lunes, 7 de marzo de 2011

LAS PIERNAS DEL CORREDOR

          Como sucedía todas las mañanas, el corredor del unifamiliar 93 se despidió de su madre y salió a entrenar por el monte cercano a la urbanización. Sin embargo, aquel día, no regresó a la hora de comer. Cuando su madre se cansó de mirar los dos platos vacíos sobre la mesa del comedor, subió a la última planta y se acomodó junto a la ventana. Durante horas, no apartó la vista del camino, pero su hijo no apareció, así que cansada de esperar, salió de su casa y se adentró sola en el monte. Se había puesto el vestido más negro que había encontrado en su ropero porque presagiaba algo malo. Recorrió todos los senderos gritando el nombre de su hijo tantas veces y con tanta fuerza que los propietarios de la urbanización pudieron seguir la batida desde sus casas, sin mover un solo dedo. Cuando la incansable voz que llegaba del monte, de pronto, enmudeció, toda la urbanización, como si fuera un estadio antes del lanzamiento de un penalti, se paralizó. Aquel mal silencio sobrecogió a los propietarios que espoleados por un repentino sentimiento de culpa empezaron a pensar que, tal vez, sus quehaceres domésticos no eran tan importantes después de todo. Más de uno, empezó a susurrar impaciente el nombre del chaval, pero la esperada voz de la madre ya no volvió a resonar y todos supieron que, definitivamente, la búsqueda había finalizado. El bulto negro y cansado que durante horas había estado gritando el nombre de su hijo, solo tuvo fuerzas para soltar un ruidito ahogado antes de caer de rodillas en mitad del cortafuegos, justo bajo unas zapatillas de correr que colgaban sobre un cable de alta tensión a más de treinta metros de altura.

            Un buen amigo me había planteado días atrás, un inocente comecocos que me estaba volviendo loco. Se trataba de determinar si una mosca que estaba volando dentro de un avión en dirección a la cola, ocasionaba algún tipo de peso o resistencia dentro del aparato que, a su vez, estaba en pleno vuelo. No me explico como una bobada así, me pudo mantener tantas noches sin dormir pero el asunto me llegó a obsesionar. Recuerdo estar sentado sobre la taza del retrete tirándome desesperado de los pelos aplicando y desaplicando estúpidas teorías físicas. Aquella noche, hasta me pareció escuchar dentro de mi casa el zumbido de la maldita mosca de avión. Pero no era la mosca, sino el teléfono. Cuando descolgué, todavía tenía la cabeza llena de fórmulas y flechitas. Era la madre de negro. Se disculpó por la hora intempestiva de la llamada y tras contarme la misteriosa desaparición de su hijo, rompió a llorar. El llanto me sacó de la pesadilla insectívora en la que andaba metido. Miré por la ventana. Empezaba a amanecer. Tocaba vestirse apropiadamente para entrar en un monte, así que me olvidé del traje con corbata y me puse los vaqueros ajustados de los conciertos de rock.

            Efectivamente, las zapatillas de correr, unidas por los cordones, se balanceaban en el lugar exacto que me había indicado la madre. Allí arriba, solo había preguntas así que bajé la mirada y empecé a rebuscar por el suelo. Entre los matorrales, descubrí las huellas dejadas por unas ruedas de bicicleta. Estaba sacando unas fotos con mi cámara digital, cuando un destello me llamó la atención. Era un diente de sierra, y a su lado, nada menos que un dedo. Sí, sí, un dedo. En cualquier película barata de terror, aquel dedo índice se hubiera puesto en marcha y no hubiera parado hasta cometer alguna fechoría. Yo no creo en esas chorradas, pero por si acaso, agarré una rama y le metí más palos que a una estera. Cuando estuve seguro de que el apéndice perdido no causaría ningún problema, me lo eché al bolsillo.

             El Comisario, un tipo más chulo que un ocho, recogió la prueba humana a regañadientes. En cuando comprobó que aquel dedo envejecido no podía pertenecer al joven desaparecido, intentó pasar del asunto alegando que cualquier persona mayor de edad era libre para largarse, en cualquier momento, a donde quisiera. Tuve que insistir lo indecible para que el ocho del Comisario se decidiera a convocar a todos los propietarios de mi urbanización a una rueda de reconocimiento. Si el dedo perdido no pertenecía al corredor, su dueño no debía andar muy lejos.

El día señalado, todos los propietarios, como si estuvieran en el patio de un campo de concentración nazi, se ordenaron en el recinto de la piscina según el número de unifamiliar. Antes de comenzar el recuento de dedos, el Comisario se atusó el bigotito de domador y me susurró al oído que más me valía que todo aquel jaleo mereciera la pena o se me caería el pelo. Le sonreí confiado. Desde luego que iba a merecer la pena. A una señal del Comisario, todos los vecinos levantaron sus palmas y empezamos la prueba que, sinceramente, no tenía ningún misterio. El Comisario iba contando los dedos en alto mientras yo tomaba las anotaciones correspondientes. El dichoso numerito “diez” se fue repitiendo una y otra vez. Diez, diez, diez, diez… Poco a poco, empecé a sentir como si me fuera desinflando. Cuando el último vecino de la urbanización nos mostró su decena de dedos, yo ya no debía levantar más allá de un palmo del suelo. Había metido la patita hasta el fondo. Entonces, el Comisario me voceó desde las alturas que después de aquella melonada, entendiera el caso completamente cerrado y me lanzó el enorme dedo para que, según dijo, me lo metiera por el culo.

Tardé varios días en recuperar mi tamaño natural. Durante ese tiempo, no dejé de pensar que, tal vez el Comisario tuviera razón y que el chaval podría haber escapado voluntariamente de su casa. Nadie dijo que la presión de la competición deportiva, fuera fácil de soportar. Con un par de pelotas, me atreví a soltar tal insinuación delante de su madre, y casi se me come: “¡Usted es el único que está loco aquí! ¡Cómo se atreve a decir esto en mi propia casa! ¡Mi hijo no se ha ido a ningún sitio!”. Hasta ese momento, nuestra conversación había sido de lo más cordial. Sentados en mitad de un salón repleto de vitrinas con trofeos y recortes de periódico convenientemente enmarcados, habíamos estado charrando sobre las proezas deportivas del chaval. Después de aquella muestra de genio maternal, la mujer se calmó y me miró a los ojos: “Perdone, pero no debería hablar sin saber lo que dice. Hay muchas cosas que desconoce.” Salió del salón y trajo un jarrón bastante feo que puso sobre la mesa. “No quiero que piense que solamente soy una madre desequilibrada, así que le voy a contar una historia que casi nadie sabe. Verá, mi hijo nació unido por la cadera a un hermano gemelo. Un hermano siamés con el que compartía las piernas. Como si se tratara del juicio de Salomón, el médico me informó que había que cortar por la mitad o morirían los dos. No se trataba de matar a uno, sino de salvar al otro. Soy madre soltera y nunca me he sentido tan sola como entonces. Estaba bastante confundida, cuando un estudiante de farmacia me propuso un plan. No sé como pude acceder pero entonces me pareció buena idea. Los propios siameses iban a elegir quien vivía y quien no. El chaval sujetó del techo de la habitación del hospital un sonajero que colgaba justo en el medio de los cuerpecitos. Los dos tuvieron las mismas oportunidades para estirarse y tocarlo, pero solo el más capaz, lo consiguió. En fin…fue un momento muy triste. Y ahora, imagínese el esfuerzo que durante toda su vida ha tenido que realizar mi único hijo para llegar hasta donde ha llegado. A ser el mejor. Su vida es la historia de la superación personal más increíble que se pueda contar.” Me enseñó una foto de su hijo donde lucía unas piernas perfectas de atleta. ¿De verdad cree que mi hijo ha huido ahora que estaba en la cumbre? “No. No lo creo”, le contesté boquiabierto. La madre, que desde el día de la desaparición no había dejado de vestir de negro, prosiguió: “La última vez que estuve con el estudiante fue cuando me entregó esta urna funeraria y nunca más lo volví a ver.” Miré el jarrón feo y sin pensarlo dos veces, me levanté y lo agarré. Intenté quitarle la tapa pero estaba herméticamente cerrada. La madre se abalanzó sobre mí gritando que dejara en paz los restos de su hijo. Forcejeamos como fieras. En mitad de la pugna, la urna funeraria cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Un aroma infantil a fresa nos envolvió a los dos. Me chupé un dedo, lo metí entre los restos y me lo llevé a la boca ante los ojos espantados de la madre que pensó que estaba en presencia del mismo demonio. Entonces grité: “¡¡Es sidral...!!”, y la madre de negro cayó de rodillas igual que la tarde que encontró colgadas las zapatillas de su hijo.

Si alguna cosa estaba clara en aquel momento, era que el segundo siamés estaba vivo y no tenía piernas, así que me dirigí hacia el centro ortopédico más importante de la ciudad y aparqué frente a la puerta. Solicité un catálogo de sillas de ruedas y empecé a hojearlo. Las fotografías publicitarias me dejaron impactado. Daban ganas de ser un tullido para poder disfrutar del confort de semejantes maravillas. El tipo “paraíso” era la caña. Un modelo profesional de piernas perfectamente torneadas, vestido con una camisa hawaiana, estaba sentado sobre una colorida silla de ruedas situada a la orilla del mar. Su sonrisa blanqueada y el dedo pulgar levantado invitaban a darse una ostia con el coche para poder disfrutar de semejante lujo para toda la vida. Y qué comentar del tipo “diábolo”. Una ardiente modelo vestida con una ajustada malla negra rematada con unos cuernos rojos, me guiñaba un ojo desde su estupenda silla roja colocada delante de unas llamas infernales de pega. Más morbo, imposible. Me llamó la atención el dibujo de las cubiertas de las ruedas de este tipo de silla. Eran igualitas a las de mis fotos. Llamé a la dependienta. Le enseñé el recorte de un periódico deportivo y le pregunté si recordaba haber vendido una silla de ruedas del tipo “diábolo” a una persona sin piernas muy parecida a la de la foto. Entonces, me di cuenta de lo macizorra que estaba la zagala. Sus pechos gordos se asomaban por la abertura de su camisa escotada sin ninguna vergüenza. Con el descaro de la juventud, me miró el paquete. “Sí, lo recuerdo”, susurró mientras se mordía el labio inferior sin apartar la mirada. Estas cosas no me pasan todos los días, así que me miré intrigado la entrepierna y entendí el motivo de tamaño interés. El dedo índice que llevaba en el bolsillo, y que a estas alturas estaba más tieso que un palo, se marcaba claramente en mi vaquero ajustado de los conciertos de rock, dándome el aspecto de un torero empalmado. Tuve una ocurrencia y me eché a reír solo. ¿Alguien puede llegarse a imaginar la cara que puso esa dependienta al ver salir, poco a poco, el dedo fiambre a través de la cremallera de mi pantalón? Sencillamente, brutal. Su capacidad pulmonar fue, como todo parecía indicar, descomunal. Tanto, que desde el interior del coche, aún pude seguir escuchando el espantoso alarido sostenido que estaba pegando la cernícala. Fue perfecto. Me había reído como un tocino y además, tenía la dirección del siamés sin piernas, así que arranqué el motor y me puse en camino con un dedo muerto colgando de mi bragueta.

Estaba delante de la puerta de una casa tan sombría y aislada del mundo que daba miedo. Me quedé parado. Aquel era el punto sin retorno de mi aventura. Si entraba en la casa, no habría vuelta atrás; tendría que apechugar con las consecuencias. Me acordé de la madre desconsolada y sentí que debía continuar. Llamé al timbre. La puerta se abrió y entre la penumbra, apareció la figura del corredor. Llevaba una camiseta y un pantalón corto de deporte que dejaban ver sus atléticas piernas de campeón. No había ninguna duda; era él. ¡Le había encontrado! Sentí una inmensa emoción. Di un paso decidido hacia delante y le abracé con tanta efusividad que lo levanté manteniéndolo suspendido en el aire. “Dios mío, estás aquí. Tu madre se va a llevar la mayor alegría de su vida”, le dije apretando con fuerza. Pero una extraña voz de bebé adulto, me preguntó al oído: “¿Todavía vive la guarra de mi madre?” En ese momento, las piernas musculosas se desencajaron del pantalón de deporte y cayeron a ambos lados del cuerpo produciendo un ruido sordo que me dejó pasmado. Sobrecogido, solté el bulto. El siamés sin piernas cayó al suelo boca arriba y empezó a moverse como una cucaracha aturdida. Intentando de forma frenética, que esa espantosa cosa no me rozara, tropecé en la oscuridad con algo que lentamente se fue desplazando hasta quedarse parado justo bajo el único punto de luz del habitáculo. Ante mí, apareció de forma teatral, el siamés deportista sentado sobre una reluciente silla “diábolo”. Sin piernas y con un sonajero metido en la boca, estaba más fiambre que mi abuela. La cólera me cegó. Furioso, enganché por la pechera al único siamés vivo y lo levanté como si fuera un juguete roto: “¡¡¿Por qué, desgraciado? ¿Por qué?!!” Entonces, el inválido me miró poniendo cara de niño bueno y me dijo con una vocecilla: “Él se llevó mis piernas. Eran mías y él se las llevó”. La tristeza absoluta de aquella mirada me atravesó como un tiro. Todavía me conmueve su recuerdo. No puedo decir nada más.

Nunca un caso me había dejado tan tocado. Tenía la certeza de que alguna pieza no encajaba pero me faltaban las fuerzas para seguir. ¿Cómo era posible que un mutilado hubiera podido subir por una torre de alta tensión para colgar unas zapatillas de deporte a más de treinta metros de altura? Desde luego, un siamés sin piernas no. Pero estaba cansado y decidí olvidar el asunto para siempre. Una noche, la mosca de avión volvió a colarse en mis sueños. En esta ocasión, la cazaba con la mano y la pinchaba con un alfiler sobre la mesa para cobrarme una justa venganza, pero por más que me empeñara en arrancarle las patitas, siempre le volvían a salir hasta completar sus tres pares reglamentarios. Me desperté sofocado, y de pronto, todo se iluminó. ¿Cómo no había caído antes? ¡El Farmacéutico que vivía en la misma urbanización, tenía seis dedos en una mano! Este detalle, que tampoco le había pasado desapercibido al psiquiatra del caso del tren fantasma, era la clave. Por eso, pudo superar la prueba del recuento de los dedos sin problemas. Y quien sino el Farmacéutico en su época estudiantil, podría haber ideado el plan del sonajero y se hubiera atrevido a cambiar un siamés sin piernas por una urna funeraria llena de sidral de fresa. La tentación de poder disponer de un ejemplar digno de estudio solo para él, debió ser demasiado fuerte. Y por supuesto, sin su ayuda, no habría sido posible la desaparición del corredor. Me asomé por la ventana. Empezaba a amanecer. Fui al baño y me miré en el espejo. Mi aspecto no podía ser más lamentable. La maldita mosca de avión había vuelto a hacer de las suyas. Pero eso era lo de menos. Tocaba vestirse apropiadamente para entrar en una farmacia peligrosa, así que me olvidé de los vaqueros ajustados de los conciertos de rock y me puse las mallas de leopardo de los conciertos punkarras.

Fui el primero en entrar en la farmacia y de un puñetazo, planté el desventurado dedo índice en el mostrador. “¡Creo que esto es suyo!”, le dije al Farmacéutico de forma rotunda. Él ni se inmutó. No tenía nada que temer. Sabía que el caso estaba bien cerrado. Es más, diría que estuvo soberbio. “Gracias. Las motosierras nunca han sido lo mío”, dijo con aplomo, y sin retirar su mirada de la mía, continuó: “Por cierto, tiene una cara horrible ¿puedo darle alguna cosilla para dormir mejor?” Tanta confianza, me dejó descolocado. No supe qué decir y aparté la mirada. Mi primer golpe de efecto se había estrellado contra un muro y me sentí enormemente cansado. Pensé que había sido un error entrar en la farmacia. Abatido, me dirigí hacia la puerta de salida. Me estaba retirando. Pero me paré en seco. Yo también podía ser malo. Ensombrecí el gesto y me volví repentinamente para mirar al Farmacéutico directamente a los ojos: “Dígame una cosa. Si una mosca está revoloteando dentro de un avión en dirección a la cola ¿ocasionará algún tipo de peso o resistencia en el avión que está en pleno vuelo?” El tendero torció el gesto como si le hubiera pegado un puñetazo en la barriga. Durante un largo rato, se quedó pensando absolutamente ensimismado y finalmente, me preguntó sumiso: “¿Lo…lo…ocasiona?” Su balbuceo lento y entrecortado dejó escapar un tono de súplica que me supo a gloria. No dije nada. El Farmacéutico perdió los nervios y me empezó a llamar a gritos desde el mostrador, pero yo seguí sin decir nada. Entonces, me di media vuelta embriagado por el confuso placer que proporciona una victoria inesperada, y salí de la farmacia dejándole en compañía de un gusano cerebral de cojones.




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