LA SANGRE DE LOS NUESTROS
Es
una mentira, como de aquí a Lima, que yo sea más duro que el
Energúmeno. Ciertamente, todos pudieron ver como el gigantón
empezaba a llorar como un niño mientras yo mantenía el tipo sin
derramar ni una sola lágrima, pero esto no significa nada. Algo se
rompió dentro de mí. De hecho, no he vuelto a pegar ojo desde
entonces. El terrible recuerdo de aquel río de sangre discurriendo
bajo nuestros pies, me persigue día y noche.
Dicen
que no lloré. Que no tuve lágrimas para un momento así. Y es verdad. Por aquel entonces, casi todas las mañanas salía de
casa llorado. Sí, sí, llorado. Antes del desayuno me pegaba un buen
sofocón que me vaciaba de cobardía y me ayudaba a enfrentar todas
las perrerías del día con la firmeza de quien ya no tiene lágrimas
que derramar. No necesitaba más para capear un día complicado. Pero
el truco no se reveló tan infalible como yo creía. Ahora sé que
hay sucesos tan cafres que no se pueden afrontar con los ojos vacíos
de lágrimas, porque al final, no queda otra que desahogarse o
reventar. Y yo reventé.
Todo
empezó con una llamada de móvil en un frío atardecer lluvioso. Me
pilló en plena calle, pugnando con una gorda que se empeñaba en
continuar caminando bajo la protección de las cornisas de los
edificios. Y no me hubiera importado cederle el paso como un buen
galán de película, si no fuera porque ella era la única que
llevaba un paraguas, además, como un piano de grande. Plantados cara
a cara, yo no pensaba apartarme de los aleros. Sonó mi móvil y
hasta lo saqué del bolsillo como quien desenfunda en un duelo. Pero
el acento agrio de mi interlocutor me despistó y no pude evitar ser
desarmado y arrollado por la vacaburra pianista. Desde el suelo, pude
escuchar al Presidente de la comunidad vociferar entre el chapoteo de
las gotas de lluvia. Gritaba que no estaba dispuesto a continuar
hablando con alguien mientras meaba y que le llamara cuando acabara.
Raudo, me incorporé y recogí el móvil del suelo, pero ya solo se
escuchaba el repetitivo “pi-pi”. Estaba empapado y tampoco me
pareció algo tan horrible, así que continué mi camino bajo la
lluvia.
El
cabreo del Presidente estaba justificado. No porque la llamada me
hubiera sorprendido en el baño, claro, sino porque en varias
ocasiones me había ordenado que convenciera al propietario del
unifamiliar 19 para que abandonara nuestra comunidad y, la verdad, me
negaba a cumplir semejante encargo. También, tengo que reconocer que
desobedecer al Presidente, me producía una cierta satisfacción
personal porque el tipo era más insípido que el escaparate de una
ortopedia. Sin embargo, lo que son las cosas, su planta elegante y su
refinada facilidad para la dialéctica le habían convertido en un
firme candidato para la alcaldía del pueblo. Su estrategia electoral
se basada en mostrar la comunidad de propietarios que presidía como
un ejemplo perfecto de lo que podría llegar a hacer con todo un
pueblo si alcanzaba el poder, pero para eso, el sucio Ermitaño debía
desaparecer de la escena. En fin, que tras una nueva conversación
donde me recordó que los Presidentes ponen y quitan Administradores,
terminé reblando más que con la gorda del paraguas, y me dirigí al
unifamiliar 19 para ver qué se podía hacer.
La
casa del Ermitaño tenía la puerta siempre abierta, así que pude
entrar sin avisar. Dentro, las tinieblas me rodearon. Si los
ermitaños eran capaces de distinguir tantas tonalidades del color
negro como los esquimales lo consiguen con el color blanco, seguro
que el propietario del unifamiliar 19 se movía por esta oscuridad
como Pedro por su casa. Pero yo, ni esquimal ni ermitaño, avancé de
tortazo en tortazo hasta que pude vislumbrar una tenue luz que
provenía de una habitación perdida en la segunda planta del
edificio. Allí encontré al Ermitaño sentado en el suelo junto a
una vela. Me hizo señas con la mano para que entrara. Era un
revoltijo de pelo y polvo. Como si un dios hubiera barrido el
unifamiliar abandonado durante mil años y hubiera acumulado toda la
suciedad en una esquina de la última habitación para después,
insuflarle un halo de vida. Entonces, milagrosamente, la bola informe
habló:
-Buenos
días, amigo. Espero que no me hayas roto nada por el camino-, me
dijo con ironía viendo como me rascaba algunos chichones.
Le
sonreí. El Ermitaño era un buen hombre que había ido entregando
todas sus posesiones entre las personas más necesitadas. Sabía
perfectamente que lo único que se podría haber roto durante mi
torpe recorrido era mi cabeza.
-Al
escuchar tantos cocotazos, he pensado que venía de nuevo el
Energúmeno. Pobrecillo, siempre dice que soy su faro, pero poco debo
iluminar cuando le cuesta tanto sufrimiento encontrarme-, comentó el
Ermitaño con una amplia sonrisa. Y es que el Energúmeno, se
presentaba cada dos por tres en la casa del Ermitaño para pedir
consejos por los asuntos más curiosos. Sin ir más lejos, esa misma
mañana había pasado por allí porque una idea le inquietaba
enormemente. Quería saber si alguien podría morirse el mismo día
de su cumpleaños. Aunque el Ermitaño había tratado de explicarle
la cruda realidad, finalmente se había rendido. El Energúmeno,
mitad niño, mitad bestia, no se fue tranquilo hasta que su maestro
le dijo que no, que aquello era imposible. -Y además, las personas
buenas no deberían morirse ni siquiera siendo el cumpleaños de
otro-, le había terminado por decir.
-Siéntate
por donde quieras, Como ves, nada tengo. Ahora ya solo puedo dar
buenas recomendaciones, así que tú me dirás en que puedo ayudarte,
amigo-, me dijo de una forma pausada.
Como
un vil peón del Presidente, le expuse el motivo de mi visita y
esperé impasible la llegada del temible rollo hippy del tipo
“hermano sol, hermana luna”. Sin embargo, el desarrollo de la
velada no pudo ser más diferente.
-Mira-,
me dijo con dulzura, - encontrar el sentido de la vida cuesta. Yo
empecé siendo seminarista. Entonces pensaba que ese era mi camino y
el propósito de mi existencia, hasta que un hecho pequeño,
pequeñísimo, lo cambió todo de golpe-. Ya en ese momento, su voz
hipnótica y la curiosidad por su recién iniciado relato, me tenían
atrapado. Continuó hablando de forma sosegada:
-Un
día nos visitó el señor Obispo. Fue todo un acontecimiento para el
pueblo, y para mí, porque me habían asignado marchar a su lado. Me
sentía tan orgulloso de ser el elegido...La gente se agolpaba a
nuestro alrededor mientras la policía nos iba abriendo paso. Todo
parecía ir normal hasta que una humilde mujer se abrió camino
airadamente entre el tumulto. A empujones, atravesó el cordón
policial y cayó de rodillas frente al Obispo. Éste, le mostró el
dorso ensortijado de la mano y la mujer empezó a comérselo a besos.
Entonces, se volvió a mí y elevando hacia el cielo el báculo que
portaba con la otra mano, me dijo: “Ves hijo mío, todavía queda
fe en el mundo”. Acto seguido, las fuerzas del orden la agarraron
de los pelos y nosotros continuamos nuestro recorrido. Por el rabillo
del ojo pude ver como la mujer se quedaba atrás recibiendo la del
pulpo. En fin, una somanta de ostias que hubiera puesto los pelos de
punta al mismo el Lute. Desde ese momento, decidí que serviría a
los demás de otra forma. Y esa forma, más cercana, se ha convertido
en el sentido de mi vida. Y bueno, ahora vienes a mi casa y me pides,
en nombre del Presidente de la comunidad, que la venda y desaparezca.
Pues bien, dile a ese Presidente que no. Y es que no, porque ésta es
mi casa, pero además, ésta es la casa de todos. Desde aquí, ayudo
y aconsejo a todo el que quiera venir. A cualquiera. -
-A
cualquiera que consiga llegar con la cabeza entera-, bromeé con la
intención de pasar página lo antes posible. Estaba avergonzado por
mi osadía y quería capitular ya.
El
Ermitaño valoró mi gesto y se echó a reír. Rebuscó entre algunas
cosas desordenadas y sacó una botella de vino.
-Bebamos.
Este vino no llegó a ser consagrado pero de todas formas, sigue
siendo un gran vino.
Como
si nos conociéramos de toda la vida, estuvimos horas conversando
sobre lo humano y lo divino planteando argumentos tan diáfanos y
razonables a todos los misterios que nos rodean que hoy tengo la
sensación de haber pasado uno de los momentos más enriquecedores de
mi vida. En mitad de la penumbra, cientos de ventanas se abrieron
ante mí.
Tan
enfrascados estábamos en nuestra charrada, que el tiempo se nos pasó
volando. Cuando acabamos de arreglar todos los problemas de la tierra
y del cielo, la botella de vino ya solo servía para sujetar una vela
que se iba deshilachando a lo largo del vidrio. El Ermitaño la apagó
de un soplido, me cogió del brazo y distinguiendo cientos de
tonalidades del color negro, nos dirigimos al exterior sin pegarnos
ni un solo trompazo.
-¿Sabes
una cosa, amigo mío?-, me dijo desde la oscuridad más absoluta.
–Dios nos tenía que haber creado borrachos-. No dije nada. Nada se
podía decir. Estaba tan claro como la luz del día que nos esperaba
a la salida del unifamiliar.
-Ermitaño,
¿y no tienes miedo de que se cuele algún indeseable en tu casa?-,
le pregunté en la calle, golpeando con los nudillos la puerta
siempre abierta.
-Todo
lo contrario. Antes, cuando cerraba la puerta, vivía un infierno.
Salía de casa y una y otra vez volvía para comprobar si había
echado la llave a la cerradura, o si había quitado el gas, o si me
había dejado las luces encendidas. Un trastorno de no se qué, me
dijeron los médicos. Ahora, ya no tengo miedo. Sin nada, soy libre.
Me despedí. Por el camino iba pensando que, tal vez, pudiera
prescindir de todas las cosas que tenía. O de la mitad. Para cuando
llegué a mi casa, ese tonto pensamiento ya había desaparecido de mi
mente por completo y me senté en mi sillón preferido a consumir
televisión.
No
tuve valor para contarle la verdad al Presidente de la comunidad, y
se quedó con la copla de que el Ermitaño peludo abandonaría la
urbanización de un momento a otro. El caso es que dos semanas
después, me volvió a llamar todo furioso. Me lo imaginaba echando
espumarajos por la boca porque se ahogaba al intentar contarme algo
que en lo que llegué a entender, me pareció increíble. Con mi
tímpano todavía pitando, salí a la calle y casi me da un patatús
cuando me encontré al Ermitaño, repeinado y con corbata, en un
enorme cartel electoral con el lema: “sin pelos en la lengua, por
un mundo mejor”.
Un
gran número de personas agradecidas por el comportamiento bondadoso
del sabio Ermitaño, se habían reunido en su casa y le habían
convencido para que optara a la alcaldía del pueblo. Entre ellas, se
encontraba la madre del unifamiliar 53 que había podido, gracias a
su ayuda, colocar una cruz en el fondo de la piscina de la
urbanización como recuerdo a su niñito ahogado. Es verdad que en
verano había que andarse con ojo para no dejarse la piel en aquella
cruz de carretera, pero la orden del Presidente para que la retiraran
fue de una insensibilidad pasmosa. Hasta los bañistas que salían de
la piscina lesionados, entendían que el dolor de una madre es algo
sagrado.
Se
había iniciado la campaña electoral más apasionante de la historia
y cada uno, tras el pistoletazo de salida, se movilizó a su manera.
El Presidente, como buen político, se pasó el tiempo soltando
promesas de dudosa ejecución entre apretones de manos falsos y besos
fingidos. Por otro lado, el Ermitaño, persona muy apreciada por
todos, pensó en hacer algo distinto y realizó un llamamiento para
donar sangre en el hospital del pueblo. El acto solidario fue todo un
éxito. Ver las colas diarias de personas esperando el turno para
entregar su sangre con el único interés de ayudar a los demás, fue
realmente conmovedor. Hasta yo, con el pánico que le tengo a las
agujas, me animé a colaborar en ese esfuerzo colectivo. Como era de
esperar, al Presidente nadie le vio el color de su sangre.
La
campaña electoral no había llegado a su final y el Presidente ya
empezaba a sentir el amargo sabor del fracaso. No queriendo aceptar
su destino, pensó que sin contrario, no podría haber derrota, así
que planeó acabar con el Ermitaño antes de la jornada electoral.
Sin términos medios. Acabar del todo.
El
Ermitaño no hubiera cambiado la fecha de su cumpleaños ni por todo
el oro del mundo. Nacer el mismo día de Navidad siempre le pareció
una señal divina. Era un día de paz y felicidad para todos y,
claro, un día muy especial para él. Pero el Presidente de la
comunidad no lo entendió así, y designó cuidadosamente los
personajes que los vecinos debían desempeñar en el belén viviente
que se organizaba todas los días de Navidad en la zona común de la
urbanización, para que el día del cumpleaños del Ermitaño se
convirtiera en un drama.
El
día de Navidad, los personajes fueron entrando en el belén. El
gigantesco Energúmeno apareció vestido de pastor llevando una vaca
sobre los hombros y se situó cerca del portal. La
revieja de los 157 años, con una vitalidad propia de San Vito,
empezó a saltar de aquí para allá como un ángel saltimbanqui,
dando la Buena Nueva con unas alas de algodón pegadas a la espalda.
En cuanto a la “Agrupación
Pacífica con Antorchas”, disfrazados de guardia pretoriana, se
repartieron por los vestuarios de la piscina que recreaban ser un
castillo romano. Desde ahí, el Presidente, encarnando a Herodes,
exhibía toda su autoridad. Poco a poco, el resto de los vecinos
fueron ocupando su lugar en el belén viviente. Los personajes más
apetecibles, como era de esperar, habían sido nombrados a dedo por
el Presidente. Sus familiares se situaron dentro del portal y tres
amiguetes suyos, aparecieron vestidos de Reyes Magos. Del Ermitaño y
de mí, se vengó desterrándonos a la zona ajardinada más alejada
del nacimiento, que simulaba ser los montes de Palestina. Mi
compañero hacía de pastorcillo solitario preparando unas migas,
mientras que a mí me tocó ser el hombre que caga. Y tal vez, mi
propio personaje me salvó el culo, porque escondido tras un murete,
pude ver como el Presidente se acercaba hasta el fuego donde el
Ermitaño cocinaba sus migas, y le tiraba de las orejas de forma
sospechosamente amigable para, con disimulo, manipular la bombona de
butano que debería explotar tras su marcha. Pero algo falló y la
espantosa detonación se produjo en el acto. La abuela sorda de Gila
hubiera chillado “champán, champán”, pero la verdad es que
nosotros, cumpliendo con nuestro papel de figuritas de un belén, nos
quedamos paralizados ante el fenomenal cañonazo. Solo los
componentes de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” salieron
corriendo de los vestuarios, como pollos sin cabeza, gritando que
otro coche bomba había explotado en Tierra Santa. Y yo, con los
pantalones bajados.
Los
enfermeros de la ambulancia contaron que los dos candidatos iban
ocupando las camillas laterales del vehículo y que se tiraron todo
el viaje pegándose manotazos como críos, para ver quien se quedaba
con el último guantazo. Es difícil de creer si tenemos en cuenta
las pintas que presentaban los dos tras el petardazo, pero nunca se
sabe. La rabia puede levantar a un muerto de su tumba.
Rabia,
rabia es la que sentimos todos cuando conocimos lo que pasó en el
hospital. Porque los dos candidatos llegaron a la vez, los dos
presentaban el mismo cuadro médico y los dos eran del mismo grupo
sanguíneo, pero solo uno de ellos recibió la sangre que necesitaba.
El Presidente había tenido las fuerzas suficientes para,
aprovechando sus enchufes políticos, dar la última orden.
Es
probable que una sola transfusión de la sangre que todos habíamos
donado de forma altruista, hubiera sido suficiente para salvar la
vida del Ermitaño, pero no le llegó ni una sola gota. Bolsa a
bolsa, toda la sangre ajena iba entrando en el cuerpo del Presidente
mientras el Ermitaño languidecía a su lado. Una de las enfermeras
contó como el Presidente levantó la cabeza por última vez y se
giró para comprobar la palidez cadavérica de su contrario.
Entonces, se volvió hacia ella de nuevo y le agarró con
sorprendente fuerza del brazo para susurrarle torciendo la boca:
“Más, más. He dicho que no le quede ni una pizca. Aquí todavía
mando yo”.
No
se sabe a ciencia cierta los litros de sangre que pudieron entrar en
el cuerpo del Presidente, aunque hay quien dice que se hinchó y se
deformó hasta no parecer un ser humano. Da igual. Uno por recibir
mucha sangre y otro por no recibir ni una gota, ambos candidatos a la
alcaldía del pueblo terminaron palmando, eso sí, vestidos como
bonitas figuras de un belén navideño.
Al día siguiente, el
cementerio del pueblo abrió las verjas para recibir a sus dos nuevos
huéspedes. Primero se emparedó al Presidente, con todo el boato y
ostentación que requería un acto más administrativo que afectivo.
Poco a poco, el enorme cajón fue entrando a duras penas dentro del
pequeño nicho. La mayor parte de los asistentes, componentes
numerarios del mismo partido político que el fiambre, no paraban de
sonreír mientras movían los pies al son de las marchas fúnebres
que interpretaba la banda del pueblo que había sido contratada para
el evento. Llegado el momento del aperitivo y sin concluir la
ceremonia, todos los bailarines desalojaron el cementerio a toda
prisa acompañados por la banda que cambió el repertorio, a petición
de los políticos, por algo de salsa y merengue. Pero el Presidente
no se quedó solo. Algunos vecinos permanecieron hasta el final para
asegurarse que era enterrado como dios manda, no fuera a darle por
resucitar, y después, esperaron pacientemente al siguiente de la
lista. Antes de la hora, cientos de personas ya se agolpaban para dar
el último adiós al Ermitaño. La banda del pueblo volvió para
interpretar gratis los mismos temas fúnebres que antes había tocado
cobrando religiosamente. Una profunda tristeza embargó toda la
ceremonia y cada uno aprovechó para comentar algún momento
entrañable vivido con el hombre bueno. El confesor del Ermitaño en
su época seminarista comentó, de forma cariñosa, que era el
estudiante más pelmazo que había pasado por el seminario porque
tenía constantes ataques de escrúpulos. Nos explicó que un
escrúpulo es la terrible inquietud que tiene una persona recién
confesada al pensar que no ha manifestado claramente sus pecados o
que ha cometido algún otro nada más dejar el confesionario.
Ofuscado por estos pensamientos, el Ermitaño, tal y como salía del
confesionario, volvía de nuevo para solicitar otro perdón,
obligando a su confesor a permanecer metido en el pequeño habitáculo
todo el día. La anécdota me hizo gracia y recordé la conversación
que había mantenido con el Ermitaño en la puerta de su casa. Podría
ser un poco obsesivo, sí, pero eso no empañaba su condición de
gran persona.
De
pronto, se escuchó un ruido parecido a la explosión de una bolsa de
plástico llena de aire y se hizo el silencio. El golpe seco provenía
de la pared de nichos donde estaba enterrado el anterior fiambre.
Todos nos miramos sobrecogidos porque allí ya no quedaba nadie. Seguro que más de uno pensó que se trataba del propio
Presidente que intentaba salir de su tumba. Al fin y al cabo, era el
muerto más reciente de todos los muertos que habitaban esa parte del
edificio. Paso a paso, nos fuimos acercando a la misteriosa pared de
nichos, abandonando al Ermitaño. Entonces, todos pudimos ver,
atenazados por el terror, como la sepultura del Presidente se teñía
de rojo y empezaba a rezumar sangre que, poco a poco, se iba
escurriendo por la pared hasta llegar al suelo. El caudal fue
aumentando de tal forma que un manantial encarnado empezó a
discurrir bajo nuestros pies, se encauzó hacia la salida del
cementerio y se perdió buscando el mar. Bíblico. Bíblico y
doloroso, porque ver discurrir nuestra propia sangre desperdiciada al
lado de nuestro maestro y amigo, más seco que el esparto, nos hizo
sentir a todos el santo lanzazo de Longino en nuestros costados. Yo
venía llorado de casa, pero lo del Energúmeno fue otro cantar. El
gigantón rompió a llorar como un niño y se desplomó de rodillas
ante la mirada de todos. Después, con el aliento general todavía
contenido, su otra mitad, la salvaje y poderosa, se impuso sobre su
parte infantil y se irguió majestuoso sobre la sangre de los
nuestros, soltando un rugido tan grandioso que dejó temblando a los
vivos y a los muertos. Ni el niño ni la bestia alcanzaban a entender
que el cielo no hubiera podido impedir la muerte de un hombre bueno el día de su cumpleaños.