Benito, en soledad, cerró
los ojos con la fuerza mágica que hace realidad los deseos. Imaginó que su
madre entraba en casa y le abrazaba con tanta ternura que, poco a poco, se iba
convirtiendo en un niño de verdad.
Cuando Benito aún no tenía
nombre, empezó una insólita evolución dentro del vientre de su madre. La
primera ecografía no detectó ninguna irregularidad. Aunque la embarazada argüía
una y otra vez que se pasaba el día escupiendo unos pelos bastante raros, el listo de la bata blanca consideró que aquello entraba dentro de lo normal. Sin embargo, la
segunda ecografía ya no dejaría margen para el error. La madre de Benito llegó a
la consulta y sin mediar palabra se metió el dedo en la boca. Durante un ratito,
estuvo rebañando por los rincones del tragadero hasta moldear una bola de pelos
de tal calibre, que solo hubieran faltado un par de raquetas de tenis para
montar un “Roland Garros” en toda regla. Y lo de la pelota fue solo el
principio. En el curso de la ecografía, el transductor envió a la pantalla una
imagen tan espeluznante, que el médico tiró el chisme de ultrasonidos al suelo
y con un chillido muy gay, se refugió tras la mampara del consultorio. Desde
ahí, asomó los ojos y manteniendo una prudencial distancia de seguridad,
explicó, con su voz de pito, todo lo que sabía sobre el engendro. Se trataba de
un extraordinario caso de embarazo evolutivo. Aunque todos los médicos conocían su existencia, estar tan cerca de uno de ellos debía ser, por lo visto, escalofriante.
Finalmente, el galeno advirtió a la embarazada que tenía la obligación de
denunciarla ante las autoridades. Fue entonces cuando la madre rompió a llorar,
suplicando por lo más sagrado que le diera una oportunidad. Ciertamente, su
hijo podría ser todavía un primate, pero tal y como el galeno había reconocido,
estaba evolucionando de forma correcta. La madre prometió que completaría los nueve meses de gestación hasta
su último segundo. Con el moco colgando, se levantó de
la camilla y cogió el transductor del suelo. Se lo pasó suavemente por su tripa
y la sobrecogedora aparición primitiva volvió a llenar el monitor. “Mire, ese
es mi hijo, y le aseguro que no será ningún mono” Pero el médico ya no estaba
ahí. Había salido por patas, seguramente, para atender alguna urgencia más
sensata.
Cada vez que Benito, en
soledad, miraba la fotografía de su madre, sentía mariposas en el estómago. Era
tan guapa y tan distinta a él que le hechizaba. Con la foto delante, estuvo a
punto de llamarla “mamá”, pero se contuvo. Todavía recordaba la primera vez que
había osado llamarla así. La primera y la última. Fue un despiste, sí, pero
estaba avisado, y su madre le metió tal somanta de palos, que Benito tardó días
en reconocerse frente al espejo. Justo tras el arrebato, vino el
arrepentimiento. La madre le pidió mil veces perdón, mientras lo acariciaba con
tanta dulzura que consiguió convertir aquel mal día, como solo un ángel podría
hacerlo, en el mejor de toda la vida de Benito. Tanto fue así que, mirando la
foto de su madre, el niño deseó con todas sus fuerzas que el mejor día de su
vida se repitiera, con los leñazos y todo si no quedaba más remedio. Sin
embargo, sabía que ese deseo era imposible porque su madre, en otro arrebato,
se había marchado de casa, dejándolo más solo que la una.
La madre preñada salió del
consultorio médico y se fue directamente a la biblioteca del barrio. Allí pidió
un libro ilustrado sobre la evolución del hombre y se sentó para hojearlo. Vio
una secuencia de figuras que empezaba con un mono giboso que se iba
incorporando en cada dibujo hasta acabar como un hombre vestido con traje y
corbata, más chulo que un ocho. Se fijó en el nombre del último de la fila y
pensó: “Así será mi hijo. Un Homo Sapiens como éste” Para conseguirlo, debía
llevar el proceso de su gestación hasta el final. Seis millones de años de
hominización estaban pasando por su vientre y se dio cuenta que cada
segundo contaba.
Llegó a casa y remarcó en
el calendario de la cocina la fecha exacta del nacimiento de su hijo. Después, se
puso el camisón menos atractivo de su guardarropa y se metió en el lugar más
seguro que conocía. Tenía la firme intención de no moverse de la cama hasta el momento
justo del alumbramiento. Cuando su marido entró en casa y se encontró con la
hembra encamada pensó que aquel día había sonado la flauta y se dispuso a
quitarse los pantalones. El grito de desaprobación de la mujer se escuchó en
toda la urbanización y parte de la de al lado. El macho se quedó paralizado con
los pantalones a medio bajar.
- No -, repitió la madre de
forma mucho más calmada, - pero siéntate. Tengo una cosa que contarte -.
El padre se sentó intrigado y la esposa le
reprendió de nuevo.
- ¡No tan cerca de mí, bruto!
En la silla de allá -. El hombre se levantó de la cama y se volvió a sentar en
la silla de la esquina. Entonces, la madre de Benito puso la mejor de las
sonrisas y empezó a contarle a su marido los pormenores de su increíble embarazo.
Lo hizo con tanta naturalidad que solo consiguió multiplicar el desconcierto
del pobre hombre, que fue palideciendo mientras repetía alelado perdido: “Lo
entiendo, pero no lo entiendo. Lo entiendo, pero no lo entiendo.”
Finalmente, pareció
entenderlo y estuvo a punto de superar todos los avatares del embarazo como un campeón. De hecho, pudo
con la abstinencia sexual, con los extravagantes antojos de su mujer, con la constante
presencia de pelotas de pelo por los rincones de la casa, y sobre todo, con la horrible
incertidumbre de ser padre de no saber muy bien qué. Pero las afiladas supersticiones
vecinales echaron por tierra sus meritorios esfuerzos. Los propietarios de la
urbanización le acusaban de ser un fornicador maldito que había sido enviado
por el demonio para acabar con la especie humana, y pronto empezó a recibir escritos
y llamadas amenazadoras que no le dejaban dormir. Aunque, el buen hombre tenía
claro que su esperma era tan blanco y decente como el de cualquiera, la presión
vecinal le trastornó. Llegados a este punto, en su revuelto cerebro empezó a
tomar forma la única idea que podía justificar el extraño embarazo: que su
esposa se la hubiera pegado con el mismísimo Lucifer, en su propia cama, y sin
utilizar, como todo parecía indicar, ningún método anticonceptivo. Algo muy razonable,
sin duda.
Faltaban dos días para alcanzar
la fecha prevista en el calendario de la pared. Solo dos días para que bajara
la bandera a cuadros. El padre de Benito se iba a coronar como el mejor padre
de un nasciturus de la historia, pero la cagó. El buen hombre no tuvo mejor
ocurrencia que llegar a casa más borracho que una cuba, abrir de una patada la
puerta del dormitorio y entrar al galope como si fuera el séptimo de caballería.
Cegado por el aguardiente, agarró a su mujer por las axilas y la incorporó brutalmente
sobre la cama. Luego, la zarandeó en busca de la verdad. Unas dolorosas
contracciones traspasaron a la preñada que no pudo contestar con palabras a las
preguntas del hombre. Su mirada aterrada lo dijo todo. Benito empezó a salir al
exterior antes de hora. Cuando el padre vio surgir una viscosa bola peluda por
entre las piernas de su mujer, se desmoronó como las torres gemelas y nunca más
se llegó a reconstruir del todo.
El dramático nacimiento de
Benito, convirtió a su padre en una persona recelosa y desconfiada que durante años
evitó pisar la calle. Se sentía amenazado por sus propios vecinos. Si no había más opción, salía
de casa el tiempo justo para cumplir con su cometido, y volvía escopeteado. Andaba
tan encorvado que en la secuencia de figuras que su mujer ojeó con atención tiempo atrás, había
involucionado hasta parecerse más a su propio hijo que al hombre estirado del traje
y corbata. Su regresión vino acompañada de manías tontas, como su empeño
obsesivo por salir siempre a la calle llevando una pesada Biblia. La madre,
resentida con su cruel destino, le decía que tirara el dichoso libro a la
basura porque todo lo que dios podía hacer por ellos, ya lo había hecho de
sobra. Sin embargo, el padre de Benito estaba convencido de que sus días
estaban contados, y que solo aquel libro protector podía alargar su tiempo. Y
bien podría ser, porque el único día que, por descuido, salió de casa sin la enorme
Biblia debajo del brazo, le dejaron seco de cuatro balazos.
Esa noche, el hombre de
las cavernas se le volvió a aparecer en sueños y no paró de golpearle con una
cachiporra hasta que le despertó. Un chillido muy gay siempre marcaba el final
de la pesadilla. Durante varios años, el médico de la ecografía de Benito, había
dormido a pierna suelta, pero llevaba más de un mes sin pegar ojo por culpa del
maldito cavernícola. El caso del embarazo evolutivo, que creía tener más que borrado
de su mente, había vuelto de forma virulenta. No encontraba ninguna escusa que
dar. En su momento, tuvo la obligación de informar a las autoridades y se acobardó. Era
responsable de la suerte que hubiera podido correr aquella familia. Cogió el
teléfono decidido, pero lo volvió a dejar lentamente en su sitio. La llamada
pondría en peligro su carrera profesional y pensó que ya era demasiado tarde
para dar la cara.
Hacía muchos días que Benito,
en soledad, no tenía ni un triste bocado que llevarse a la boca. La despensa
estaba llena de aparadores vacíos y en la nevera ya no había nada que enfriar. Empujado
por las cornadas del hambre, entró despacito en la cocina y abrió la nevera sin
recordar que, como la vez anterior, no encontraría ni rastro de comida. Con los
mismos ojos saltones de los niños desnutridos del tercer mundo, se asomó para
inspeccionar el paisaje estepario del interior del electrodoméstico. La temperatura
corporal del pobre Benito, había bajado tanto que el frío eléctrico le atravesó
de lado a lado y empezó a tiritar como unas castañuelas. Estaba congelado. Cerró
la puerta y se sentó en el suelo. Ya no tendría ánimos para ponerse nuevamente de
pie. Su instinto animal le arrastró hasta la puerta de entrada donde se
acurrucó como un perro esperando la llegada de su amo. Allí, cerró los ojos con
la fuerza mágica que hace realidad los deseos e imaginó que su madre entraba en
casa y le abrazaba tiernamente. En ese momento, alguien abrió la puerta
principal, le recogió del suelo y le apretó contra su pecho. Benito, sin fuelle
ni para abrir los ojos, sintió el calor humano y dejó de tiritar. Su querida madre
había regresado. Ya no estaba solo. Intentó llamarla “mamá” pero estaba tan vencido por el agotamiento
que su boca solo pudo esbozar una leve sonrisa que se fue suavizando hasta
desaparecer.
El empleado del Centro de
Investigaciones Científicas aparcó su furgón delante del unifamiliar 17 y abrió
la puerta de entrada con una ganzúa de cerrajero. Allí encontró, tal y como había
indicado la voz de pito de la llamada anónima, un organismo inmaduro procedente
de algún embarazo evolutivo inconcluso. Siempre eran igual de feos. Se puso los guantes de látex y lo cogió en
volandas. Le pareció que el espécimen sonreía pero no le dio más importancia.
Salió del unifamiliar y abrió la puerta trasera del vehículo refrigerado. Una
corriente heladora le envolvió. Entonces, el funcionario cargó al ser peludo dentro
de la gigantesca nevera con ruedas y cerró la puerta rápidamente, no fuera a
darle un mal aire a la garganta. Arrancó la furgoneta y se dirigió al
laboratorio de experimentación. No tenía ningún motivo para darse prisa, así que
puso especial cuidado en tomar el camino más largo para ver si de esta forma,
echaba la tarde en el recado.
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