forma intermitente, los violines, así que decidí olvidarme definitivamente del culo y fijarme en el Energúmeno. Fue entonces cuando me di cuenta del tamaño de mi problema. ¡Menudo pedazo de mastodonte había salido por la claraboya de la cubierta! Su mujer, poseída por un ataque de cuernos, había tenido que cargarse medio tejado a martillazo limpio para conseguir que su marido viniera a darle una explicación. Le había pillado en el móvil unos mensajitos subidos de tono enviados por alguna chavala bastante cachonda. La discusión a grito pelado, dio paso a un inevitable choque de trenes que me pilló en el medio. El tejado se convirtió en un lugar muy pequeño para los tres. Parecía un ring endiablado donde los tortazos y los martillados volaban de aquí para allá sin conocimiento. La lluvia arreció y mi situación se volvió tan apurada que hasta vi cosas que vosotros no creeríais: ataques a naves en llamas más allá de Orión o brillar Rayos-C en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Pero la supuesta nave en llamas no era otra cosa que la cometa roja de la niña Cenicienta que apareció en mitad de la tormenta para quedarse enredada en la antena de la televisión. Una cometa infantil que estaba tan fuera de lugar en ese infierno, que a todos nos dejó descolocados. El forcejeo cesó y los tres nos acercamos intrigados al juguete hasta juntar nuestras caras. Como unos siameses trillizos pegados por las mejillas, pudimos leer con perplejidad lo que la niña había escrito con grandes letras mayúsculas sobre la tela de su cometa: “JODEROS”

 

La ingenua niñita había trazado el plan más perfecto que se pudiera imaginar. Un plan que nos había convertido a todos en sus marionetas. Seguramente, el cerebro escurrido del Energúmeno no llegó a entender lo que estaba pasando, pero su mujer y yo lo vimos tan claro que nos dio un ataque de risa. No era para menos. Mediante el envío de unos mensajes guarros más falsos que Judas, la Cenicienta había conseguido meter en una ratonera a las dos personas que entendía responsables de su desgracia. Y allí estábamos el Energúmeno y yo, calados hasta los huesos, como dos piltrafas. Sin duda, aquello era para partirse el pecho de risa. La única pieza que no me encajaba era la presencia de la loca del martillo. Sin embargo, cuando observé aterrorizado cómo se le empezaban a hinchar las tetas en cada carcajada, dejé de reír. El rompecabezas se había completado. Ese día solo habría un ganador y no estaba, precisamente, sobre el tejado.

 

Los pechos de la hembra iban ganando volumen de forma amenazadora, hasta que terminaron hinchados como bombonas de butano. En aquella enormidad ya no cabía ni el pedo de un moquito. De repente, se empezaron a marcar las primeras grietas. Sin escapatoria posible, el Energúmeno y yo nos miramos como un par de colegiales asustados, nos cogimos de la mano y cerramos con fuerza los ojos. En silencio, escuchamos una última carcajada entrecortada. La explosión mamaria fue tan espantosa que todos los vecinos de la urbanización rebotaron en el suelo como si estuvieran saltando sobre una cama elástica. Lo de allí arriba fue mucho peor. El fin del mundo había llegado para nosotros.

 

Ni un rasguño, oye. ¿Un milagro? Dejémoslo en puro churro. Me caí por la claraboya del tejado en el mismo momento del chupinazo y salvé el pellejo. Cuando abrí los ojos me encontraba rebotando plácidamente sobre la cama de matrimonio del Energúmeno. El animal corrió peor suerte. Todavía se debe estar recuperando en algún hospital acompañado, espiritualmente se entiende, de su bella pechugona que le estará tocando la lira por los rincones de la habitación. En cuanto a la Cenicienta, una vez superado con éxito su rito de iniciación a la edad adulta, desapareció de la urbanización. Muy lista. Sabía que era la única forma de evitarse el tirón de orejas que le esperaba cuando volviera el Energúmeno. Y de mí qué puedo contar. Pues que estoy muy contento. Con el recibo que le he pasado a la comunidad por mis servicios, me he comprado la barra de bomberos de mis sueños. Te cagas. Cada vez que me deslizo por ella, me olvido de todos los malos ratos que he pasado. Y es que hay algunos premios que compensan cualquier sacrificio.

 

Es la hora que retomo el relato que ya daba por concluido. Acabo de abrir la correspondencia y estoy aplastado contra la pared intentando mantener la máxima distancia posible de la foto que me ha llegado desde el hospital. Es el Energúmeno que no deja de mirarme desde el suelo de mi despacho. Me tapo los ojos con fuerza pero esta vez, las mulatas en bolas no acuden a mí. El único que aparece en bolas es el bruto con la camisola blanca del hospital abierta mostrándome la última cicatriz de su pecho. Una gigantesca obra de arte realizada a golpe de voluntad y mala baba, donde aparece mi vivo retrato con la lengua fuera y una soga al cuello. Por cierto, una lengua tan larga que parece que le quisiera chupar las pelotas. ¡Qué espanto! La nota manuscrita adjunta dice que está ya en camino. Debería acudir a la policía para  solicitar su protección, pero ¿quién se creería la historia del Energúmeno? Me darán una palmadita en la espalda y me acompañarán hasta la calle donde el bárbaro me aplicará la ley del oeste. No voy a perder el tiempo como hizo el pringado del Presidente. Huiré. Sí, lo tengo decido. Huiré como hizo la Cenicienta. Tengo el tiempo justo para escapar. Me deslizaré raudo por mi nueva barra de bomberos hasta el garaje y saldré pitando. Mi querida barra de bomberos…no quiero ser pesado pero todas las casas deberían tener una, porque, a las pruebas me remito, hay momentos que viene de perillas. Perillas, ¿he dicho perillas?