El Energúmeno conoció el dolor muy temprano; siendo un bebé. El auténtico dolor, quiero decir. Fue una gélida noche de invierno, cuando su madre le metió dentro de la cuna, un boto de agua hirviendo con el tapón mal enroscado. Los berridos del crío no la mosquearon porque pensó que se callaría en cuando entrara en calor. Tampoco sospechó nada su padre, que llegó de madrugada con una cogorza tal, que al ver la densa humareda que envolvía la cuna, pensó que estaba ante otro numerito de magia de la bruja con la que tenía que compartir el dormitorio por eso del casamiento. Serían los propios vecinos quienes, alarmados por el asqueroso olor a fritanga que estaba invadiendo la escalera del edificio, darían aviso a los bomberos que, tras reventar la puerta equivocada, entrarían al galope hasta el dormitorio de la desdichada viejecita del piso de arriba dándole un susto de muerte. Me angustia solo imaginarlo, pero fue así. Nadie terminó por evitar que el boto de agua hirviendo se fuera vaciando lentamente sobre el cuerpecito del infeliz. A ese dolor me refería.
En uno de sus paseos por el monte, el padre del Energúmeno había visto nacer una oveja con dos cabezas y pensó que nada podría ser más prodigioso. Pero se equivocaba. Lo de la espalda de su hijo resultó ser el acabóse. Una y otra vez, lo tumbaba boca abajo, sobre la cuna, y se esforzaba por encontrar una explicación que poder contar sin pasar por loco, pero no era posible. El parecido entre la enorme quemadura cicatrizada en la espalda del Energúmeno y el osito de peluche de la cuna era, decididamente, algo asombroso. Ambos, podrían pasar por un calco perfecto, salvo por esos espantosos colmillos que le daban al osito de la espalda del bebé, el aspecto de una bestia.
El padre del Energúmeno siempre quiso creer que esa rara habilidad del niño para cicatrizar las heridas a su antojo, era obra de las pócimas y ungüentos de brujería que su madre le aplicaba desde que nació. Sin embargo, nunca durmió del todo tranquilo pensando que pudiera tener algo que ver con la mala sangre que modelaba aquellas figuras de pesadilla sobre su piel. La posibilidad de haber embarazado a su esposa con algún bichito defectuoso, le acabó haciendo sentir tan culpable, que solo sería padre una vez.
Nada de todo esto hubiera pasado, si el padre del Energúmeno no se hubiera enamorado perdidamente del culo de la bruja que sería su mujer. Ocurrió durante una clara noche de verano. Había salido a pasear por un monte cercano a su piso, cuando escuchó un extraño cántico y se escondió tras unos matorrales. En silencio, pudo observar las danzas y conjuros secretos de una bruja invocando belleza y poder a la luna llena. En un momento del ritual, la mujer se quedó inmóvil y olfateó con la intensidad del felino que ha localizado a una presa. Súbitamente, se bajó el faldón y se agachó para dejar bien expuesto su gordo trasero a la luz de la luna. El padre del Energúmeno pudo contemplar el enorme culazo de la bruja iluminado como un campo de fútbol en una noche copera. Se pellizcó con fuerza el antebrazo, pero aquel pandero, que muy bien podría estar hecho con la piel de mil elefantes, no desapareció de su vista. Un olor nauseabundo que le recordó a las bombas fétidas de su infancia, le envolvió y sintió que su vida estaba en peligro. Había que escapar, pero ya era tarde. Las tremendas posaderas de la bruja pegaron un fogonazo de luz tan brutal que el padre del Energúmeno permaneció conmocionado durante varios minutos. Cuando recuperó la percepción visual, la bruja se había esfumado. Lentamente, se puso de pie y se quedó embelesado mirando al cielo. La luna llena le pareció inmensamente bella. Nunca se había sentido así de bien. Un tsunami de gozo le había traspasado de lado a lado y supo que la preciosa hembra que le había enseñado el culo más perfecto que cualquier hombre pudiera desear, debía ser, por encima de todo, la madre de sus hijos.
Durante meses, el padre del Energúmeno no paró de contar a todo el mundo la romántica historia de su encuentro con el culo perfecto bajo la luz de la luna. Solo había que ver su cara para comprender que estaba atontado por una emoción enfermiza que tenía a sus amigos alucinados. ¿Cómo era posible que viera con tanta claridad un maravilloso culo donde solo había un trasero del tamaño de un trolebús? Y eso no era lo peor. Las sobadas nalgas de la bruja eran bien conocidas en todo el barrio por sus aventuras desvergonzadas y sus amoríos de pago. Sus buenos amigos intentaron convencerle de lo evidente pero sus palabras chocaron una y otra vez contra un pedrusco sordo y ciego. Cansados, le dejaron en paz. Todos los indicios apuntaban a un claro caso de encantamiento extremo, y así lo aceptaron.
Como en cualquier boda que se precie, en ésta también hubo banquete. El novio estaba tan hinchado de orgullo que cada vez que podía, plantaba la mano abierta sobre el culo perfecto para que todos lo vieran. Tan ciego estaba el pobre hombre, que las miradas de espanto de los invitados, se le figuraban como de pura envidia. Pero el encantamiento estaba a punto de romperse. Sucedió poco después de que la bruja, con el gordo trasero bien agarrado, metiera un tajo a la tarta nupcial de nata con la espada del restaurante. Los amigos empezaron a aplaudir sin excesiva pasión mientras la pareja se abrazaba con fuerza. Entonces, la bruja aprovechó la ocasión para colar, con disimulo, el acero entre sus cuerpos y plantar la punta de la espada en el gaznate del novio mientras le susurraba al oído que, o bien mandaba a la puta mierda a todos sus amigos allí presentes, o esa misma noche se acordaría de quien era ella. Lo dijo con una expresión tan terrorífica que el macho descolocado se cagó en los pantalones. Solamente fue necesario medio giro de la espada medieval en su garganta para que se escuchara en toda la sala un grito descomunal: “¡¡A la puta calle todos, mamones!!” Se hizo un silencio sepulcral que solo fue roto por el golpetazo de la bandeja de un camarero pasmado. Los amigos habían sido vendidos como ratas. Resignados, se fueron levantando para desfilar, en un triste cortejo, hasta la calle. Mientras el salón se iba vaciando, el padre del Energúmeno sintió como la mano de su mujer, en un gesto de plena satisfacción, se apoyaba enérgicamente sobre la suya para que le apretase bien fuerte el trasero. Se lo había ganado. Pero el culo perfecto ya no estaba allí. Sus dedos se hundieron en una masa fofa y sebosa que olía a bomba fétida. Se retorció salvajemente el antebrazo y cuando comprobó que no estaba soñando, un escalofrío de puro terror le atravesó, como otro tsunami, dejándolo paralizado. El bonito encantamiento había durado lo que cuesta estamparse contra el fondo de un precipicio.
Absolutamente entumecido y mudo por el espanto, notó como la bruja le limpiaba con el extremo de la corbata, un pegotillo de nata que todavía tenía colgando del gaznate. Le llamó “marranazo” en un tono tan cariñoso que cualquiera hubiera salido disparado como un cohete hasta llegar a los anillos de Saturno. Pero el padre del Energúmeno, contraído por el terror, no pudo mover ni un músculo. La bruja le agarró de la mano con autoridad y lo arrastró fuera del restaurante en dirección al piso que su maridito había comprado para consumar la noche de bodas. El novio no quería ir, pero su cuerpo atenazado, no respondía. Su boca se abría, como la de un pez fuera del agua, sin conseguir emitir ningún sonido. Por la calle, tieso como un maniquí, iba moviendo con desesperación sus ojos saltones, a diestro y siniestro, suplicando ayuda con la mirada, pero nadie quiso ver el drama que pasaba a su lado. Entraron en el portal del edificio y coincidieron dentro del ascensor con la desdichada viejecita del piso de arriba. Sabía que era su última oportunidad, así que se esforzó al máximo en hacerle notar que iba al matadero. Su cara de pez asfixiado, con aquellos ojos dando vueltas incontroladas como pelotas, lo decía todo, pero solo consiguió acongojar a la pobre abuelita que empezó a gritar más que el día que la operaron de apendicitis sin anestesia, durante la guerra civil.
Los hechos posteriores, se fueron sucediendo por plantas. El ascensor llegó primero a la planta de los recién casados y los dos salieron de la cabina de madera que estaba inflada por los alaridos huracanados de la vieja. La bruja despeinada sacó la llave del bolsillo del pantalón de su marido y abrió la puerta del piso. Se presentó ante ellos un pasillo oscuro como la boca de un lobo. El padre del Energúmeno se sintió tan derrotado que se abandonó a la fatalidad. Respiró hondo y atravesó el umbral por delante de la bruja, que ya se iba aflojando el faldón. Nueve meses después, nacería el Energúmeno para conocer el dolor. Mientras todo esto pasaba en la planta de abajo, el ascensor siguió su ruta y paró en la planta de arriba. La pobre viejecita, que seguía gritando como una loca, salió despavorida para estamparse contra el extintor de la pared que frenó en seco su correteo senil. Los médicos que acudieron a socorrerla le avisarían que su débil salud no resistiría otro susto parecido. Pobre desdichada.
Con el paso del tiempo, la vida del padre del Energúmeno se convirtió en un infierno tan insufrible, que un día le suplicó a su mujer que hiciera la magia que fuera necesaria para permitirle vivir el resto de sus días, de dos en dos. A la bruja todavía le quedaba algo de compasión y el hombre terminó sufriendo en esta vida, la mitad de lo que le había tocado en suerte. Cuando llegó su hora, ninguno de sus amigos dio un paso adelante. La verdad es que ni siquiera recordaban ya el nombre del imbécil que los había vendido por una bruja de corazón duro y trasero blando.
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