sábado, 6 de octubre de 2012

CONFESIÓN INFERNAL


            Juro por dios que no tengo nada en contra del sapo con sotana que me echó horrorizado del confesionario tirándome una alpargata a la cara. No había terminado de contarle mi pecadito, cuando soltó un alarido animal que rebotó mil veces en las paredes rocosas haciendo que todos los santos se tambalearan dentro de sus hornacinas. Eco tras eco, el grito del cura se fue diluyendo hasta perderse entre los profundos claroscuros de la iglesia. Cuando ya se barruntaba el silencio, un estruendo final lo revolvió todo. El pobre San Dionisio no había podido evitar estrellarse contra el suelo perdiendo su cabeza por segunda vez. Los santos supervivientes, que habían contemplado con pavor la decapitación de su compadre, se esforzaron por detenerse sobre sus peanas hasta quedarse más quietos que un clavo. Ninguno de ellos estaba dispuesto a repetir la dolorosa experiencia de su propio martirio ni en pintura.

 

Si hubiera sabido todo lo que estaba a punto de suceder, ahora figuraría en el libro “Guinness de los records” como el hombre vivo más rápido del planeta, pero me quedé ahí, parado, como haría el más idiota. No recuerdo haber sentido un desasosiego semejante en mi vida, pero estaba arrodillado para recibir el perdón y no pensaba levantarme sin él. El silencio era inquietante y, aunque el cura parecía más calmado, tenía la espantosa sensación del duelista que ha fallado su única bala y espera resignado el inminente aguijonazo. Instintivamente, me llevé las dos manos a las pelotas. En esa pose doliente estaba, cuando me pareció escuchar un leve crujido cervical al otro lado del confesionario. Afiné la vista y pude ver unos ojos inyectados en sangre que se acercaban al enrejado de chapa del ventanuco. Le eché narices y pegué la oreja. Estaba deseando recibir la absolución para salir pitando. Pero no fue exactamente la absolución lo que escuché, sino un gruñido asfixiado que me puso la piel de gallina. Era como si allí dentro hubiera encerrada una bestia infernal. Su vaho helado se filtró por el enrejado de chapa formando extrañas nebulosas que se fueron deshaciendo de manera caprichosa. Después, un rugido sordo de ultratumba me llamó “sacrílego”. Solo recordarlo me produce escalofríos. Probad a decirlo vosotros mismos como si estuvierais sentados en un retrete apretando con todas vuestras fuerzas. No tengáis vergüenza que no os ve nadie. ¿A que acojona? Pues en ese mismo tono de estreñida tensión me llamó “sacrílego”. Espeluznante, lo sé. Luego, los brillantes ojos rojos del basilisco se fueron retirando y finalmente, como si de un eclipse ocular se tratara, desaparecieron en la oscuridad del confesionario. Y otra vez, volvió el silencio.

 

Cualquiera hubiera escapado al galope, pero mi profundo sentido religioso me exigía afrontar la penitencia por mi pecado, así que decidí esperar al veredicto. Y eso que un cura cabreado te puede echar mil Avemarías y quedarse tan fresco. Pero desgraciadamente, no pasó nada de eso. De repente, sonó un chirrido y se abrió la portezuela del confesionario. La mano nervuda del cura se asomó al exterior. Me arrimé para recibir la anhelada absolución y entonces, ¡pumba! En toda la cara. Zapatillazo al canto. A bocajarro, escondido en la penumbra y con su víctima de rodillas, el cobarde acertó de pleno. Eufórico, como el cazador que ha abatido a su presa, salió de la garita gritando: “¡Te tengo, joputaaaa!” “¡Sarraceno!”

 

Y eso no fue todo. El buen señor estaba montando tal alboroto que puso en alerta a todos los feligreses que debieron pensar que yo era algún ladronzuelo de cepillos. Desde todos los rincones de la iglesia, acudieron en su ayuda. Me puse de pie e intenté calmar el ánimo alterado de los presentes, pero aquello era una misión imposible. Cada abuelo iba a su puta bola. Algunos me apuntaron, de forma amenazadora, con sus bastones y muletas, y otros empezaron a rodearme moviendo unos cirios encendidos a modo de espadas láser, ¡Y qué decir de la sorda de la mantilla! Lo intenté todo. “Señora, no haga eso que se va a hacer daño”, le sugerí amablemente, pero ella empeñada en coger la lanza del San Jorge que estaba en el retablo principal. “No sea cabezona, mujer”, le insistí sin resultado. La anciana, erre que erre, a lo suyo. Definitivamente, no podía razonar con aquella pandilla de enajenados de la tercera edad. Terminé acorralado y decidí cambiar de estrategia. “Valeee, me rindo. Ahora le toca pagarla a otrooo.” Lo dije tratándolos como a chiquillos, pero el truco no funcionó. Los psiquiatras aconsejan chorradas así por la tele. Dicen que de esta forma se puede facilitar la comunicación con las personas mayores que parecen volver a los comportamientos de su infancia, pero sinceramente, no sirve de nada. En lugar de eso, a una señal del cura, los jubilados hicieron el pasillo a la sorda de la mantilla que con pulso indeciso, avanzó hacia mí con la santa lanza en ristre hasta que la apoyó contra mi pecho. “Señora…esto…al final me la va a clavar de verdad”, le dije ya algo nervioso. Pero claro, esta vez tampoco me oyó. La huida se había convertido en la mejor opción. En la única, diría yo. Debía escapar o terminaría como una banderilla de anchoas. Entonces, el cura levantó los dos brazos de forma enérgica y gritó: “¡Angustias, ensarta a ese perro pecador!” Tuve el tiempo justo para vislumbrar un haz de luz limpia que entraba por el portón de entrada a la iglesia y, con la seguridad de que Dios me estaba esperando fuera, salí disparado como un cohete hasta alcanzar la calle. El trallazo de luz me dejó cegato, pero no dejé de correr, como un pollo sin cabeza, hasta que empecé a recuperar la vista. Para entonces, ya estaba tan lejos de mi pesadilla que, alzando la vista al cielo, pude ir recuperando el fuelle, plenamente aliviado.

 

 En fin, a estas alturas de mi relato, os estaréis preguntando qué pudo desatar la cólera del buen sacerdote con esa brutal intensidad. Reconozco que no deciros nada sería una faena que no haría más que aumentar la gravedad de mi pecado, así que os lo voy a contar. Ésa será mi penitencia; que todos lo sepan y me señalen por la calle con el dedo. Durante las pasadas vacaciones de verano, visité con mi familia la Catedral de Burgos. En un momento de descuido, mi crío vació el culillo de su botellita de agua en una pila seca de agua bendita que había en un rincón. Llevaba todo el día amorrado a ella y lo primero que pensé es que aquello era una auténtica cochinada. Como cualquier padre sabe, no se puede decir técnicamente, que estos culillos contengan ya el agua pura de manantial que indica la etiqueta de la botellita de plástico, sino más bien una mezcla de flujos y reflujos con más información genética que los cadáveres del C.S.I. Pero la cosa ya no tenía remedio. ¿Qué podía hacer? En plena reprimenda estaba, cuando se acercó el primer turista, mojó sus dedos en la pila y se santiguó con las babas no bendecidas de mi varón primogénito. Con el besito en el amén y todo. ¡Qué arcadas! He vivido momentos fuertes, pero esta visión lo superaba todo con creces. Y aquello solo fue el principio. Pude contemplar a un palmo de la pila, paralizado por el terror, como, uno a uno,  iban pasando todos los miembros de su familia al completo. Hasta arrimaron al niño más pequeño para que metiera su manita. ¡Cielos! Luego vinieron muchos más feligreses a untar con sus dedos puros. De todos los sitios. Como moscas. ¡Qué espanto!  Gente de buena fe, orando con aquellas flemas profanas repartidas por sus cuerpos sin que yo pudiera hacer otra cosa que mirar boquiabierto como un tonto. Pero, ¿os cabe imaginar algo más repugnante? Desde luego, al buen cura del confesionario, no. Por eso, explotó envuelto en bilis. Lo asumo. No merecía el perdón y no me lo dio. Tengo las puertas del infierno abiertas de par en par. Pero con el alma condenada, tampoco tengo ya nada que perder y eso, en parte, me tranquiliza, porque, aunque no le guardo rencor al sapo con sotana que me expulsó del confesionario, casualmente tengo en la mano su zapatilla y ésta, se la va a devolver mi tía, la bizca. 

 

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