viernes, 3 de agosto de 2012

LA MÁQUINA BONITA



Viendo toda aquella escabechina, pude revivir sin dificultad, mi primera operación quirúrgica que se había realizado, unos meses antes, en esa misma habitación. Fue durante la jornada de puertas abiertas que el Superdotado del unifamiliar 35 organizó en el quirófano que se había montado en su saloncito. Durante más de un año, el propietario había permanecido aislado del mundo trabajando en otro de sus misteriosos proyectos, así que cuando recibimos la invitación numerada para asistir a su presentación, nadie de la urbanización se la quiso perder. Mi invitación tenía, casualmente, el número que siempre me ha acompañado durante mi vida escolar. El día del evento, me puse en la fila de entrada al unifamiliar 35, con mi numerito 36 en el bolsillo. Mi manía de entretenerme contándolo todo, me sorprendió en el puesto 37 de la cola. Los vecinos fueron entrando al unifamiliar y, en un periquete, me planté en la puerta pensando que algo relacionado con el número 38 debía estar a puntito de caer. Desde luego, nada que ver con la edad de la guapísima azafata del vestido ajustado que me recibió en la entrada con una copa de champán. Ni un maquillador de películas de zombis hubiera conseguido que aparentara más allá de los treinta. Era joven y hermosa. Muy joven y muy hermosa, pero más torpe que un cerrojo. Le faltó un pelo para que me derramara todo el champán encima. De hecho, fui de los pocos que se libró del bautismo alcohólico. Y es que ofrecía la copa de bienvenida con unos movimientos tan mecánicos, que la mayoría de los invitados acabaron como sorbetes. Por supuesto, la azafata se convirtió en el tema principal de conversación entre los grupillos de maromos que, de una forma natural, nos fuimos amontonando alrededor de la mesa de las bebidas. Entre vinos y cervezas, ni siquiera los que más apestaban a champán, dejaron de hacer comentarios gloriosos sobre el maravilloso tipito que se escondía bajo ese vestido ajustado que sus mujeres nunca podrían ponerse ya ni con calzador. Un poco más allá, las consortes, convencidas de que sus orgullosos esposos estarían poniendo a parir a la azafata patosa, seguían devorando canapés sebosos alrededor, también, de la mesa adecuada.



Una voz femenina de parque temático, rogó por megafonía a los distinguidos invitados que fuéramos pasando al salón principal. Empezamos a desfilar impacientes por ver la sorpresa que nuestro anfitrión nos tenía preparada. Cuando entré en el gran aposento, me pude sumar a la exclamación general de admiración. Había motivos. En la habitación donde todas las personas infradotadas tenemos las chorradas propias de un saloncito, el Superdotado se había montado un quirófano. Sí, sí, un quirófano que además resultaría perfectamente operativo, como todos pudimos comprobar poco después de que se cerrara la puerta de golpe tras la entrada del último visitante.



El portazo retumbó en toda la sala creando el desconcierto. Entonces, la voz sugerente anunció que se iba a realizar un sorteo para elegir al “paciente de la fiesta”. Dijo que el llamado “paciente de la fiesta” debería tumbarse, sin rechistar, en la reluciente mesa de operaciones. Sería imposible contar todo lo pasó por la cabeza de cada asistente, pero el resultado colectivo fue alucinante. La tensión ambiental provocó que, como si fuéramos un grupo de cristianos esperando a ser devorados por los leones en una película antigua de romanos, todos empezáramos a cantar repartiéndonos las armonías de una forma tan magistral que aquello hubiera podido dejar en pañales al mismo coro celestial. Empujados por un extraño delirio interior, nos mirábamos pasmados sin poder evitar que nuestras voces entonaran hosannas y aleluyas de una forma prodigiosa. Y en perfecto latín. ¡Qué más puedo contar! El chaval que tenía a mi lado, que llevaba puesta una camiseta de AC/DC, lo estaba pasando tan mal que me suplicó que, por dios, le diera un golpe seco en la nuca. Y me lo pedía con una voz de barítono que quitaba el sentido.



Cuando nuevamente intervino la suave voz de la megafonía, los cánticos se acallaron y todos prestamos atención: “El paciente de la fiesta corresponde al número…treinta y…”. Reconozco que pensé que había llegado el momento del número 38 y que el vecino que lo poseyera estaba jodido. Pero no. La voz no nombró para nada al 38. El desgraciado agraciado fui yo. Al escuchar mi número, entré en estado de “shock”. Me contaron que levanté automáticamente el dedo y como abducido por algún raro espíritu escolar, pasé por entre los propietarios con los ojos en blanco hasta llegar a la mesa de operaciones mientras repetía sin cesar: “…el 36, a la pizarra…el 36, a la pizarra.”



Volví en mí e instintivamente moví las piernas lo más rápido que pude para escapar, pero no conseguí avanzar ni un paso. Estaba sentado sobre la mesa del quirófano, balanceando frenéticamente las piernas, mientras el Superdotado, a medio centímetro de mí, no paraba de observarme con una enigmática sonrisa. Sentí un escalofrío. Me palpé de forma espasmódica el cuerpo y respiré aliviado al comprobar que todo estaba en su sitio.



-No, no se preocupe, señor Administrador. Usted no va a ser el “paciente de la fiesta”, aunque tengo que reconocer que ha sido francamente interesante verificar como su reacción confirma mi teoría -, dijo el sabio dándome una palmadita en la espalda.



Pensé que podía meterse su teoría por el culo, pero claro, solo lo pensé. Mientras sintiera el frío acero de su mesa de operaciones en el mío, sería tan manso como un apóstol.



-Bien, empecemos con la operación -, dijo el Superdotado a través del micrófono que sobresalía de la solapa de su bata blanca. Hizo una señal con la mano y la misma azafata angelical que nos había dado la bienvenida bañándonos en champán, salió de una puerta y se acercó hasta la reluciente mesa de acero inoxidable. Me levanté y ella ocupó mi lugar. Me miró un instante. No transmitía ninguna inquietud. Todo lo contrario. Su mirada era tan calmada, que resultaba casi vacía. A otra señal del maestro, la chica guapa se tumbó boca arriba mostrando su desamparado cuerpo. Mi corazón se aceleró. Presagiaba algo horrible. Horrible, y a la vez, asombroso. La ceremonia siguió su curso. El Superdotado realizó las presentaciones pertinentes mientras mostraba un reluciente bisturí a todos los asistentes: “Os presento a Penélope. Bienvenida, Penélope. Te voy a abrir de arriba a abajo. ¿Te importa?”. Ella negó dulcemente con la cabeza y el Superdotado, sin más cháchara, le clavó salvajemente el estilete empujando con las dos manos. Entró por la garganta y rajó con toda su fuerza hasta el vientre. No me dio tiempo ni a taparme la cara. En mi vida he gritado tanto. Ni tanto, ni tan acompañado. Miles de alaridos salieron de las gargantas de los invitados y dieron la vuelta al mundo hundiendo barcos y derribando aviones. Cuando la madre de todos los huracanes volvió al saloncito convertida en una tormenta tropical, más de uno se había desmayado del esfuerzo.



-Calma, convecinos, que no cunda el pánico -, iba diciendo el Superdotado con su bata hecha un cristo -. Por favor, vuelvan a sus sitios. Tengo la intención de explicarlo todo. Calma.



Sí, sí, calma…un vecino salió pitando y se estampó contra la puerta de salida que seguía cerrada a cal y canto. Al menos, su sacrificio sirvió para darnos cuenta que serenarnos era la única opción. Cuando al cabo de unos minutos, el Superdotado entendió que el ganado se había tranquilizado, inició su exposición sin quitarse la bata de carnicero loco.



 -Veréis…durante estos largos meses, he estado trabajando en la creación de un ser humano que no tuviera origen biológico pero que contara con todas las peculiaridades propias del hombre. He intentado crear, por así decirlo, vida artificial. Pues bien…reconozco que he fracasado rotundamente. Todos lo hemos podido comprobar hace un momento. ¿Alguien ha visto a Penélope asustada? Seguro que no. Por el contrario, aquí tenemos a nuestro pobre Administrador que está como un flan. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque lo que tenéis sobre la mesa no es humano, es una simple máquina sin sentimientos de ningún tipo. Un androide con apariencia humana preparado para obedecer. Se podría decir que Penélope está más cerca de la “retrotostadora” que os presenté en la pasada reunión, que de cualquiera de nosotros. -



 Con el elegante swing de un batería zurdo, el Superdotado había cambiado el compás de su exposición para incluir una intencionada alusión a la “retrotostadora”. Sabía que todos estábamos muy orgullosos de su último invento. Medio mundo ya lo utilizaba para ablandar el pan tostado del desayuno al gusto, y a todos se nos llenaba la boca contando que aquella máquina prodigiosa era obra de un vecino de nuestra comunidad. El resultado fue que a partir de ese momento, la charla prosiguió en un clima de mayor complicidad. Desde luego, el Superdotado de tonto no tenía ni un pelo.



-Como podéis observar, el rasgo de la cara de Penélope después de clavarle el bisturí, es de dolor. Sin embargo, no ha sentido dolor alguno. Es una mera reacción electrónica. Y si ahora le rasco en la axila, sonreirá -. Así lo hizo y Penélope plantó una sonrisa en el rostro.- ¿Alguien cree que esta especie de cafetera siente felicidad simplemente porque sonríe? Pues, no. No siente nada. Solo es una mezcla de piezas electrónicas, cables y fluidos químicos encerrados dentro de un revestimiento de látex. Podrá tener todas las respuestas mecánicas que yo mismo quiera incorporarle, pero es imposible dotarla de sentimientos -.



La audiencia estaba boquiabierta y el Superdotado prosiguió: “También querría disculparme por el fallo mecánico que ha mojado a más de uno. Si hay algún culpable, ése soy yo. Penélope es, digamos, un ser vacío.” A estas alturas de la conferencia, los asistentes estaban absolutamente entregados y el sabio concluyó su exposición: “Podéis ir tirando todos vuestros libros y películas de ciencia-ficción a la basura. Os aseguro que nunca veréis llorar a un androide en una azotea bajo la lluvia.”



La fuerza de la exposición había sido de tal contundencia que todo el aforo terminó riendo y aplaudiendo de una forma enloquecida mientras Penélope, abierta por la mitad como un conejo, mantenía la sonrisa congelada de un maniquí. Sin atreverme a mirar, estiré con disimulo la mano y le arranqué una cajita metálica llena de aceite que después coloqué en una vitrina de mi saloncito como recuerdo. De alguna manera, yo también admiraba al repelente niño Vicente, aunque me hubiera dejado el calzoncillo, sin pundonor lo digo, cagadito.



De nuevo, el Superdotado se enclaustró, como un ermitaño, dentro de su unifamiliar. Los propietarios estaban encantados porque pensaban que la urbanización pronto volvería a salir en la portada de todos los periódicos por la invención de algún otro electrodoméstico milagroso. Yo no lo veía tan claro. De hecho, me hubiera apostado una cena con cualquiera de ellos a que el Superdotado seguía jugando con la vida como un dios. Y esta idea me preocupaba porque no podía imaginar una amenaza mayor para la comunidad que administraba que el cerebro desequilibrado de un superdotado funcionando a pleno rendimiento.


Hasta el día del ahogamiento, el verano transcurrió de una forma pesada y monótona. Penélope era la única atracción. La máquina bonita había sido reparada en la mesa del quirófano y lucía un esplendor sin igual. Pronto se convirtió en la niña tonta de la urbanización. Programada para cumplir un horario estricto, a las once en punto de la mañana salía del unifamiliar 35 en bikini y se dirigía al recinto de la piscina donde extendía una toalla en el césped y se tumbaba a tomar el sol. Su preciosa piel artificial estaba preparada para ir pillando un progresivo bronceado sin tener que tomar ningún tipo de precaución. De vez en cuando, ante la mirada expectante de los propietarios, cambiaba de postura. Todos esperaban el sublime instante en el que Penélope se quitaba la parte superior del bikini y mostraba sus increíbles tetas. El Superdotado, en un acto de infantil perversión, había programado el destape de una forma temporalmente aleatoria consiguiendo mantener al sector masculino de la urbanización en vilo durante todo el día. Tanto tiraban aquellas dos tetas que muchas familias se quedaron sin veraneo porque los padres hipnotizados no quisieron moverse de la urbanización. Puede parecer exagerado, pero os aseguro que aquellas dos tetas hacían de Penélope la máquina más bonita del planeta. Y además, era disciplinada. Aunque diluviara, el artilugio impermeable aguantaba sobre la toalla hasta que su contador interno le avisaba que había llegado la hora de volver a casa. Siempre, a las ocho en punto de la tarde, se ponía de pie, recogía su toalla y salía del recinto de la piscina. Pero el último jueves de agosto, sobre las cinco de la tarde, se levantó un viento helador y el cielo se puso tan negro como el carbón. Entonces, la máquina bonita elevó la vista y, como si hubiera adquirido conciencia de su propia existencia, se levantó antes de la hora programada y se dirigió hacia su casa en busca de refugio.



Por el camino se tropezó con el Superdotado que había salido por sorpresa de su guarida. Llevaba meses trajinando en su nuevo proyecto y presentaba una imagen alarmante. Más pálido y despeinado que el espectro de Einstein, cogió en silencio la mano de la bella Penélope y ambos se volvieron al recinto de la piscina. Todo el mundo se había guarecido dentro de sus casas y en la zona verde solamente se encontraba el niño del unifamiliar 53 que estaba en el bordillo de la piscina rellenando su pistolita de plástico. El Superdotado se acercó al pequeño y lo empujó torpemente al agua con el pie. La trágica escena que aconteció después, tuvo al cielo negro como perfecto telón de fondo. En el centro del escenario, el creador y su obra observaron desde el borde de la piscina el amargo espectáculo de la supervivencia sin hacer nada. Los esfuerzos del pequeño por mantenerse a flote se fueron agotando hasta que, tras el último remolino, el agua se cerró mostrando, como un cristal, el cuerpecito del niño perdiéndose hacia el fondo. El Superdotado se agachó y cogió la pistola de plástico. La miró y soltó un chorrillo de agua al aire. Impasible, agarró a Penélope de la mano y tiró de ella, pero la máquina bonita, más impresionada que su propio creador, se resistió a abandonar el lugar. El cielo oscuro empezó a dejar caer las primeras gotas que salpicaron la superficie de la piscina deshaciendo en mil pedazos la imagen del ahogado. Finalmente, el creador y su obra, difuminados como fantasmas bajo un manto de lluvia, se alejaron del recinto de la piscina y entraron en el unifamiliar 35 del que nunca volverían a salir.



Nadie se enteró de nada. Solo la abuela de los 157 años, desde el balcón de su unifamiliar, creyó ver al Superdotado en el recinto de la piscina en el preciso instante en que se desataba la terrible tormenta de las cinco de la tarde del último jueves de agosto. Sin embargo, nadie la creyó. Al fin y al cabo, se trataba de una revieja de vista cansada que, en opinión de muchos de sus convecinos, debería estar ya plantando malvas desde hace años.



El Monaguillo supo que había llegado su momento y estuvo, durante toda la mañana del día siguiente, practicando mentalmente la cadencia que debía dar a la campana de la torre de la urbanización para que sonara a muertos. Por la tarde, ejecutó su trabajo con tanta precisión que cada campanada se nos clavó como una lanza. Fue angustioso. Todos sentimos muchísimo el lamentable suceso. Pero hubo alguien que lloró tanto que hubiera podido volver a inundar Nueva Orleans con sus lágrimas. Al Energúmeno le atormentaba la idea de haber salvado del incendio al pequeño del unifamiliar 53 para que muriera ahogado en la piscina. Se sentía tan responsable que una tarde no pudo soportar más el dolor de la culpabilidad y teniendo conocimiento de lo que la revieja del unifamiliar 14 iba contando por ahí, rompió el cristal de una ventana del unifamiliar del Superdotado y entró para buscar respuestas. Cuando se topó con la pistola de agua del niño sobre una mesa, supo que la historia que contaba la abuela de los 157 años era cierta y sintió como si la descarga de un ejecutado en la silla eléctrica le atravesara de lado a lado.



El Superdotado se encontraba en el baño poniéndose guapo para su propia fiesta de cumpleaños, cuando vio reflejada la cara rabiosa del Energúmeno en el espejo. Sin embargo, la inquietante imagen no le produjo ningún sobresalto. El bruto lo agarró con furia de los pelos y lo arrastró por el suelo del pasillo hasta llegar al quirófano. Camino del calvario, el Superdotado no sintió ni pizca de miedo. Después, sobre la mesa de operaciones, tampoco sintió dolor. Ni siquiera su propia indiferencia le llegaría a sorprender lo más mínimo.   



Solamente un servidor sabía que la abuela de los 157 años era un extraño portento de la naturaleza. Cuantos más años cumplía, más fuerza y agudeza sensorial iba adquiriendo, así que sospechando que el Superdotado realmente podría tener algo que ver en el ahogamiento del niño, me dirigí a su unifamiliar dispuesto a pedirle explicaciones. Llamé a la puerta y al no recibir respuesta, me colé por la misma ventana que poco antes, había roto el Energúmeno para entrar. Exactamente la misma por la que el bruto había escapado absolutamente aterrado unos segundos después, aterrado por lo que yo estaba a punto de descubrir.  



Aquella ventana rota era mi punto sin retorno. Ya dentro del unifamiliar 35 mi instinto me llevó directamente al quirófano y me encontré con el Superdotado, todavía caliente, separado en dos. Yacía abierto en canal sobre la mesa de operaciones completamente despanzurrado. Su cuerpo era una confusión de carne humana, prótesis de acero y cables electrónicos. Aquella tremenda escabechina me hizo revivir sin dificultad la jornada de puertas abiertas que acabó con la máquina bonita también destripada. Me tomé unos segundos de reflexión y entonces lo vi todo claro. Sobre la mesa de acero se encontraba, ni más ni menos, que el nuevo proyecto del Superdotado. Obsesionado con su anterior fracaso, se había atrevido a invertir el proceso en su propia persona. Esta vez, no había pretendido dotar de sentimientos a una máquina, sino que había intentado robotizar su cuerpo hasta extraerle la humanidad. El asunto era fascinante. Quería saber más. Me atreví a hacerle cosquillas en el sobaco. La respuesta a mi estímulo externo no se hizo esperar. El sistema electrónico del Superdotado se puso en funcionamiento y una sonrisa se marcó en el rostro del sabio. Era la misma sonrisa mecánica y fría que Penélope nos había mostrado el día de la conferencia. El Superdotado había logrado convertirse en otro ser vacío. Me imaginé el susto morrocotudo que debió llevarse el Energúmeno cuando se encontró con todo aquello y esbocé una pequeña sonrisa que se perdió entre despojos deshumanizados.



Seguía ensimismado en mis cavilaciones, cuando escuché un par de disparos que resonaron en mi cabeza como las campanadas a muertos del Monaguillo. Creí que había llegado mi hora, pero en lugar de eso, una lluvia de confeti y serpentinas me envolvió con su colorido. Tras la cortina festiva, apareció Penélope con una camiseta blanca muy ajustada donde, entre las ondulaciones de sus dos maravillosas tetas, podía leerse: “Feliz 38 cumpleaños, amo”. Pensé que el destino es un hado caprichoso cuando me había llevado hasta ahí solo para revelarme el número correlativo de mi serie. Pero no estaba en situación de pensar mucho más. La máquina bonita siguió avanzando y me arrinconó contra la mesa de operaciones donde yacía su creador con una sonrisa congelada. Entonces, me miró fijamente. Sus ojos penetrantes me congelaron la sangre. No quedaba nada de la mirada vacía que me había cruzado el día que la abrieron como a un conejo. Aunque su cara era inexpresiva como una careta veneciana, su mirada me transmitió la esencia del dolor absoluto. Penélope había permanecido escondida tras una vitrina del quirófano asistiendo a la desconexión salvaje de su amado creador y de alguna forma, la horrible visión le había afectado. De hecho, la máquina bonita hubiera roto a llorar como un niño si algún desalmado no hubiera profanado su cuerpo arrancándole de cuajo el sistema electrónico del llanto. La cajita metálica, que ahora decoraba mi saloncito como una chorrada más, no contenía aceite sino las lágrimas de una máquina vulnerada.



Penélope, sin capacidad mecánica para mostrar su tristeza, además estaba condenada a celebrar el cumpleaños feliz de su querido padre recién muerto, así que cuando la programación electrónica le obligó a ofrecerme, de forma seductora, una copa de champán y a regalarme una preciosa sonrisa, se sintió tan violada que desafió a su propia naturaleza con todas las fuerzas que encontró. Entonces, la máquina bonita se bloqueó ruidosamente y empezó a temblar sin control como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Cientos de chispazos azules se fueron encendiendo por aquí y por allá, hasta que su bella figura quedó rodeada por unas enormes llamaradas que terminaron por consumirla completamente.



En un santiamén, el quirófano del superdotado se había convertido en la caldera de Pedro Botero. Sin posibilidad de huir, me mantuve aplastado contra la pared con las piernas y los brazos extendidos como un cuadro del hombre de Vitruvio. Del hombre abrasado de Vitruvio, quería decir, porque cuando me conseguí despegar y comprobé la claridad de mi propia silueta remarcada en la pared, tuve la certeza de que estaba socarrado como un cerdo. Pero cuando, entre la humareda, apareció el armazón, todavía en pie, de la pobre Penélope, me olvidé de todos mis males. Como una bruja condenada a la hoguera, se había mantenido firme hasta el final. La miré y me atravesó la misma compasión angustiosa que siento cuando veo un documental de los desnutridos niños del tercer mundo. Sí, sí, por una simple máquina, lo sé. Mil perdones.



El misterio estaba resuelto y ya no pintaba nada allí. Había llegado la hora de salir del unifamiliar 35. Me di media vuelta y vi la botella de champán. Pensé que, después de tantos sobresaltos, un trago me sentaría bien. Llené con cuidado una copita hasta el borde y la levanté en señal de respeto ante los resto de la bella Penélope. En ese momento, tuve un impulso irracional y me la vacié directamente sobre la ropa. Fue un tonto homenaje que me reconfortó plenamente. Hay cosas que no tienen explicación.



Ya han pasado 39 días desde que la urbanización saliera en la portada de todos los periódicos y no paro de darle vueltas a la cabeza. Cada mañana sigo quedándome atontado, observando como mi “retrotostadora” vuelve tierna la rebanada de pan tostado. Es un prodigio que me recuerda a la máquina bonita que se negó a continuar viviendo como un ser vacío, y me pregunto si llegará el día en que el lunático plan del Superdotado pueda, después de todo, funcionar.