jueves, 28 de abril de 2011

EN BLANCO Y NEGRO

Aunque los destellos de la televisión no dejaban ningún rincón del saloncito sin iluminar, nadie parecía estar viendo aquella estupenda película de risa. Ni siquiera el brillante “gag” final, consiguió que el albino del unifamiliar 97 moviera un solo músculo del cuerpo. “¡No me comprendes, Osgood! ¡Soy un hombre!”, le decía desesperado el músico quitándose la peluca. “Bueno, nadie es perfecto”, le contestaba el viejo enamorado, justo antes de la llegada del título final. Después, la habitación se quedó sumida en el silencio. Durante un buen rato no pasó nada, hasta que una mano blanca salió lentamente de las tripas del sillón y agarró la caja del dvd que estaba encima de la mesita. El albino se la puso delante de la cara y la miró atentamente. En la carátula ponía: “la mejor comedia jamás filmada”. Lo decía bien clarito y con letra grande, pero tampoco aquella película le había transmitido ni la más mínima emoción. Se quedó pensativo y decidió que al día siguiente volvería a ver “Nosferatu”. Al fin y al cabo, todas las películas le dejaban igual de frío pero desde luego, la estética “kitsch” de su vampiro preferido, era otra cosa. Se levantó y se dirigió al cuarto de baño para asearse. Delante del espejo, se desnudó. Su frágil cuerpo era traslúcido como el alabastro y a través de la piel, pudo ver como latía su corazón rojizo. Se sintió tan vacío que pensó que mataría por poder cruzar el puente que le separaba de la humanidad. Entonces, acercó la cara al espejo y abrió la boca. Unos espantosos incisivos de vampiro se asomaron al exterior. Cogió una lima de uñas del armarito y se dio otro repaso a los dientes. Una nubecilla de polvo blanquecino fue envolviendo la pálida cara del albino hasta que, por un instante, pareció  desaparecer frente al espejo.

El albino se había refugiado en un mundo en blanco y negro porque los colores le quemaban. Su casa parecía el decorado desteñido de un teatro ambulante y solamente salía para huir de sí mismo atravesando las oscuras entrañas de la tierra con su bien aprovechado bono del metro. Escondido bajo la capucha de su sudadera negra, iba de aquí para allá observando a la gente de los vagones. Sabía que era incapaz de generar sentimientos propios y se esforzaba por compartir las emociones ajenas, pero, como si estuviera viendo una de sus antiguas películas, siempre terminaba cansado de su propia indolencia. En ese instante, le invadía la irrefrenable necesidad de reforzar su imagen y se olvidaba de guardar las apariencias. Acurrucado en el asiento, se metía la lima de uñas dentro de la sombría oquedad de su capucha y empezaba a pulir sus incisivos montando un chirrido tan fenomenal que cuando los pasajeros comprobaban que aquello no tenía nada que ver con el sistema de frenado, escapaban del vagón al galope.

Pero el día del milagro había llegado. Como todas las tardes, el albino se dirigió a la boca de metro más cercana y bajó por las escaleras hasta el subsuelo. Cuando llegó el tren, entró en uno de los vagones atestados de viajeros. En seguida se fijó en un joven negro que le resultó extremadamente cómodo de mirar. Iba vestido con una reluciente camisa blanca de cuello abierto, un brillante traje negro con la punta de un pañuelo blanco saliendo de su bolsillo superior y unos zapatos negros recién encerados. Estaba sentado y llevaba una caja de terciopelo negro sobre sus rodillas. Todo era tan blanco y negro que la estampa resultaba una delicia para la vista. No como la chica que estaba un poco más allá. Se trataba de una hembra tan bien parida como la Marilyn de “Con faldas y a lo loco”, pero su ajustado vestidito rojo chillón la convertía en un puro tormento. Sin duda, el negro no pensaba lo mismo porque no podía quitarle la vista de encima. Pero el auténtico chispazo se produjo en el instante en que las miradas de los dos pasajeros se cruzaron. Algo parecido a un “big bang” lo iluminó todo. Cuando la Marilyn se bajó del vagón, el negro empezó a golpetear suavemente la caja aterciopelada con las puntas de los dedos de su mano derecha creando un curioso ritmillo musical. También el negro llegó a su parada y el albino le siguió. Salieron a la calle y, con disimulo, fue detrás de él hasta que entraron en un club de jazz repleto de gente. Allí le perdió la pista. El albino se sentó en la última mesa sin retirarse la capucha de su sudadera. De pronto, los focos iluminaron el escenario y entre el humo de los puros habanos, apareció el negro liderando su banda. Hizo una señal a sus compañeros para que lo dejaran solo y sacó una trompeta de la caja de terciopelo negro. Lo que sucedió después es imposible de explicar con palabras. La melodía más inspirada que se pueda imaginar empezó a fluir de la trompeta. Los hábiles dedos del trompetista interpretaron con maestría la pieza que había compuesto hacía solo unos minutos. Los clientes, acostumbrados a conversar mientras escuchaban de fondo clásicos de Davis o Gillespie, dejaron de hablar fascinados por la belleza de la música original que estaba sonando. Hasta el trompetista negro estaba impresionado por la facilidad con la que estaba transmitiendo al auditorio la emoción que su corazón había vivido en el subsuelo de la gran ciudad. Pero el auténtico prodigio se produjo en el cuerpo, hasta entonces deshabitado, del albino del unifamiliar 97. Los fuertes sentimientos que embargan a un enamorado, se estaban desatando en su interior como un torbellino y, por primera vez en su vida, sintió unas ganas incontenibles de reír y de llorar a la vez. No hizo nada para evitarlo. Se dejó llevar por la preciosa melodía de la trompeta y, escondido bajo su capucha, rió y lloró sin control.  

 Al día siguiente, después de su cita con “Nosferatu” y el repaso diario a sus incisivos, el albino salió de su unifamiliar y puntual como un reloj, bajó a las entrañas de la ciudad en busca del trompetista y su chica. Casualmente, los encontró en el mismo sitio del mismo vagón y en la misma postura que el día anterior. Ninguno de los dos había querido cambiar ni un ápice las circunstancias de su flechazo. El albino tomó posiciones para contemplar con atención la segunda parte de aquella historia de amor. La pareja se buscó con la mirada y compartieron una sonrisa mágica que hizo desaparecer a todos los pasajeros del vagón. El trompetista le cedió su sitio galantemente a la chica y empezaron una animada conversación que solo fue interrumpida por la voz robótica que anunciaba la llegada de la parada de la Marilyn. Cuando se despidieron, milagrosamente, el vagón se volvió a llenar de gente. El albino pudo ver como el trompetista se sentaba y, sobrado de inspiración, comenzaba a mover sus dedos sobre la caja de la trompeta como si estuviera escribiendo una carta de amor en una máquina de escribir imaginaria. La melodía que aquella noche brotó de la trompeta del trompetista fue grandiosa. El albino, sentado en la última mesa del club, pudo estremecerse hasta babear. La intensidad de la música le hizo superar todo lo vivido la noche anterior y se sintió el protagonista absoluto de aquella bonita historia de amor. Por un momento, el albino rozó la felicidad.

La noche posterior, acudió directamente al club de jazz pero el trompetista no salió a escena. Alguien comentó que esa era su noche libre, así que volvió a la siguiente. Esta vez, el albino se sentó en primera fila y el corazón le dio un vuelco cuando los focos iluminaron nuevamente la estampa del trompetista. Estaba preparado para escuchar con atención. Quería saber qué  había pasado la noche anterior. Muy despacito, el artista limpió con el pañuelo blanco la boquilla de la trompeta y se la apoyó cuidadosamente sobre los labios humedecidos. La melodía surgió con una pasión tal, que el albino empezó a sudar acalorado desde la primera nota. Sonaba voluptuosa y sensual, y el albino pudo ver claramente como el negro y la Marilyn follaban como animales. En mitad del frenesí, notó que el apéndice blanquecino que solo utilizaba para mear, se endurecía de una forma extraña y novedosa. Lo apretó con las dos manos contra el pantalón pero la tensión muscular no cedió. Se asustó mucho y se levantó tirando la silla para atrás. Encorvado y con la capucha puesta, fue sorteando las mesas en un recorrido hacia la salida que le pareció eterno. Alcanzó la calle y caminó hasta que dejó de escuchar la melodía de la trompeta. Entonces, se apoyó en la pared, abrió las piernas y se miró aliviado. El bulto se estaba desinflando. Tampoco le importó que lo estuviera haciendo tan lentamente porque, la verdad, no se podía decir que aquella transformación física hubiera sido dolorosa sino, más bien, todo lo contrario. Siguió caminando calle abajo mientras su cabeza encapuchada no paraba de dar vueltas a todos los acontecimientos vividos en los últimos días. ¿Sería capaz de generar sus propias emociones sin la intervención prodigiosa de las melodías del trompetista? Vio a una indigente sentada en el suelo y decidió hacer la prueba. Estaba vestida con unos harapos, llevaba el pelo muy pringoso y sus manos mugrientas tenían las uñas largas y sucias. Se acercó a ella y se inclinó lentamente. Sentir lástima de un ser tan miserable debía ser pan comido, pero por mucho que se esforzó, no lo consiguió. Cuando la indigente vio arrimarse a su cara aquella especie de ameba, pensó que los extraterrestres la habían venido a buscar y comenzó a retroceder arrastrando el culo hasta quedar aplastada contra la pared. El albino se acercó tanto que pudo contar todas las costras de la cara de la mendiga sin dejarse ni una. Luego, cerró los ojos y respiró profundamente su asqueroso olor, pero no sintió ni pizca de compasión. Apuró todavía más la situación. Sacó una moneda y la echó en la lata, pero tampoco sintió ningún tipo de satisfacción por la buena obra realizada. Frío como el hielo, se irguió y siguió andando calle abajo. Cuando la indigente le perdió de vista, se puso a rebuscar con la cuchara en la lata de judías que se estaba comiendo pensando que poco le hubiera costado al marciano de los cojones, echar la moneda en el plato de la limosna.  

Aquella noche, el albino no pegó ojo. Su cabeza estuvo pensando a la velocidad de la luz. El ensayo con el mendigo había demostrado que no podía generar emociones por sí solo y que dependía del trompetista. Sus inspiradas melodías le habían hecho sentir, paso a paso, lo que significaba estar enamorado, pero sospechaba que en la vida había más cosas que el amor y una idea fue tomando forma en su cerebro: si la chica desaparecía, el trompetista tendría que buscar otras fuentes de inspiración y él podría seguir experimentando sin freno. Una idea tan malvada pudo emerger sin dificultad en el ánimo del albino porque no tenía conciencia. Al fin y al cabo, la conciencia surge de la relación con los demás, y el albino vivía aislado en un mundo en blanco y negro. Sin ningún remordimiento, el albino decidió cargarse a la chica. Así de simple.

La guapa Marilyn no se podía ni imaginar que le quedaban segundos de vida. Se despidió del trompetista negro con un beso llamándole cariñosamente “angelito de Machín”, y salió del vagón del metro. En el andén, se dio media vuelta y los dos se miraron ilusionados hasta que la puerta automática cortó el mágico vínculo. No se volverían a ver. El convoy del trompetista partió de la estación y se alejó a toda velocidad por el túnel de salida. Poco después, el convoy del accidente apareció por el túnel de llegada sin poder evitar el brutal impacto. Una mano blanca había empujado a la chica del vestidito rojo a las vías y la bonita historia de amor saltó en pedazos.

El albino sin conciencia estaba delante del espejo del baño limándose los incisivos convencido de haber hecho lo correcto. Cada noche, desde el topetazo de la chica, se acercaba hasta el club de jazz esperando disfrutar de una nueva experiencia musical, pero el trompetista estaba desaparecido. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Sin embargo, algo le decía que aquella noche iba a ser especial. Puso cuidado en dejar sus dientes bien pulidos y cogió el metro en dirección al club de jazz. La mesita de su rincón preferido estaba vacía, así que se sentó y esperó. No habrían pasado ni cinco minutos, cuando los focos se movieron y apuntaron al escenario. Entre nubes de luz, apareció el trompetista perfectamente conjuntado en tonos blancos y negros. Sin decir nada, se llevó la trompeta a la boca y empezó a soplar. Las primeras notas salieron disparadas como flechas y un dolor insoportable sacudió al albino que se retorció como un perro apaleado. En ese mismo momento, pudo comprender que alguna experiencia vital del trompetista había sido tremendamente dolorosa, pero no acertó a entender el motivo de semejante daño. No hubo tiempo para más razonamientos. El trompetista continuó interpretando su triste melodía de una forma tan desgarradora que el albino sufrió un calvario indescriptible. El desconsuelo que se escondía tras cada nota de la balada se fue clavando en el cuerpo del albino como las furiosas dentelladas de una jauría de lobos. Aunque se tapó los oídos, no consiguió dejar de escuchar la trompeta. Desesperado, salió del club y echó a correr calle abajo hasta que cayó al suelo hecho un ovillo. No había escapatoria. La trompeta estaba ya dentro de su cabeza y la melodía no cesaría hasta el final. El desdichado albino que había nacido sin conciencia, murió sin comprender el terrible dolor que había causado a los demás.

La indigente de las costras en la cara, se acercó despacito al bulto negro que yacía en mitad de la calle y reconoció al marciano. Miró a su alrededor y no vio ninguna nave espacial, así que le pegó unas pataditas en los costillares y cuando comprobó que estaba bien muerto, le metió sus manos roñosas en los bolsillos. Sacó una lima de uñas que le pareció bastante corriente para ser de una civilización tan avanzada y se la guardó. Luego, sin ninguna prisa, se puso a caminar calle abajo. Iba pensando que, con un poco de esmero, podría llegar a tener las manos como las actrices de las películas en blanco y negro que veía con sus padres, cuando todavía era la princesita de la casa.