Juro por dios que no tengo nada en
contra del sapo con sotana que me echó horrorizado del confesionario tirándome
una alpargata a la cara. No había terminado de contarle mi pecadito, cuando soltó
un alarido animal que rebotó mil veces en las paredes rocosas haciendo que todos
los santos se tambalearan dentro de sus hornacinas. Eco tras eco, el grito del
cura se fue diluyendo hasta perderse entre los profundos claroscuros de la
iglesia. Cuando ya se barruntaba el silencio, un estruendo final lo revolvió
todo. El pobre San Dionisio no había podido evitar estrellarse contra el suelo
perdiendo su cabeza por segunda vez. Los santos supervivientes, que habían
contemplado con pavor la decapitación de su compadre, se esforzaron por detenerse
sobre sus peanas hasta quedarse más quietos que un clavo. Ninguno de ellos
estaba dispuesto a repetir la dolorosa experiencia de su propio martirio ni en
pintura.
Si hubiera sabido todo lo que estaba a
punto de suceder, ahora figuraría en el libro “Guinness de los records” como el
hombre vivo más rápido del planeta, pero me quedé ahí, parado, como haría el
más idiota. No recuerdo haber sentido un desasosiego semejante en mi vida, pero
estaba arrodillado para recibir el perdón y no pensaba levantarme sin él. El
silencio era inquietante y, aunque el cura parecía más calmado, tenía la
espantosa sensación del duelista que ha fallado su única bala y espera
resignado el inminente aguijonazo. Instintivamente, me llevé las dos manos a
las pelotas. En esa pose doliente estaba, cuando me pareció escuchar un leve
crujido cervical al otro lado del confesionario. Afiné la vista y pude ver unos
ojos inyectados en sangre que se acercaban al enrejado de chapa del ventanuco.
Le eché narices y pegué la oreja. Estaba deseando recibir la absolución para
salir pitando. Pero no fue exactamente la absolución lo que escuché, sino un
gruñido asfixiado que me puso la piel de gallina. Era como si allí dentro hubiera
encerrada una bestia infernal. Su vaho helado se filtró por el enrejado de
chapa formando extrañas nebulosas que se fueron deshaciendo de manera
caprichosa. Después, un rugido sordo de ultratumba me llamó “sacrílego”. Solo
recordarlo me produce escalofríos. Probad a decirlo vosotros mismos como si estuvierais
sentados en un retrete apretando con todas vuestras fuerzas. No tengáis
vergüenza que no os ve nadie. ¿A que acojona? Pues en ese mismo tono de
estreñida tensión me llamó “sacrílego”. Espeluznante, lo sé. Luego, los brillantes
ojos rojos del basilisco se fueron retirando y finalmente, como si de un
eclipse ocular se tratara, desaparecieron en la oscuridad del confesionario. Y
otra vez, volvió el silencio.
Cualquiera hubiera escapado al galope,
pero mi profundo sentido religioso me exigía afrontar la penitencia por mi pecado,
así que decidí esperar al veredicto. Y eso que un cura cabreado te puede echar
mil Avemarías y quedarse tan fresco. Pero desgraciadamente, no pasó nada de eso.
De repente, sonó un chirrido y se abrió la portezuela del confesionario. La
mano nervuda del cura se asomó al exterior. Me arrimé para recibir la anhelada absolución
y entonces, ¡pumba! En toda la cara. Zapatillazo al canto. A bocajarro,
escondido en la penumbra y con su víctima de rodillas, el cobarde acertó de
pleno. Eufórico, como el cazador que ha abatido a su presa, salió de la garita
gritando: “¡Te tengo, joputaaaa!” “¡Sarraceno!”
Y eso no fue todo. El buen señor estaba
montando tal alboroto que puso en alerta a todos los feligreses que debieron
pensar que yo era algún ladronzuelo de cepillos. Desde todos los rincones de la
iglesia, acudieron en su ayuda. Me puse de pie e intenté calmar el ánimo
alterado de los presentes, pero aquello era una misión imposible. Cada abuelo
iba a su puta bola. Algunos me apuntaron, de forma amenazadora, con sus bastones
y muletas, y otros empezaron a rodearme moviendo unos cirios encendidos a modo
de espadas láser, ¡Y qué decir de la sorda de la mantilla! Lo intenté todo. “Señora,
no haga eso que se va a hacer daño”, le sugerí amablemente, pero ella empeñada
en coger la lanza del San Jorge que estaba en el retablo principal. “No sea
cabezona, mujer”, le insistí sin resultado. La anciana, erre que erre, a lo
suyo. Definitivamente, no podía razonar con aquella pandilla de enajenados de
la tercera edad. Terminé acorralado y decidí cambiar de estrategia. “Valeee, me
rindo. Ahora le toca pagarla a otrooo.” Lo dije tratándolos como a chiquillos,
pero el truco no funcionó. Los psiquiatras aconsejan chorradas así por la tele.
Dicen que de esta forma se puede facilitar la comunicación con las personas
mayores que parecen volver a los comportamientos de su infancia, pero sinceramente,
no sirve de nada. En lugar de eso, a una señal del cura, los jubilados hicieron
el pasillo a la sorda de la mantilla que con pulso indeciso, avanzó hacia mí con
la santa lanza en ristre hasta que la apoyó contra mi pecho. “Señora…esto…al
final me la va a clavar de verdad”, le dije ya algo nervioso. Pero claro, esta
vez tampoco me oyó. La huida se había convertido en la mejor opción. En la
única, diría yo. Debía escapar o terminaría como una banderilla de anchoas. Entonces,
el cura levantó los dos brazos de forma enérgica y gritó: “¡Angustias, ensarta
a ese perro pecador!” Tuve el tiempo justo para vislumbrar un haz de luz limpia
que entraba por el portón de entrada a la iglesia y, con la seguridad de que
Dios me estaba esperando fuera, salí disparado como un cohete hasta alcanzar la
calle. El trallazo de luz me dejó cegato, pero no dejé de correr, como un pollo
sin cabeza, hasta que empecé a recuperar la vista. Para entonces, ya estaba tan
lejos de mi pesadilla que, alzando la vista al cielo, pude ir recuperando el
fuelle, plenamente aliviado.
En fin, a estas alturas de mi relato, os
estaréis preguntando qué pudo desatar la cólera del buen sacerdote con esa
brutal intensidad. Reconozco que no deciros nada sería una faena que no haría
más que aumentar la gravedad de mi pecado, así que os lo voy a contar. Ésa será
mi penitencia; que todos lo sepan y me señalen por la calle con el dedo. Durante
las pasadas vacaciones de verano, visité con mi familia la Catedral de Burgos.
En un momento de descuido, mi crío vació el culillo de su botellita de agua en
una pila seca de agua bendita que había en un rincón. Llevaba todo el día
amorrado a ella y lo primero que pensé es que aquello era una auténtica
cochinada. Como cualquier padre sabe, no se puede decir técnicamente, que estos
culillos contengan ya el agua pura de manantial que indica la etiqueta de la
botellita de plástico, sino más bien una mezcla de flujos y reflujos con más
información genética que los cadáveres del C.S.I. Pero la cosa ya no tenía
remedio. ¿Qué podía hacer? En plena reprimenda estaba, cuando se acercó el
primer turista, mojó sus dedos en la pila y se santiguó con las babas no bendecidas
de mi varón primogénito. Con el besito en el amén y todo. ¡Qué arcadas! He
vivido momentos fuertes, pero esta visión lo superaba todo con creces. Y
aquello solo fue el principio. Pude contemplar a un palmo de la pila,
paralizado por el terror, como, uno a uno,
iban pasando todos los miembros de su familia al completo. Hasta
arrimaron al niño más pequeño para que metiera su manita. ¡Cielos! Luego vinieron
muchos más feligreses a untar con sus dedos puros. De todos los sitios. Como
moscas. ¡Qué espanto! Gente de buena fe,
orando con aquellas flemas profanas repartidas por sus cuerpos sin que yo pudiera
hacer otra cosa que mirar boquiabierto como un tonto. Pero, ¿os cabe imaginar
algo más repugnante? Desde luego, al buen cura del confesionario, no. Por eso,
explotó envuelto en bilis. Lo asumo. No merecía el perdón y no me lo dio. Tengo
las puertas del infierno abiertas de par en par. Pero con el alma condenada,
tampoco tengo ya nada que perder y eso, en parte, me tranquiliza, porque,
aunque no le guardo rencor al sapo con sotana que me expulsó del confesionario,
casualmente tengo en la mano su zapatilla y ésta, se la va a devolver mi tía,
la bizca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario