sábado, 1 de abril de 2017

SIETE MINUTOS



El eco del último latido atravesó la nada y desapareció en el infinito. Mi corazón había dejado de funcionar. Alguien me cerró los ojos. Siete minutos. Siete minutos era todo el tiempo que disponía para saber qué carajo me había llevado a esa situación tan embarazosa. Siete minutos, antes de que mi cerebro se secara como una esponja al sol. Siete minutos para morir del todo.


Todavía me encontraba en estado de shock, y debía empezar a recordar con urgencia. Puede que suene a excusa, pero la verdad es que la concentración resulta complicada cuando, a la vez, estás abandonando tu cuerpo y atravesando el techo de la ambulancia que te traslada al hospital. Flotando como un bebé dentro de un útero materno sin final, continué mi otro viaje hasta llegar a la entrada del famoso túnel luminoso. Suponía que había llegado el temido momento en que alguien movería su pulgar y me mandaría, como un cohete, al cielo o al infierno. Pero nada de eso pasó. Aterricé en mitad de una manifestación de trogloditas que se balaceaban de forma inquieta. Los peludos me rodearon y comenzaron a olisquearme como perros hambrientos. Huelga decir que, a estas alturas de mi excursión, ya no quedaba ni rastro de la UVI móvil, que continuó su camino sin mí.


-No te asustes-, dijo un tipo con gafas de pasta que apareció entre la marabunta de seres primitivos. -Son los diferentes eslabones de nuestra propia evolución humana-. Me tomó del brazo y entramos en una habitación lejos del bullicio prehistórico.


 -Tenemos millones de cavernícolas y nadie sabe qué hacer con ellos. No se ponen de acuerdo sobre cómo juzgar sus actos y hasta qué punto fueron conscientes del bien o del mal que causaron en vida…en fin, algunos proponen pesar sus cerebros en una báscula, pero no sé, no sé…lo veo un poco chungo-, dijo el tipo de las gafas ajustándoselas con el dedo.  


Nunca me habría dado por reflexionar sobre algo así, pero la verdad es que el asunto era tan interesante que hubiera hecho perder el juicio a cualquier abogado. ¿Cabe la posibilidad de que estos individuos en evolución pudieran ser responsables, según su diferente grado de desarrollo cerebral, de los hechos dolosos o culposos que pudieron cometer? Sí, sí, para perder el juicio, con costas y todo.


Yo no estaba para perder el juicio ni el tiempo. Me quedaban seis minutos para palmar del todo. Menos mal que el tipo de las gafas de pasta interrumpió mi inútil cavilación.


-Te estábamos esperando pero, sinceramente, tampoco tenemos muy claro qué hacer contigo-.


-Jope-, pensé, -como les dé por pesar mi cerebro, no me libro ni de una-.


 -Por favor, siéntate en esa esquina y no te muevas-. Y dicho esto, el tipo de las gafas cerró la puerta dejándome solo. Aquel habitáculo celestial no era nada del otro mundo, pero serviría como un buen rincón de pensar. Me senté y cerré los ojos para economizar energía. La única parte de mí que todavía estaba viva, se puso a trabajar. Debía encontrar la forma de salir de esa jodida situación. El tiempo seguía bajando de forma implacable y las neuronas de mi cerebro, sin apenas riego sanguíneo, se esforzaron por buscar la interconexión adecuada. En cinco minutos, mi cerebro dejaría de pensar.


La historia de mi muerte empezó en el parque público que está situado junto a la comunidad que yo administro. Nadie sabía a ciencia cierta de donde había salido aquel jugador de ajedrez. Alto, enjuto  y siempre vestido de negro, llegaba al parque y se sentaba junto a la mesa de piedra. Sobre el tablero pintado, colocaba cuidadosamente todas las figuras de ajedrez que traía en una cajita alargada, de madera de pino forrado con interior acolchado, y esperaba a que alguien tomara asiento junto a las blancas. Sin embargo, hacía semanas que nadie se atrevía a sentarse frente a él. No solo porque ningún jugador había conseguido ganar al hombre de negro, sino porque, casualmente, todos los perdedores habían palmado poco después del jaque mate. El aspecto siniestro del jugador que siempre jugaba con las figuras negras, tampoco ayudó a mitigar el rumor que, de forma inevitable, se fue extendiendo como un mensaje viral en la red. Todos parecían estar seguros de que aquel personaje alto, enjuto y siempre vestido de negro, era la misma muerte.


Uno de los convencidos era el propio Energúmeno que, viendo como caían todos los jubilados del parque que se sentaban frente al hombre de negro, estaba dispuesto a aplicar su elemental justicia salvaje. A mí, nadie me podría hacer creer que aquel pobre hombre, por mucho que manifestara una singular inclinación por el color negro, era la muerte, así que decidí hablar con el Energúmeno antes de que le sacara los ojos.


Sabía que la conversación con el Energúmeno iba a ser difícil. Su mente razona con la sencillez de un niño de párvulos pero ejecuta sus decisiones con la brutalidad de un depredador. Sin embargo, tenía a mi favor que, tras los muchos episodios vividos, habíamos alcanzado un cierto nivel de respeto mutuo, yo diría incluso que de afecto, que podría ser clave para hacerle renunciar a sus bárbaras intenciones, así que le llamé por teléfono y quedamos, exactamente, el día antes de mi muerte.   


Me empeñé en hacerle ver que la historieta del jugador de ajedrez que dispone de la vida de su rival era tan sugerente como irracional, pero el grandullón del unifamiliar 52 no dejaba de repetir que el hombre del parque era la propia muerte y que había que acabar con él. Insistí, hasta que la bestia me gruñó enseñando los dientes. Ya no me atreví a seguir razonando. Quedaba claro que la fábula era lo suficientemente estimulante como para que la inteligencia inmadura del Energúmeno no quisiera ver otra cosa. Los rumores se propagan así.


Sin embargo, aún tenía una bala en la recámara, y la usé.


-Está bien-, le dije al Energúmeno de forma decidida, -Voy a jugar esa partida de ajedrez-. Lo dije tan convencido que el Energúmeno me suplicó que desistiera porque no quería ser el responsable de mi segura muerte. Me llamó tonto del culo y otras cosas peores.


-No te preocupes, amigo mío. Nada va a pasar, salvo demostrarte que este asunto es un cuento chino. A cambio, solo te pido que me prometas que dejarás en paz a ese pobre hombre para siempre-.


Con el compromiso del Energúmeno, nos despedimos en la puerta de su unifamiliar, y me fui. Recuerdo que antes, me volví y le grité:


-¡Mañana voy a jugar, a perder y a vivir!-, y levanté los dedos con el signo de la victoria. La escena debió ser tan ortopédica que hasta me ruboriza recordarla, aunque, ciertamente, a cualquier persona le hubiera importado un pito si solo dispusiera de cuatro minutos para su final. Solo cuatro minutos. Ya me veía asomado por la tele con cara de cerdo, tartamudeando aquello de: “Eso-so es to-todo, amigos”.


Debía seguir concentrado para no perder el hilo de los acontecimientos. El día de mi muerte, el Energúmeno y yo fuimos al parque y nos acercamos a la mesa de piedra con el tablero de ajedrez pintado para jugar mi última partida. El hombre de negro se puso en pie y me extendió su mano huesuda. Nos dimos un apretón de caballeros y nos sentamos frente a frente. Comenzó la partida. Adelanté mi peón blanco y se empezaron a suceder los movimientos. De pronto, el sol se ocultó y la mañana se tornó desapacible. Un aire huracanado barrió la superficie del parque llevándose en volandas a todos los curiosos hasta sus casas. El hombre de negro, el Energúmeno y yo, aguantamos como rocas en nuestros sitios. Las fuertes rachas de viento agitaban con fuerza las ramas de los árboles y hacían bailar a las figuras de ajedrez sobre la mesa de piedra. Si el vendaval tiraba alguna al suelo, el Energúmeno la recogía con sus manazas y la colocaba en la casilla correspondiente con la ansiedad de un niño pequeño que se siente útil. El combate ajedrecístico había alcanzado un gran nivel. Pero no estaba allí para ganar sino para perder, así que superé mi orgullo y comencé a ejecutar varios movimientos suicidas hasta que el hombre de negro dijo un tanto desconcertado: jaque mate.


Dentro de la habitación celestial, a mi cerebro ya solo le quedaban tres minutos para convertirse en un pedazo de esparto, pero me esforcé por llegar al final de la historia. Un ruido fuerte llegó a mi cerebro y recordé el formidable estruendo que ocasionó el árbol que nos cubría cuando se desgajó despachurrándolo todo a su paso. Y ya no recordaba más. El silencio, tal vez. Por lo menos, en la habitación celestial fui plenamente consciente de todo lo que me había pasado y sobre todo, de que no había escapatoria posible. Entre el maremoto de emociones que se desataron dentro de mí, fue la insoportable sensación de impotencia la que más me ahogaba. También me acordé del Energúmeno y tuve ganas de pedirle perdón. Tenía razón. Yo era un tonto del culo y otras cosas peores. Había jugado contra la propia muerte y había perdido aposta. Me quedaban dos minutos para el gran apagón.


En aquel momento, alguien entró en la habitación. A duras penas alcé la cabeza y con los ojos vidriosos, pude reconocer al hombre de negro que se sentó a mi lado. 


-¿Qué…que haces tú aquí?-, musité sin fuerzas.


-Lo mismo que tú. Estoy muerto-, dijo el hombre de negro. -Un tipo con gafas me estaba esperando y me ha traído hasta aquí-.


Sí, el tipo de las gafas había metido en la habitación celestial al hombre del parque. ¿Y al cafre de mi amigo? Seguro que lo había dejado con los seres antediluvianos que se manifestaban en el túnel a la espera de que alguien pesara su capacidad mental. No sé de donde saqué las fuerzas para echarme a reír, a dos minutos del acabose.


-Cuando el árbol nos aplastó-, siguió hablando el hombre de negro,-tu amigo, el mastodonte, se alzó entre el ramaje y tirando de tus pantalones, te sacó a rastras. Le pedí socorro, pero no sé qué bicho le picó, que a mí, me sacudió un soberano garrotazo en la cabeza con el primer leño que pilló a mano. Y aquí estoy, preguntándome todavía qué narices hago en esta habitación. Con lo contento que estaba jugando nuestra partidilla, con alguien joven como tú, y no con todos esos viejos jubilados del parque, que un día están bien para jugar y al siguiente han palmado de cualquier achaque.-  


Estaba a punto de espichar pero…¡cómo me estaba descojonando! Solo quedaba un minuto para el apocalipsis y todo eran risas. ¡Así daba gusto, joder! Sin embargo, mis carcajadas se cortaron bruscamente. Sentí la potente combustión de un "cuboflash" fotográfico en la cara y un latigazo me recorrió el cuerpo llevándome muy lejos del famoso túnel luminoso. Un olor a barbacoa me trajo bonitos recuerdos de mi niñez, de mi madre, y de las costillas de cerdo a la brasa que preparaba mi padre y que siempre terminaban socarradas. De golpe, sentí que me abrasaba y abrí los ojos. El Energúmeno, que no se había resignado al diagnóstico fatal de los enfermeros de la ambulancia, me abrazó soltando el desfibrilador más humeante que un lanzacohetes "Katyusha" en plena batalla. No paraba de gritar como un loco que, juntos, habíamos matado a la muerte.