El día que palmó, a mi tío Valentín le quedaba tanta vida que la muerte no lo pudo matar del todo. De hecho, es la única persona que conozco que ha estado en el cielo y ha vuelto para contarlo. Hace unos días, sin ir más lejos, se presentó de nuevo en casa de mi tía para comer. No lo pudo hacer de cuerpo presente como a mi tío le hubiera gustado porque mi tía, que barruntaba su regreso, se había empeñado en dejarle bien incinerado. Aun así, mi tío Valentín volvió. Con dos cojones. Justo a la hora de comer.
Lo reconozco. A mi tío le achicharramos en un horno como si fuéramos bárbaros. Si por nosotros hubiera sido, le habríamos enterrado en un hoyo como dios manda, pero nadie se atrevió a contradecir a mi tía. “¡Al fuego y que no se hable más!”, dijo en plan sargento. “¡El sinvergüenza de vuestro tío no volverá a ponerme los cuernos ni en esta vida ni en ninguna otra!”. Fue su última palabra, así que al apuesto de mi tío Valentín le enviamos al cielo hecho unos zorros para que las ninfas celestiales no se fijaran en él. Fue la voluntad de una mujer despechada. Amén.
A mi tío Valentín le quemamos el mismo día que se despidió de todos en la cama del hospital. “Hasta luego, familia”, dijo en un tono jovial, y se quedó tieso con los ojos abiertos como platos. Todos nos miramos perplejos sin saber qué hacer. Lo que pasó después, es difícil de contar sin sentir un escalofrío. Cuando mi tía se estaba acercando para cerrarle los ojos, mi tío Valentín, sacudido por un coletazo de vida, levantó una mano y la mantuvo suspendida con el dedo índice extendido. Todos dimos un grito y nos quedamos mirando el dedo que se empezó a mover lentamente como la luz de un faro. Con la cadencia serena de un muerto, nos fue apuntando uno a uno, mientras nosotros, en medio de un fenomenal revuelo, buscábamos un escondite por la habitación como si nos fuera a disparar, hasta que, finalmente, el dedo acusador se paró señalando a mi tía. Después, mi tío Valentín se llevó la mano muerta a la cara y él mismo se cerró suavemente los ojos para quedarse tan quieto y estirado como al principio. “Asegúrese bien de que está muerto”, le dijo por tercera vez mi tía al médico que había acudido al timbre de avisos. “Señora, le puedo clavar un puñal en el corazón si quiere, pero le insisto que está más fiambre que mi abuela”, le contestó el facultativo. “Solo le digo que se asegure, que éste nos vuelve”.
Todos los familiares nos reunimos en la sala donde estaba el horno crematorio, esperando el momento solemne de la incineración de mi tío Valentín. Entró un empleado de la funeraria que parecía una fantasía animada. Tenía la inteligencia justa para pasar el día, pero hay que reconocer que cachondo era un rato. Se situó en mitad de la habitación y empezó a contar chistes y anécdotas, haciendo gala de un especial desparpajo. Al principio, a todos nos pareció que aquello estaba fuera de lugar. Sin embargo, poco a poco, nos fuimos sintiendo más cómodos. Francamente, aquel majadero nos ayudó a soltar toda la tensión acumulada. El ambiente se volvió tan desenfadado que hasta cantamos “es un muchacho excelente, es un muchacho excelente…”, agarrados como un equipo de fútbol. Más que una incineración, aquello parecía un fuego de campamentos. Después, el empleado cachondo, nos reunió junto al horno y comenzó una cuenta atrás que fue coreada por toda la familia. En pleno jolgorio, apretó el botón de ignición y sin mediar palabra, se fue rápidamente de la habitación pegando un portazo. El irreversible proceso de combustión se había iniciado. Toda la familia enmudecimos y nos miramos descolocados. Al portazo le sucedió el silencio más profundo que puedo recordar. Aunque después pudimos comprobar que aquella singular terapia festiva figuraba en la modalidad de contrato que habíamos firmado con la funeraria, la ceremonia nos dejaría a todos un sabor de boca tan extraño que nunca más hemos vuelto a comentar aquel episodio. Eso sí, a mí no me pillan en otro entierro con animador ni por casualidad.
El horno se puso inmediatamente al rojo vivo y mi tía se aplastó contra el ojo de buey para no perderse nada. Había solicitado expresamente que metieran a mi tío en el horno sin caja para evitar gastos inútiles. Yo, sinceramente pienso que mi tía no lo hizo por ahorrar, sino para deleitarse contemplando cómo todo el vigor muscular que mi tío había entregado tan generosamente a cualquier hembra que no fuera ella, se convertía en puñeteras cenizas. No hace falta decir que a los demás ni se nos ocurrió acercarnos al ventanuco. Es más, el calor empezó a ser tan intenso que nos tuvimos que separar unos cuantos metros del horno para no terminar como una patata frita. Sin embargo, mi tía aguantó abrazada al volcán como una campeona. Tan entusiasmada estaba, que ni se dio cuenta de que se estaba quedando pegada al cristal. Todos sabíamos lo que pasaba por su cabeza y nadie tuvo narices de interrumpir su momento. “¡Espectacular!, ¡grandioso!, ¡más...más…!”, gritaba enloquecida mientras se restregaba contra el horno abrasador. ¡Cómo la gozó! Yo creo que tuvo el orgasmo que siempre le negó mi tío en vida. No exagero. Hubo que utilizar la rasqueta para separarla del ojo de buey y todavía gemía de placer. En mitad de sus voluptuosas sacudidas, ni se podía imaginar que su marido, perfectamente incinerado, volvería para pedirle explicaciones por la sopita de cocido envenenada que, días atrás, le había servido para comer.
El primer impulso de mi tío Valentín cuando llegó al cielo, fue volver a la tierra para sacarle los ojos a su mujer, pero un santo bastante enrollado le hizo comprender que la venganza le haría un desgraciado para toda la eternidad. Aquel santo fluorescente le aconsejó volver para perdonar y alcanzar su mismo sosiego espiritual. Plenamente convencido, mi tío decidió regresar con la intención de escuchar tranquilamente a su mujer y echar pelillos a la mar. Al fin y al cabo, le esperaba la felicidad perpetua de todos los santos.
Las cenizas de mi tío Valentín se amontonaron cuidadosamente sobre una silla junto a la mesa del comedor. El gran Houdini hubiera vendido su alma al diablo por conocer el truco de semejante prodigio. El caso es que no había truco. Sencillamente, mi tío se había colado por una rendija de la puerta y se había apilado en una silla para esperar a mi tía. Echó un vistazo a su alrededor y se emocionó al volver a ver la foto de su boda colgada en la pared. Se fijó en la mata de pelo que lucía y se avergonzó. Ahora no era más que una montañita de polvo. Eso sí, podría competir con las cenizas del puro habano más selecto del mercado y seguiría siendo el rey, pero ya no era lo mismo. En cuanto a su mujer, nunca estuvo más guapa que entonces. Suspiró profundamente y echó de menos la época del pelo.
Escuchó la cerradura de la puerta. Su mujer estaba entrando en casa. ¡Tenían tantas cosas de que hablar! Ansioso, pensó que lo mejor sería comportarse de la forma más natural y campechana posible. Cuando mi tía entró en el comedor, la montañita de residuos orgánicos que estaba apelotonada sobre la silla, la saludó como si nada: “Hola, pichoncito. Vengo con un hambre que me muero. ¿No te quedará algo de la sopita del otro día?”, y le guiño un ojo en un gesto de complicidad que pasó totalmente desapercibido.
Mi tía se puso roja de pura rabia y soltó un chillido grandioso. Su presión sanguínea aumentó tanto que todas las ampollas y quemaduras que llevaba en la cara, se le reventaron a la vez, poniendo perdidas las cuatro paredes del comedor. ¡¡Otra vez tú, maldito!! berreó con la voz gutural de un zombi escapado de una película de dos rombos. Entonces, se agarró los bajos de la falda y salió echando leches del comedor mostrándole sus garrillas arqueadas y aquellos calcetines blancos de tenis que no se quitaba ni para dormir. Mi tío Valentín se quedó pasmado. Encogido sobre la silla, se puso a contemplar como un pegotillo viscoso resbalaba sin prisa por el cristal de la foto de la boda y le invadió una pena tan grande que en la época del pelo, hubiera roto a llorar como un niño. Retiró la mirada y pensó que, a lo mejor, no había sido tan buena idea regresar. De pronto, bajo el umbral de la puerta, apareció mi tía armada con un aspirador. Con el movimiento enérgico del rockero que pega un guitarrazo en un concierto heavy, mi tía puso en marcha el artefacto y al grito de “cerdo”, o más bien “¡¡¡¡¡cerdoooooooooooo!!!!!!”, cargó al galope contra la silla de mi tío Valentín quien se agarró, con lo que habían sido uñas y dientes, a la tapicería. Inevitablemente, el polvo fue engullido por el aspirador, que para eso se inventó. Mi tío Valentín, viéndose encerrado dentro de las tripas del monstruo mecánico, enloqueció como un poseído y convirtió el aspirador en un espasmódico obús de goma que, en medio de unos alaridos desgarradores, empezó a rebotar a la velocidad de un neutrino contra las paredes de la casa, destrozándolo todo a su paso. La insoportable escandalera duraría tres días completos.
Al tercer día, los vecinos ya no podían más y avisaron a la “Agrupación Pacífica con Antorchas” que decidió asaltar la vivienda de mi tía. Docenas de componentes de la asociación vecinal más burra del universo conocido, se reunieron en el portal y empezaron a subir las escaleras del edificio armados con palos y antorchas. Aunque mi tía se hizo fuerte dentro del piso y se defendió como una jabata, no pudo evitar que los vecinos encabronados superaran la barricada y tomaran la vivienda a la fuerza. Pero mi tía no se entregó. Cuando se vio sobrepasada, buscó la oportunidad de pasar inadvertida y se mezcló entre los cafres que estaban prendiendo fuego a su piso. Como un vecino más, cogió una antorcha y al grito de “¡a muerte, a muerte!”, se lió a quemar las cortinas de su propio salón con tanto ímpetu, que nadie dudó ni por un segundo que aquella chiflada pudiera no pertenecer al grupo de asaltantes. En seguida, las llamas fueron ganando terreno y hubo que escapar del piso. Mi tía fue la última persona en pisar la calle. Con su antorcha bien agarrada, levantó la cabeza y viendo salir el fuego por todas las ventanas de su vivienda, se sintió tan complacida que se marchó a celebrar la victoria con el resto de los vecinos, dejando dentro a mi tío Valentín que, por no querer morirse cuando tocaba, le terminaron quemando dos veces.