Tan
rápido y ligero había llegado a la torre de la urbanización que nadie hubiera
sido capaz de encontrar ni una sola huella de mis zapatos por el camino. Me
apoyé en la puerta de entrada para recuperar el fuelle y levanté la mirada al
cielo. Las réplicas todavía no habían llegado. Me palpé la cinturilla y
comprobé que la botella de vinagre estaba en su sitio, así que abrí la puerta
de golpe y enfilé las escaleras con el ímpetu de un tren a punto de descarrilar.
El Monaguillo se apretó contra la pared y pasé a su lado sin tiempo para
explicarle el cataclismo que se nos venía encima. En un suspiro, alcancé el
punto más elevado de toda la urbanización y una rara sensación de vértigo me
invadió. Sujeto a la veleta del tejadillo, saqué la botella de vinagre y empecé
a beber a morro y a vaciármela por encima mientras pregonaba a los cuatro
vientos mi amor por ese asqueroso condimento. De repente, un ruido terrible
surgió de la nada y rápidamente se fue extendiendo por el cielo hasta hacerse insoportable.
Las réplicas habían llegado. Un gigantesco torbellino lo envolvió todo y las
campanas de la torre empezaron a voltear embravecidas anunciando el final de la
urbanización. En mitad del caos, le pegué un último trago a la botella de
vinagre y me abracé a la gallina de hierro del tejadillo que empezó a girar
como una peonza enloquecida. Entonces, me di cuenta que esta vez, ni siquiera
yo podría evitar lo inevitable.
Todo comenzó el día que me
encontré conmigo mismo. Estaba ante un fotomatón esperando a que salieran las
fotos de carnet cuando noté un aliento en la nuca. Me volví despacito y me
encontré, cara a cara, con un tipo igual que yo. Aquello era realmente
asombroso. Podía entender que la naturaleza hubiera modelado, entre los miles
de millones de personas que pueblan el planeta, a un tipo clavadito a mí, pero
tenerlo justo delante me impresionó. En ese momento, salieron mis fotos. Aquel
tipo cogió la tira, que muy bien podría haber sido la suya, y con aplomo, me la
mostró. Sabía de sobra que entendería el gesto; los dos éramos lo mismo. Intenté
no perder los nervios. Al fin y al cabo, la existencia de alguien como yo era estadísticamente
posible, así que la acepté como un hecho cierto y decidí no mostrar sobresalto
alguno. Manteniendo una distancia prudencial, tomé las fotos y en una pose de
tenso desinterés, le di las gracias. Entonces, mi otro yo, me dio un
empujoncito y entramos dentro del fotomatón. Luego, cerró la cortinilla y como
si hubiera estado esperando ese momento toda la vida, me abrazó con tanta
efusividad que los dos acabamos llorando a moco tendido. Tras el soponcio, mi
réplica se miró el reloj y me mostró una hoja cuidadosamente plegada que tenía
guardada en un bolsillo. Era una convocatoria para una Asamblea General Extraordinaria
de vecinos. Me pidió que, por favor, le acompañara urgentemente y salimos del
fotomatón. Cuando la jubilada de negro, que estaba haciendo cola para hacerse
unas fotos, vio salir a dos tipos absolutamente iguales del fotomatón, empezó a
gritar y no paró hasta que la policía acordonó la zona y dejó la cabina bien precintada.
La Administración pública, ante la sospecha de que el sistema de revelado de la
máquina hubiera sufrido alguna desviación diabólica, ordenó que fuera sometida
a una exhaustiva revisión pericial que
determinó que “no parecía tratarse de otro artefacto fuera de control”. Aún así
y por motivos de prudencia, se decretó que la cabina debía ser inmediatamente quemada
y sus restos esparcidos a los cuatro vientos. Sin duda alguna, vivíamos tiempos
extraños.
El wolkswagen escarabajo de mi
réplica, que era más amarillo que el submarino de los “Beatles”, corría que se
las pelaba. Solo tuve que ver desaparecer por el retrovisor las montañas por
donde campaba a sus anchas el Afilador para saber que estábamos dejando atrás
todo el mundo conocido. Como siempre pasaba en estos casos, la pantalla del
navegador se llenó de interferencias y una voz femenina, programada de una
forma intencionadamente nerviosa, empezó a repetir sin descanso que, por
dios, nos volviéramos. Todavía veríamos
alejarse desiertos, tundras heladas y otros muchos paisajes diferentes, antes
de llegar, en mitad de la nada, al lugar donde se celebraría la reunión. Para
entonces, yo estaba más perdido que nuestro navegador. Entonces, mi otro yo,
comprendiendo mi estado de intranquilidad, bromeó poniendo voz de robot: “Ha
llegado usted a su destino”, y empezamos a reír relajadamente, como si fuéramos
una sola persona.
Dejamos el coche aparcado delante
de la puerta de un edificio solitario y entramos en una sala de la planta baja donde
nos estaban esperando todos los vecinos de la comunidad. Los dos ocupamos la
mesa presidencial y en un ambiente de máxima expectación, empezamos la reunión
justamente a la hora que estaba prevista en la convocatoria. Lo que allí pude
ver, es difícil de contar sin parecer un chiflado. Doblemente chiflado, quería
decir. En aquel pequeño cuarto perdido de la mano de dios, se habían congregado
los dobles de todos los vecinos de la comunidad que yo administraba. Desde la atalaya
de mi mesa presidencial, fui recorriendo cada una de las caras del auditorio
pensando que aquello no podía ser cierto. Pero sí. Pude distinguir las réplicas
del Farmacéutico, del Energúmeno, del Superdotado o de la Abuela de los 157
años, entre otros. Sin tiempo para asimilar la delirante situación, comenzó un
acalorado debate entre los asistentes. Un grupo que estaba liderado por el
calco del Farmacéutico y apoyado ruidosamente
por los miembros de la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, propuso dar un
golpe de mano para suplantar violentamente a los vecinos originales de la
urbanización. Otros más moderados, pedían mi intermediación para preparar un
encuentro amistoso e integrador con sus iguales. Finalmente, se procedió a realizar
una votación secreta. El doble del Energúmeno fue el encargado de contar los
votos y anunciar jubiloso la victoria ajustada de la opción del acercamiento amigable
y de paso, mi nombramiento como embajador. Después, se acercó pesadamente hasta
la mesa presidencial y mientras yo retrocedía por si las moscas, el bruto y mi
doble se fundieron en un efusivo abrazo. No había duda que los dos mantenían un
“feeling” muy especial y me entretuve pensando hasta qué punto algo así hubiera
podido producirse entre nosotros, los originales.
Tras la reunión, nos esperaban
unas mesas repletas de ricas viandas. Me hubiera encantado aprovechar la velada
para conversar con mi otro yo, pero la presencia de la copia del Farmacéutico,
que se nos pegó como una lapa, me jorobó una oportunidad única de conocerme
mejor a mí mismo. Aun así, calificaría la velada de agradable, por lo menos,
hasta el agrio momento en el que nos acercamos a la mesa de las vinagretas. El
vinagre es mi cruz. Lo siento pero no puedo con él. Prefiero que me saquen los
ojos con una cuchara oxidada antes que tener que soportar el repugnante olor
del vinagre. Y ni te cuento si, por error, ese líquido nauseabundo llega a mi
boca. El caso es que mi cara debió ser todo un poema. La réplica del boticario
cayó en la cuenta y viendo como mi semejante se papeaba con avidez una inmunda tapa
de pepinillo, dijo entre carcajadas que acababa de asistir a la primera
desavenencia entre nuestros dos mundos.
-Por eso propongo la desaparición
de uno de ellos-, continuó sin parar de reír.
-¿El mío, tal vez?-, le inquirí
en un cierto tono jocoso.
-Sí-, dijo agriando
repentinamente el gesto -¡El suyo!-.
Fueron
muchas noches en vela dándole vueltas al asunto. Por supuesto que me inquietaban
las maquinaciones de la mente malvada de la copia del difunto Farmacéutico, pero
todavía había algo que me preocupaba más: el encargo de las réplicas. En los
tiempos convulsos y extraños que corrían, si los dobles salían de su madriguera
tenían todas las papeletas para acabar en la hoguera, como un fotomatón
diabólico más. Debía evitar el encuentro amistoso aprobado en la reunión, pero
¿cómo? Finalmente, tuve una idea. Todos los veranos, la urbanización me
encargaba preparar una fiesta en el recinto de la piscina donde se contrataban
a un par de animadores infantiles que llegaban embutidos en unos enormes
muñecos de goma espuma para hacer las delicias de los más pequeños. Pues bien,
este año contrataría solamente los monigotes. De esta forma, mi razonable doble podría entrar conmigo hasta el mismo corazón de la urbanización para comprobar
personalmente las nefastas consecuencias que el encuentro podría tener, sin ir
más lejos, entre los propios niños incapaces de asimilar la desconcertante
aparición de padres repetidos. Posteriormente, él ya se encargaría de persuadir
al resto de sus colegas. El plan era arriesgado pero contó con el visto bueno
de la comunidad de dobles, así que el mismo día de la fiesta, mi compañero fue
despedido del edificio con los honores de un héroe y los demás se quedaron a
esperar noticias. Pero la cosa no pudo salir peor. El día de la fiesta fue el
más caluroso de todo el verano, ¡Qué digo de todo el verano! El día más
caluroso de todos los veranos desde que el sol es sol. Encerrados dentro de aquellos
asfixiantes muñecos de goma espuma, estábamos a más de cincuenta grados y no
exagero. Se nos hacía complicado hasta respirar. De hecho, ya hacía rato que
podía escuchar el jadeo entrecortado de mi amigo, cuando, de pronto, pude ver
como su enorme disfraz de “Bob Esponja” caía de rodillas rodeado de niños
alborotados y se terminaba desmoronando de bruces como la mascota de un equipo de
fútbol americano derrotado. Permaneció tumbado boca abajo entre las carcajadas
de los vecinos, hasta que ya mosqueados, se abalanzaron sobre él y le dieron la
vuelta. Varias manos entraron por la boca del muñeco y sacaron la cabeza de mi
réplica al exterior. Entonces, alguien gritó: “¡Es el Administrador de nuestra
comunidad! ¡Está muerto!
¡Lo
que hay que empujar para entrar por la puerta de un wolkswagen escarabajo si
vas metido dentro de un gigantesco muñeco de “Calamardo”! Había llegado hasta
el coche perseguido por todos los vecinos de la urbanización y ahí estaba,
empujando más que una parturienta. A punto de ser alcanzado por la muchedumbre,
el coche cedió y me tragó por completo. Con todo el espacio vital del vehículo
ocupado a presión por la gigantesca estrella de mar de color rosa, conseguí
arrancar, no sé bien con qué, y salí zumbando de allí.
¡Qué puedo decir! En la portada
del periódico del día siguiente se podía leer textualmente: “Administrador gilipuertas
fallece haciendo payasadas en una fiesta infantil”. Pues que estaba jodido. Sin
embargo, tengo que reconocer que contemplar mi propia esquela en las páginas
interiores, fue muy emocionante. La oportunidad de poder asistir a tu funeral,
y vivir para contarlo, no tiene precio, así que, con un bigote postizo, unas
gafas negras y un sombrero, acudí al cementerio para darme mi último adiós.
Estaba muy nervioso y encontrar allí reunidos a todos los que, de verdad,
esperaba encontrar, me conmovió tanto que hasta arrimé el hombro debajo de la
caja de mi doble. Su peso me hizo recordar que una parte de mí, viajaba dentro
y sentí una horrible sensación de angustia. Inevitablemente, reventé a llorar
de una forma tan escandalosa que mi propia mujer me invitó a abandonar el
funeral alegando que, sin duda, estaba confundido de cortejo.
Aunque el momento de mi propio
entierro fue muy especial, los días posteriores fueron para olvidar. Estuve escondido
en una sucia pensión llena de seres desgraciados, sin hacer otra cosa que mirar
la corona de flores marchitas que había mangado. Pálido y
ojeroso, cargaba con ella hasta para ir al baño común del pasillo. Nunca he
visto ataques de pánico parecidos a los que mi presencia provocaba entre
aquellos miserables, sobre todo durante mis salidas nocturnas para echar las
meaditas intempestivas de la edad adulta. Hasta cierto punto era normal. Al fin
y al cabo, nadie podría negar que yo era un fiambre. Mi nombre aparecía
claramente escrito en la cinta de la corona que portaba. Pero una mañana, me
desperté sobresaltado y sudoroso. Había estado soñando que el facsímil del
Farmacéutico me apretaba una esponja romana empapada en vinagre contra la boca.
Todavía retumbaban sus carcajadas en mi cabeza cuando comprendí que no podía seguir
muerto por más tiempo. De pronto, supe lo que debía hacer. Salí de la
habitación y bajé a la recepción. Como el dueño de la pensión, escondido debajo
del mostrador, se empeñó en no cobrarme, le dejé sobre el ordenador mi corona de
flores como dación en pago, y con determinación me escapé de aquel antro en
busca del escarabajo amarillo que estaba aparcado calle abajo.
Apreté
a tope el acelerador y el vehículo alcanzó velocidades imposibles para su catálogo
comercial. Llegué al edificio solitario de las réplicas en un santiamén, pero
el coche, con la pintura más corrida que el rimel de una puta bajo la lluvia y el
motor herido de muerte por el esfuerzo, pegó una última bocanada y expiró como
su dueño. Entré en el edificio y me dirigí a la sala de la planta baja donde me
encontré a todos los dobles sentados en sus sillas. Era como si no se hubieran
movido desde el mismo día que despidieron a mi análogo. Ocupé un lugar en la
mesa presidencial y alcé la mirada. La frialdad del auditorio me indicaba que
algo no iba bien, pero decidí continuar con mi plan. Al fin y al cabo, hacerme
pasar por mi doble no debería ser un problema. Tomé la palabra con autoridad.
Empecé explicando lo bien que me habían tratado en la urbanización y
posteriormente, pasé a exponer los motivos por los que creía conveniente
descartar la idea del acercamiento general. En plena cháchara estaba cuando, de
repente, el calco del Farmacéutico se levantó de su sitio y al grito de
“impostor”, me plantó una horrible botella abierta de vinagre delante de mis
narices. Retorcido por una espantosa convulsión, caí de espaldas con silla y
todo.
-¡¿Qué os decía yo?! ¡Por
intentar un acercamiento amistoso, nuestro compañero ha sido eliminado por
estos mentirosos! ¡Si tampoco podemos ya suplantarlos porque hemos sido
descubiertos, ¿qué nos queda?!- Vociferó la copia del Farmacéutico volviéndose
hacia el auditorio.
-¡¡¡Venganza!!!- Gritaron todas las réplicas al
unísono
La reproducción del Farmacéutico,
sonrió con satisfacción.
-¡Bien…ejecutemos lo que hemos acordado!- Y
dicho esto, todas las réplicas abandonaron la sala cerrándola con llave. Desde el
suelo, aún tuve tiempo de gritar con todas mis fuerzas que su colega estaba
vivito y coleando en la urbanización, pero no sirvió de nada. Escuché el ruido
de varios coches alejarse del edificio y después, me envolvió el mismo silencio
que rodea al que se queda tumbado cuando cierran las puertas del cementerio.
Repasé las palabras dichas por la
dúplica del farmacéutico para ver si encontraba algún indicio que me pudiera
ayudar. ¡Claro! Lo último que dijo fue que debían cumplir con lo acordado, y
¿dónde se plasman los acuerdos de las comunidades? Empecé a buscar
frenéticamente por todos los cajones de la mesa presidencial hasta que encontré
el Libro de Actas. En la última hoja, debía estar el acuerdo a ejecutar. Empecé
a leer con atención. ¡Ostiaputa! ¡Tenían previsto montarse todos juntos en un
avión para estrellarse contra la urbanización! ¿Se puede imaginar burrada
mayor? Recordaba haber estudiado un hecho similar en los libros de historia
antigua del cole, pero no recordaba exactamente cual. Seguí buscando
en el mismo cajón y encontré un pesado manojo de llaves, así que esperando un
milagro, fui hasta la puerta de la sala y las probé una a una. La última llave
entró en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido que me pareció música
celestial.
Si llegaba a la urbanización
antes que el avión, todavía podría evitar el desastre, así que cogí la botella
de vinagre, salí del edificio y eché a correr como un pollo sin cabeza. Tras
más de cuatro horas de carrera continua me paré absolutamente exhausto. Había
completado un maratón y ya no daba para más. La urbanización que yo
administraba, iba a desaparecer del planeta sin remisión. Estaba totalmente
absorto en mis pensamientos, cuando un taxi apareció de la nada y se paró junto
a mí.
-Me ha llamado ¿verdad?-, dijo el
taxista mientras abría la puerta para que entrara en el vehículo.
Es curioso como rascarse la
cabeza mientras piensas, puede sacarte de un auténtico apuro.
Había corrido hasta entrar en el
mundo conocido y gracias a una rascadita de nada, me había podido meter dentro
de un taxi que me estaba llevando, a toda leche, hacia mi destino. La suerte
estaba de mi lado y empecé a pensar que realmente podría conseguirlo. Cuando el
coche llegó a la puerta principal de la urbanización, salí y no paré de correr
hasta alcanzar el tejadillo de la torre donde empecé a
gritar y a beber vinagre de forma espasmódica. Parecía un
santo vendiendo agua bendita en mitad del cielo. Cuando el morro del “Airbus” apareció de la nada,
mis ojos se cruzaron unos segundos con los del piloto y sin apartar la mirada, le
eché un último traguito al vinagre del demonio. Luego, acompañado por el
repicar de las campanas de fondo, empecé a girar como si fuera la bailarina de
una caja de música descontrolada.
Justo en el impresionante momento
en que la punta de la gallina de hierro empezaba a arañar la panza del avión
montando una tremenda mascletá, yo ya no estaba allí. La enorme turbulencia me
había arrancado del tejadillo de la torre y me mantenía suspendido en una
maravillosa deriva espacial que me permitió ver, en una percepción ralentizada
del tiempo, como el formidable avión pasaba, tranquilamente, sobre mí. En aquel
instante de flotación calmada, supe que nadie me iba a librar de palmar, pero
me reconfortó saber que el Energúmeno, que estaba a los mandos del avión, había
realizado una última maniobra evasiva para salvar al colega fiel que había
demostrado ser mi doble. En cuanto el avión pasó de largo y desapareció de mi
campo visual, todo se aceleró repentinamente y me precipité hacia el suelo.
Estaba a pocos segundos del golpe final y simplemente, cerré los ojos para no
verlo.
Los propietarios estaban tan
pasmados contemplando la majestuosa bola de fuego que se alzaba más allá de la
urbanización, que si un niño no hubiera empezado a gritar que un pasajero del
avión se había caído a la piscina, nadie habría advertido mi presencia. Cuando
los vecinos, que me creían más muerto que Carracuca, se acercaron al bordillo
para ayudarme a salir, comprendí que había llegado el momento de afrontar la
mentira de mi propia defunción, pero me flaquearon tanto las piernas pensando
en las infinitas explicaciones que me tocaría dar que, tomando todo el aire que
pude, volví a sumergirme con el ingenuo propósito de seguir muerto y enterrado un
ratito más.