miércoles, 15 de junio de 2011

EL DEVORADOR DE OBJETOS

            Echar la puerta abajo fue algo inevitable. Los vecinos de la urbanización habían dado la voz de alerta porque desde hacía meses, el unifamiliar 5 parecía estar más deshabitado que el panteón del hombre invisible. Yo llegué con un cerrajero de urgencia para abrir la puerta, pero la “Agrupación Pacífica con Antorchas” ya la había enganchado a un Bulldozer que tenía las ruedas más grandes que el propio unifamiliar. La asociación vecinal más cafre del universo habitado, solo esperaba la señal de su Administrador para mandarla a tomar por culo. Un vecino se nos acercó corriendo y me gritó cuadrándose: “¡Estamos preparados y en su sitio!” Efectivamente, todos los propietarios de la urbanización estaban preparados y en su sitio. Sentí el peso de sus miradas y me quedé paralizado. Entonces, el vecino se inclinó sobre mi hombro y me susurró suavemente: “Le va en el sueldo…espabile, cojones.” Aturullado, levanté el brazo y se hizo el mismo silencio que precede al pistoletazo inicial de una carrera. Cuando lo bajé, el Bulldozer de las ruedas como casas, empezó a rugir y a escarbar la tierra como un toro cabreado. Una enorme polvareda que olía a goma quemada nos envolvió a todos, y los propietarios comenzaron a jalear enloquecidos. El cerrajero me miró sin entender nada. De pronto, el monstruo de las cuatro ruedas salió a toda leche arrancando de cuajo la puerta de entrada y con ella, parte de la fachada del edificio. Cuando se deshizo la nube de polvo, pudimos comprobar las dimensiones del desastre. Miré de reojo al cerrajero de urgencia. Se había quedado tan pasmado que una mosca confiada, le entraba y le salía de la boca como Pedro por su casa.

            Entré en el unifamiliar. A mi lado, entraron algunos de los cabecillas de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” que se fueron repartiendo por la planta como si formaran parte de un comando de asalto. “¡Despejado!”, gritó uno de ellos. Ciertamente, allí no había nadie. Vi la oportunidad de separarme de aquellos descerebrados y les dije que yo me encargaría de revisar las plantas superiores. “¡¿Alguna novedad?!”, me gritaron desde la planta de abajo. “¡Negativo!”, les contesté sin tiempo de mirar nada. Lo reconozco; dije “negativo” como un gilipollas. Después, uno de los cabecillas vociferó: “¡Todo en orden! ¡No hay fiambres! ¡Abortamos la operación!”, y empezaron a desfilar hacia el exterior del edificio. El último en atravesar el gigantesco boquete de la fachada principal, me gritó: “¡Señor Administrador, le dejamos la puerta abierta para que salga cuando quiera!”

Las puertas del balcón de la segunda planta estaban reventadas y tenían pintas de llevar así mucho tiempo. Me asomé a través del hueco. Pude ver a los cabecillas vecinales rodeados de propietarios que poco a poco, se iban marchando hacia sus casas. La ausencia de carnaza y el tremendo frío que hacía en la calle, terminaron por vaciar los alrededores del unifamiliar 5. No tardé mucho en quedarme solo. Me senté en una vieja mecedora y empecé a balancearme más ancho que largo. Pero entonces, una visión me sobresaltó. El agujero por el que había estado cotilleando, tenía el perfil exacto de una mujer. Me puse de pie y me dirigí hacia el balcón. Pasé cuidadosamente las manos por los recortes de madera y cristal de las puertas. El vaciado era perfecto. Fui retrocediendo de espaldas ganando perspectiva en cada paso y la silueta de la mujer se formó, nuevamente, ante mí. Los brazos alzados con los dedos muy estirados parecían indicar que había sido presa del pánico antes de reventar las puertas. Mis elucubraciones se pararon en seco al chocar mis posaderas contra una mesilla que estaba justo al otro lado de la habitación. Me di media vuelta y abrí su único cajón. Había un cuaderno junto a un collar más feo que Picio. Me eché el collar al bolsillo y volví a la mecedora para hojear el cuaderno. En aquel momento, poco podía imaginar que la increíble historia manuscrita que estaba a punto de leer, me iba a dejar literalmente congelado:

“Algunas veces, los recuerdos nos cogen suavemente de la mano y nos acompañan hasta escenarios donde ya estuvimos tiempo atrás. Otras, por el contrario, nos agarran de las pelotas y nos arrastran sin piedad hasta donde no queremos volver. Así, cogido de las pelotas, es como yo he vuelto a entrar en la habitación donde años atrás, le había prometido a mi padre, en su lecho de muerte, que nunca perdería el control en una noche de juerga. Como si no hubiera pasado el tiempo, he vuelto a revivir aquel momento de forma nítida. “¡Nunca!”, decía mi padre sacando fuerzas de flaqueza. “¡Nosotros no somos como los demás!, ¡Si tienes ganas de salir de juerga, antes, te cortas la picha!” Más tajante, imposible. Yo estaba realmente afligido, así que, con un nudo en la garganta, le dije que sí, que se lo juraba. Ya sé que jurar lo que no se puede cumplir es mucho peor que mentir, pero os aseguro que la mirada penetrante de un padre moribundo impone lo suyo. Realmente, no pudo ser de otro modo: “Te juro que nunca me iré de juerga, papá”, le dije, “te lo juro, por dios.”

Durante mucho tiempo, me he mantenido firme pero, finalmente, he sucumbido. Anoche estuve de juerga. Iba a ser solo una copa, pero detrás de una vino otra y otra. Es mediodía y todavía estoy encamado intentando ordenar en mi cabeza todos los garitos que he podido visitar. Me sitúo mentalmente en el primero y alcanzo el segundo, pero un nubarrón alcohólico ya no me permite llegar al tercero. Tengo una pesadez de estómago descomunal. Acabo de eructar como un general y un extraño regusto metálico me ha venido a la boca. Sin duda, he estado fuera de control.

Mi padre me había contado muchas veces cómo mi madre se había pasado todo el embarazo suplicando a dios que yo fuera normal. Tampoco pedía tanto. El último mes, mi madre echó el resto y se lo pasó flagelándose la espalda con la cadena que había arrancado del retrete, pero dios no se conmovió. El día que me vio engullir el chupete como si nada, supo que la había abandonado. Entonces, cogió carrerilla y atravesó las puertas del balcón para salir volando como un ángel. Mi padre nunca quiso cambiar aquellas puertas. Los días de invierno, entraba un frío del carajo, pero a él no le importaba. Se podía pasar noches enteras, contemplando ensimismado la silueta impecable de mi madre recortada en las puertas del balcón. No quiero que nadie malinterprete este episodio. Mi madre no era ninguna salvaje. Todos sabemos que lo más civilizado hubiera sido abrir las puertas del balcón antes de tirarse. Aquel comportamiento, solo puso de manifiesto su estado de absoluta desesperación. Lo que hizo fue razonable. Ya tenía suficiente con aguantar al devorador de objetos que era mi padre. Cuando vio desaparecer el chupete de mi cara, supo que no podría soportar el  infierno que le esperaba y nos dejó con nuestra maldición. Definitivamente, fue un acto de sensatez.

Sin embargo, mi madre nos quería muchísimo a los dos. Yo también quería a mi madre y a mi padre, y mi padre quería con locura a mi madre. En un diagrama escolar de flechas, se vería de forma gráfica que me faltó el cariño de mi padre. Siempre me trató como al extraño que había venido al mundo para dar la puntilla a su mujer. Pese a todo, se trataba de mi padre y yo le quería. Nunca me olvidé de arroparlo durante las frías noches de invierno, cuando se quedaba alelado en su mecedora mirando la silueta de mi madre. Bueno, nunca, no. La única vez que me olvidé de hacerlo, mi padre amaneció más congelado que la estatua islandesa de Leif Eriksson en año nuevo. Aunque intenté recuperarlo durante todo el día, su aspecto de vikingo escarchado ya no le abandonaría hasta la muerte. Esa misma noche fue cuando me hizo jurar que nunca me iría de juerga. Después, me hizo señas para que me acercara. Sacó un collar de debajo de la almohada y me lo puso en la palma de la mano. “Era de tu madre. Cógelo, hijo mío. Ahora es tuyo”, susurró en un tono ahogado. Me cerró fuertemente la mano y me la mantuvo tan apretada que su temperatura bajo cero me provocó un escalofrío. Luego, con una extraña sonrisa en la cara, expiró de golpe dejándome absolutamente solo. ¡Lo que pude llorar aquella noche apretando contra mi pecho aquel regalo! ¡A mares! Decidí que nunca me separaría de aquel collar. Lo llevaría puesto toda mi vida. A la mañana siguiente, descubrí horrorizado que el collar de mi madre no era otra cosa que la cadena sanguinolenta del retrete. Mi corazón se abrió en gajos como un melón.

Seguir dándole vueltas a la cabeza, no va a mejorar mi situación, así que me voy a levantar de la cama. Voy al baño y luego, comeré algo. Tengo un hambre de lobo.

 Estoy petrificado. Lo que me acaba de pasar es difícil de contar sin parecer un chiflado. He comenzado a afeitarme frente al espejo y al pasar la maquinilla eléctrica por la comisura de mis labios, la boca, como activada por un resorte, se ha abierto sin control alcanzando unas dimensiones monstruosas, y con la rapidez de un depredador, se la ha tragado con cable y todo. La máquina ha desapareció de mi vista en un santiamén. Me he quedado absolutamente paralizado delante del espejo sin atreverme ni a pestañear no fuera que cualquier movimiento volviera a activar mi bestia interior. Los más curiosos es que, no solamente he dejado de tener hambre, sino que una deliciosa sensación de satisfacción plena me ha hecho sentir en la gloria. Me encuentro aturdido. Todo ha sido demasiado rápido.

Recuerdo haber visto a mi padre devorando, a escondidas, algunos pequeños objetos. Lo hacía de una forma plácida, disfrutando de su momento de calma. Yo siempre he tenido claro que terminaría siendo como mi padre, pero nunca imaginé que este instinto se desataría de una forma tan bárbara. Sin duda, la borrachera descontrolada de anoche, ha funcionado como un detonante genético y ha despertado la fiera dormida que hay en mí. Mi padre ya me lo había avisado. Si levantara la cabeza me cortaría la picha y se la comería sin remilgos, pero afortunadamente, ya no puede devorar nada.

Será por la resaca, pero tengo la garganta tan seca como el esparto. Necesito beber…

Sigo siendo una caja de sorpresas. He llenado un vaso de agua del grifo y me lo he acercado a la boca. Un impulso asesino ha tensado todos mis músculos faciales y con la velocidad del rayo, he atrapado el vaso casi al vuelo. ¡Brutal es poco! He intentado controlar mis movimientos y aunque todavía siguen desbocados, creo que terminaré por conseguirlo. Estoy seguro que es un problema de simple aprendizaje. Pero lo más increíble es que he podido sentir como el agua y el vaso  me han saciado de una forma tan intensa que todavía me estoy relamiendo de puro placer. Me encuentro realmente bien.

Me estoy mirando en el espejo y veo a un devorador de objetos. Lo soy desde que nací. Podría negar la evidencia y vivir escondido como mi padre, pero no lo voy a hacer. Voy a abandonar esta maldita casa para siempre y continuaré mi camino. Hasta los tiburones se hunden en el fondo del mar si no se mueven. Estoy ilusionado. Un mundo material lleno de oportunidades me está dando la bienvenida y no las voy a desaprovechar. Soy un devorador de objetos y, para bien o para mal, ya lo he asumido.”

El frío siberiano que había estado entrando a través del hueco en forma de mujer, había convertido la habitación en un lugar estepario e inhabitable. La historia me había mantenido tan absorto que hasta que no acabé de leer la última palabra no sentí las dolorosas puñaladas del frío. Comprendí que debía moverme rápido o me tendrían que sacar con los pies por delante. Salí del unifamiliar pensando que la lección de aceptación personal que contenía aquel cuaderno, era ciertamente extraordinaria.

           Aunque todavía son muchos los propietarios que se acercan a mi despacho para preguntarme si la historia del devorador del unifamiliar 5 es cierta, yo sigo sin contestar. Si fueran espabilados, les valdría con ver la cara que pongo cada vez que alguno de ellos sale del baño de la oficina después de haber tirado de la cadena sanguinolenta que tengo colgada en el retrete.