Ya
había anochecido y a través de los cristales del laberinto, pude ver como miles
de policías armados con mazos, esperaban una señal para entrar a rescatarnos.
Aunque sabía que el efecto óptico del entramado de espejos multiplicaba su
número, semejante visión me sobrecogió. Uno de ellos dio un paso adelante, se
levantó la visera del casco y se arrimó el megáfono a la boca. Casi nos deja
sordos, pero todas las personas atrapadas pillamos claramente la idea; debíamos
cerrar los ojos y permanecer quietos. Entonces, se escuchó un pitido y los
policías penetraron a mazazo limpio dentro del laberinto de los espejos. Una
brillante lluvia de cristales nos envolvió y algunos niños empezaron a llorar.
El estrepitoso estallido de los paneles de vidrio fue aumentando de intensidad
hasta encubrir los lamentos. El ruido se hizo insoportable y me tapé los oídos
rogando que todo acabara lo antes posible. Poco a poco, la brutal escandalera,
que había mantenido en vilo a todos los visitantes del parque de atracciones,
fue remitiendo hasta que volvimos a escuchar con nitidez, los llantos
infantiles. Abrí los ojos y pude ver las caras asustadas de los encerrados que,
cumpliendo con las instrucciones del tío voceras, habían permanecido quietos
como estatuas. Entonces, una corriente de aire fresco penetró en la jaula
arrasada y acarició nuestros rostros para recordarnos que éramos libres de
nuevo.
Nadie
olvidaría fácilmente, el día de la inauguración del parque de atracciones. La
policía había tomado el control y conforme íbamos saliendo del laberinto, nos
fue conduciendo hacia un lateral. Allí nos congregamos todos los rescatados:
los niños, los padres de los niños y algún que otro imbécil como yo, que
habíamos entrado en el laberinto alertados por los angustiosos gritos que
pegaban los niños y los padres de los niños al no poder encontrar la salida.
Según llegábamos, un agente con pintas de bobo nos marcaba una cruz en todo el
pecho con una brocha de pintura indeleble mientras nos iba numerando a grito
pelado. Los liberados estábamos tan agradecidos que a ninguno se nos ocurrió
quejarnos por la sacudida pictórica que mandaría toda nuestra ropa directamente
a la basura. Ya le vale al bobo. Para contar treinta de nada. Ni que hubiéramos
sido treinta mil. Treinta. Ese era el número exacto de personas rescatadas del
laberinto de los espejos. Sin embargo, las caras de mosqueo de los policías
reflejaban que algo no encajaba. Efectivamente, el único contador instalado en
la puerta de acceso al laberinto marcaba treinta y una entradas. En el
interrogatorio posterior, todos juramos y perjuramos que no habíamos visto
salir a ninguna persona de su interior. Estábamos ante un misterio que el
informe policial se encargó de clarificar de un plumazo. La conclusión oficial
determinó que el laberinto se había tragado a uno de los nuestros. Así de
simple. Caso cerrado, pero no para mí, claro.
La
policía se marchó satisfecha con el disparatado resultado de su trabajo, y los
treinta liberados nos dirigimos a la barraca del “fast food”, con más hambre
que el perro de un afilador. Algunos llevábamos desde la mañana sin probar
bocado, así que lo de pasearnos por mitad de la feria como unos becerros
marcados, nos importó un bledo. Entre nosotros, se encontraba un miembro de la “Agrupación
Pacífica con Antorchas” de la comunidad que yo administraba. El propietario
llevaba un buen rato intentando consolar a su hijo que no paraba de sollozar a
moco tendido. Estaba tan cabreado que moviendo el puño sobre su cabeza
prometió, por su pimpollo allí presente, que el creador de la maldita atracción
lo iba a pagar caro. Todos sabíamos quién era. Se había hecho famoso por
proyectar una cadena de centros comerciales tan enrevesados que era necesario
alquilar un localizador GPS en la entrada si querías cenar en casa. Tener que
recurrir a un artilugio lleno cuadrantes de colorines para no perderse por los
pasillos de un supermercado, es la idea más tonta que puedo recordar, pero este
juego, lejos de ahuyentar a los clientes de los centros, había conseguido que,
diariamente, se agolparan delante de las puertas de entrada, horas antes de su
apertura. La gente descerebrada es soberana e imprevisible y había dispuesto
que los centros comerciales “Puerto Desconcierto” funcionaran a pleno rendimiento.
Ahora, el maquiavélico diseñador esperaba repetir los espectaculares resultados
económicos en otros sectores. El ocio en los parques, sin ir más lejos. Si las
montañas rusas habían pasado de hacer cosquillitas en el estómago a
proporcionar auténticos momentos de terror, y su número de usuarios se había
multiplicado, ¿qué valiente no se vería tentado a pagar una entrada por
encontrar la complicadísima salida de un laberinto casi hermético?
Me
había dado tantos cocos contra los cristales y había visto repetida mi figura
en tantos espejos, que mi cabeza estaba echa un lío. Solo deseaba terminar mi
perrito caliente para irme a casa a descansar. Pero mi noche también fue
movidita. Me la pasé escapando de un horrible minotauro a través de un
laberinto de pasillos tan iguales y desangelados, que me pareció estar
corriendo por el interior de una delegación de Hacienda. Cuando me dio caza, el
dolor de las cornadas me sobresaltó y en mitad del duermevela comprendí que el
desaparecido en el laberinto, no podía ser otro que la única persona que
conocía su salida.
Ni
corto ni perezoso, a primera hora de la mañana, concerté una visita con el
diseñador de laberintos en su recién estrenada mansión situada a las afueras de
la ciudad. Se contaba que el comprador de su anterior casa todavía estaba
pululando por los pasillos buscando la puerta de salida. Tener la oportunidad
de conocer a una persona tan peculiar me parecía algo fascinante. El madrugón
fue lo de menos. Sin tiempo para desayunar, salí pitando. Conducía enfrascado
en mis cavilaciones y casi me estampo contra el autobús de la línea 25 que,
reconozcámoslo, circulaba de forma impecable. Y es que la primera escarcha de
la temporada, que el frío amanecer había depositado sobre el asfalto,
aconsejaba reducir la marcha. Tomé buena nota y llegué a mi destino, sin más
incidentes. Cual sería mi sorpresa cuando me encontré ante un espectacular
laberinto circular, compuesto de enormes setos perfectamente recortados por
encima de los tres metros, que conducía a la casona ubicada en su centro. Me
introduje caminando por el sinuoso sendero de calculada geometría. Las tupidas
paredes vegetales, idénticas entre sí, me fueron ofreciendo infinidad de
posibilidades, y entre idas y venidas, me perdí en lo desconocido. A lo lejos,
vi a un señor apoyado contra la pared del seto y me acerqué para pedirle ayuda,
pero ni él podía hacer nada por mí, ni yo podía hacer nada por él. El pobre
hombre estaba más fiambre que mi bisabuelo. La saca que colgaba de su hombro
dejaba las cosas bastante claras. El cartero había palmado cumpliendo con su
obligación. No sé porque me dio por ayudar a un cartero muerto cuando ni de
coña lo haría con uno vivo, pero sentí un extraño deber moral con el finado,
así que me colgué la saca y continué mi marcha. A la deriva, anduve horas y
horas serpenteando sin ningún criterio hasta que, exhausto, me senté en el
suelo. Mi soledad aumentó la sensación de angustia que había experimentado en
el laberinto del parque y me di cuenta del gran consuelo que supone repartir la
misma pena entre muchos. A punto estaba de echarme a llorar como una Magdalena
cuando noté una presencia humana. Un perro me estaba mirando fijamente. Ya sé,
ya sé. No se trata de una persona, pero de verdad, solo le faltaba hablar. En
cuanto nuestras miradas se cruzaron, salió corriendo para que le siguiera. Y
así lo hice hasta que me faltó el aliento y paré para descansar. Entonces, el
perro asomó el morro tras un recodo del pasillo verde y me volvió a mirar.
Sería incapaz de contar la cantidad de veces que mi ángel de la guardia canino
se me apareció por las esquinas. Como un auténtico gregario de lujo, tiró de mí
hasta alcanzar el centro exacto del laberinto.
Aún
estuve un buen rato viéndolo todo de color verde seto, hasta que percibí la
rica paleta de tonalidades de mi entorno y el escenario fue tomando volumen. Me
encontré ante una enorme casa victoriana de ensueño bajo cuyo porche, el señor
de los laberintos me observaba sentado frente a un tablero de ajedrez. Su fiel
perro descansaba del largo paseo junto a las patas de la silla.
-Hace
horas que le estoy esperando. ¿Juega usted al ajedrez?-, preguntó mi anfitrión.
-Lo
justo-, le respondí tímidamente.
-Bien.
Tome asiento. Le voy a dar ventaja. Usted abrirá con blancas-.
Entonces,
avancé hasta el porche y me senté frente a él. Aposentar mi trasero sobre la
silla y sentir todo el cansancio de un peregrino, fue uno.
-Bonita
casa-, le dije tras empezar la partida adelantando mi peón.
-No
me puedo quejar, aunque no crea que siempre ha sido así. De pequeño era tan
pobre que tenía que compartir los pantalones con mi hermano-.
El
comentario del creador de laberintos, me hizo reír con ganas.
-No,
no se ría. Hablo en serio. Nunca pudimos jugar juntos en la calle.
Afortunadamente, las cosas han cambiado y sé que nunca más volveré a pasar
hambre-.
La
risa me dio unas inoportunas ganas de mear, pero solo imaginar los intrincados
vericuetos que debería tomar para encontrar el baño de semejante mansión, y
sobre todo, la incertidumbre de saber si, una vez desahogado, volvería a ver la
luz del sol, me la cortaron de raíz.
Los
dos estuvimos moviendo nuestras figuras según el turno. En silencio, el
diseñador de laberintos iba analizando el amplio abanico de posibilidades de
cada desplazamiento mientras que yo, sin ninguna opción de victoria, me tomaba
todo el tiempo posible en cada lance con la única intención de prolongar la
partida al máximo. Sabía que su final significaría mi vuelta al laberinto.
-Por
lo que veo, diseñar laberintos debe ser un trabajo muy rentable -, le dije
gesticulando con los brazos con el propósito de despistar su atención y rascar
unos segundos más.
Mi
adversario ni levantó la vista del tablero de ajedrez.
-¿Sabe
cuál es el número de las opciones del recorrido que tiene un caballo?-, me preguntó
como si no me hubiera escuchado.
-Muchas, supongo-, le contesté mientras movía
mi figura sin ninguna prisa.
-Muchas,
no-, dijo señalando al único caballo blanco que seguía con vida-. Más de ciento
veintidós millones. Muchísimas. Pero sin embargo no puede colocar su caballo en
la casilla que quiera. Aunque no lo vea, sobre el tablero hay un laberinto
imaginario que delimita las opciones de sus movimientos. Y, fíjese, hay tantos
laberintos entrelazados entre sí como figuras en el tablero. Elemental y complejo
a la vez-.
Entonces,
levantó la vista y me miró fijamente.
-Le
haré una confesión: mi pasión por el ajedrez es la que me ha enseñado a diseñar
laberintos. Y los hago. No me planteo si eso es bueno o malo. Si la gente los
pide, yo se los doy y ellos me pagan. Es, sencillamente, un asunto de oferta y
demanda. Y sí, sí es rentable diseñar laberintos. Ahora, por favor, mueva sus
figuras con más ligereza o nos pegaremos aquí todo el día. No se ofenda, pero
veo que no tiene nada que enseñarme y estoy perdiendo el interés.
Debía
ganar tiempo como fuera. Todavía no me había explicado el motivo que le impulsó
a meterse dentro de su propio laberinto para salir sin socorrer a quienes lo
estábamos pasando tan mal. Se me ocurrió rebuscar en la saca del cartero y
entregarle la correspondencia. Él revisó sus cartas y reparó en una de ellas.
La abrió inmediatamente y empezó a leer:
-“La
Junta Directiva del nuevo parque de atracciones se complace en invitarle a la
inauguración que con fecha…”-.
El
genio paró de leer, dejó la carta junto al tablero de ajedrez y continuó
hablando:
-A
buenas horas. Una invitación para ayer. ¿Qué le parece? No hubiera asistido,
pero podría haber sido cualquier otra cosa de importancia y ya ve usted-.
Me quedé estupefacto. Si el diseñador del
laberinto no había estado en el parque de atracciones, ¿quién diantres era el
visitante treinta y uno? Y lo que todavía era más inquietante, ¿dónde narices
estaba ahora? Había leído algunas cosas sobre el poder mágico de los laberintos
y siempre me parecieron auténticas chorradas. Sin embargo, los hechos me
estaban empezando a plantear una duda incómoda. Realmente, ¿no habría sido
engullido por el laberinto, tal y como indicaba el informe policial?
-Jaque
mate -, susurró mi contrincante con tan poco entusiasmo que casi no consigue
sacarme de mis pensamientos –. Sí, sí, es a usted. Se acabó la partida. Creo
que ha llegado el momento de que abandone mi casa -.
Me
levanté y le extendí la mano. Él me la retuvo con fuerza y me miró a los ojos.
-Que
no le confunda mi actitud. Aunque no lo parezca, usted me cae bien -, dijo sin
soltarme la mano.
Después
señaló con la otra mano el hueco en el seto por el que debería introducirme
nuevamente.
-Mire,
es más fácil de lo que parece. Yo recojo la confusión que nos rodea y le doy un
orden secreto. Luego, lo llamo laberinto. Busque el caos que hay en su interior
y dele una forma armónica y equilibrada. Sin darse cuenta su viaje de vuelta se
iluminará solo. Ahora empieza su auténtica partida de ajedrez. Buen camino -.
Me
dirigí hacia el laberinto. Mis palpitaciones eran tan fuertes y aceleradas que
me pareció estar en mitad una de aquellas interminables danzas africanas de las
películas en blanco y negro de Tarzán. A golpe de corazón, me introduje dentro
de los setos y me fundí con su hiriente color verde en moderno Technicolor.
En
seguida, me volví a encontrar más perdido que Carracuca. Empujado por mi
desorientación, estuve a un tris de rendirme, pero conseguí concentrarme lo
suficiente como para mirar en mi interior en busca del sosiego necesario.
Paulatinamente, inicié un viaje profundamente reflexivo que me mostró las
incalculables conexiones que enchufan todos los hechos que nos rodean y que
advertimos, erróneamente, de forma aislada. Dentro de la enorme maraña de
enlaces casi imperceptibles, localicé al señor de los laberintos, que ya
formaba parte de mi experiencia personal, y conseguí meterme dentro de su
cabeza. El propio creador me condujo por su laberinto hasta alcanzar la calle.
La ardua tarea de introspección me había
dejado los sesos casi exprimidos y me apoyé junto a la entrada del enredo
vegetal. Aun así, tuve las fuerzas suficientes para aclarar mis ideas sobre el
misterioso caso del número treinta y uno. Si las evidencias lógicas no conseguían
explicar su desaparición, solo quedaba recurrir a las argumentaciones más
disparatadas, por increíbles que parecieran. Aceptar esta idea, era lo mismo
que reconocer que el fulano del parque de atracciones había sido pulverizado
por el poder sobrenatural del laberinto. Me es difícil explicar la desazón que
me produjo asumir semejante conclusión. Así de simple. Caso cerrado, también
para mí.
Por esos laberintos mentales andaba, cuando
llegó hasta mí, algo parecido a una legión romana al trote. Era la “Agrupación
Pacífica con Antorchas” capitaneada por el propietario que había prometido
venganza. Estaba dispuesto a traer la cabeza del causante de todos los males de
la civilización. Sin fuerzas para impedirles el paso, los briosos propietarios,
con el pecho fuera y la barbilla levantada, fueron entrando en fila india
dentro del laberinto maldito. Viendo cómo se aclaraba la polvareda levantada
tras los pasos del último subnormal, me pregunté cuántos de ellos conseguirían
salir con vida.
Aquella
mañana, la primera rosada del invierno obligó al conductor del autobús de la
línea 25 a poner más cuidado del habitual, evitando con ello algunos percances
en su ruta. La robusta señora de la limpieza miró por la ventanilla empañada y
viendo que se acercaba a su parada, cerró el libro sobre estrategias de ajedrez
que estaba leyendo. El autobús se detuvo y la corpulenta mujer bajó con
dificultad. Tenía los riñones molidos de la jornada anterior. Caminando de
forma pesada, se dirigió hacia la puerta de servicio del parque de atracciones
y abrió con la llave que le había dejado su empresa. Avanzó a través de las
atracciones cerradas y al llegar al laberinto de los espejos, se quedó
boquiabierta. Toda la faena de su primer día de trabajo estaba convertida en
añicos. Suspiró profundamente sin poder apartar la mirada del desastre.
Después, se dio media vuelta pensando que, total, por cuatro duros que le
pagaban, ya nadie le podría hacer limpiar otra vez, los cientos de cristales
que tenía el puñetero laberinto hasta su salida.