sábado, 19 de marzo de 2011

UN CULO PERFECTO

El Energúmeno conoció el dolor muy temprano; siendo un bebé. El auténtico dolor, quiero decir. Fue una gélida noche de invierno, cuando su madre le metió dentro de la cuna, un boto de agua hirviendo con el tapón mal enroscado. Los berridos del crío no la mosquearon porque pensó que se callaría en cuando entrara en calor. Tampoco sospechó nada su padre, que llegó de madrugada con una cogorza tal, que al ver la densa humareda que envolvía la cuna, pensó que estaba ante otro numerito de magia de la bruja con la que tenía que compartir el dormitorio por eso del casamiento. Serían los propios vecinos quienes, alarmados por el asqueroso olor a fritanga que estaba invadiendo la escalera del edificio, darían aviso a los bomberos que, tras reventar la puerta equivocada, entrarían al galope hasta el dormitorio de la desdichada viejecita del piso de arriba dándole un susto de muerte. Me angustia solo imaginarlo, pero fue así. Nadie terminó por evitar que el boto de agua hirviendo se fuera vaciando lentamente sobre el cuerpecito del infeliz. A ese dolor me refería.

En uno de sus paseos por el monte, el padre del Energúmeno había visto nacer una oveja con dos cabezas y pensó que nada podría ser más prodigioso. Pero se equivocaba. Lo de la espalda de su hijo resultó ser el acabóse. Una y otra vez, lo tumbaba boca abajo, sobre la cuna, y se esforzaba por encontrar una explicación que poder contar sin pasar por loco, pero no era posible. El parecido entre la enorme quemadura cicatrizada en la espalda del Energúmeno y el osito de peluche de la cuna era, decididamente, algo asombroso. Ambos, podrían pasar por un calco perfecto, salvo por esos espantosos colmillos que le daban al osito de la espalda del bebé, el aspecto de una bestia.

El padre del Energúmeno siempre quiso creer que esa rara habilidad del niño para cicatrizar las heridas a su antojo, era obra de las pócimas y ungüentos de brujería que su madre le aplicaba desde que nació. Sin embargo, nunca durmió del todo tranquilo pensando que pudiera tener algo que ver con la mala sangre que modelaba aquellas figuras de pesadilla sobre su piel. La posibilidad de haber embarazado a su esposa con algún bichito defectuoso, le acabó haciendo sentir tan culpable, que solo sería padre una vez.

Nada de todo esto hubiera pasado, si el padre del Energúmeno no se hubiera enamorado perdidamente del culo de la bruja que sería su mujer. Ocurrió durante una clara noche de verano. Había salido a pasear por un monte cercano a su piso, cuando escuchó un extraño cántico y se escondió tras unos matorrales. En silencio, pudo observar las danzas y conjuros secretos de una bruja invocando belleza y poder a la luna llena. En un momento del ritual, la mujer se quedó inmóvil y olfateó con la intensidad del felino que ha localizado a una presa. Súbitamente, se bajó el faldón y se agachó para dejar bien expuesto su gordo trasero a la luz de la luna. El padre del Energúmeno pudo contemplar el enorme culazo de la bruja iluminado como un campo de fútbol en una noche copera. Se pellizcó con fuerza el antebrazo, pero aquel pandero, que muy bien podría estar hecho con la piel de mil elefantes, no desapareció de su vista. Un olor nauseabundo que le recordó a las bombas fétidas de su infancia, le envolvió y sintió que su vida estaba en peligro. Había que escapar, pero ya era tarde. Las tremendas posaderas de la bruja pegaron un fogonazo de luz tan brutal que el padre del Energúmeno permaneció conmocionado durante varios minutos. Cuando recuperó la percepción visual, la bruja se había esfumado. Lentamente, se puso de pie y se quedó embelesado mirando al cielo. La luna llena le pareció inmensamente bella. Nunca se había sentido así de bien. Un tsunami de gozo le había traspasado de lado a lado y supo que la preciosa hembra que le había enseñado el culo más perfecto que cualquier hombre pudiera desear, debía ser, por encima de todo, la madre de sus hijos.

Durante meses, el padre del Energúmeno no paró de contar a todo el mundo la romántica historia de su encuentro con el culo perfecto bajo la luz de la luna. Solo había que ver su cara para comprender que estaba atontado por una emoción enfermiza que tenía a sus amigos alucinados. ¿Cómo era posible que viera con tanta claridad un maravilloso culo donde solo había un trasero del tamaño de un trolebús? Y eso no era lo peor. Las sobadas nalgas de la bruja eran bien conocidas en todo el barrio por sus aventuras desvergonzadas y sus amoríos de pago. Sus buenos amigos intentaron convencerle de lo evidente pero sus palabras chocaron una y otra vez contra un pedrusco sordo y ciego. Cansados, le dejaron en paz. Todos los indicios apuntaban a un claro caso de encantamiento extremo, y así lo aceptaron.

Como en cualquier boda que se precie, en ésta también hubo banquete. El novio estaba tan hinchado de orgullo que cada vez que podía, plantaba la mano abierta sobre el culo perfecto para que todos lo vieran. Tan ciego estaba el pobre hombre, que las miradas de espanto de los invitados, se le figuraban como de pura envidia. Pero el encantamiento estaba a punto de romperse. Sucedió poco después de que la bruja, con el gordo trasero bien agarrado, metiera un tajo a la tarta nupcial de nata con la espada del restaurante. Los amigos empezaron a aplaudir sin excesiva pasión mientras la pareja se abrazaba con fuerza. Entonces, la bruja aprovechó la ocasión para colar, con disimulo, el acero entre sus cuerpos y plantar la punta de la espada en el gaznate del novio mientras le susurraba al oído que, o bien mandaba a la puta mierda a todos sus amigos allí presentes, o esa misma noche se acordaría de quien era ella. Lo dijo con una expresión tan terrorífica que el macho descolocado se cagó en los pantalones. Solamente fue necesario medio giro de la espada medieval en su garganta para que se escuchara en toda la sala un grito descomunal: “¡¡A la puta calle todos, mamones!!” Se hizo un silencio sepulcral que solo fue roto por el golpetazo de la bandeja de un camarero pasmado. Los amigos habían sido vendidos como ratas. Resignados, se fueron levantando para desfilar, en un triste cortejo, hasta la calle. Mientras el salón se iba vaciando, el padre del Energúmeno sintió como la mano de su mujer, en un gesto de plena satisfacción, se apoyaba enérgicamente sobre la suya para que le apretase bien fuerte el trasero. Se lo había ganado. Pero el culo perfecto ya no estaba allí. Sus dedos se hundieron en una masa fofa y sebosa que olía a bomba fétida. Se retorció salvajemente el antebrazo y cuando comprobó que no estaba soñando, un escalofrío de puro terror le atravesó, como otro tsunami, dejándolo paralizado. El bonito encantamiento había durado lo que cuesta estamparse contra el fondo de un precipicio.

Absolutamente entumecido y mudo por el espanto, notó como la bruja le limpiaba con el extremo de la corbata, un pegotillo de nata que todavía tenía colgando del gaznate. Le llamó “marranazo” en un tono tan cariñoso que cualquiera hubiera salido disparado como un cohete hasta llegar a los anillos de Saturno. Pero el padre del Energúmeno, contraído por el terror, no pudo mover ni un músculo. La bruja le agarró de la mano con autoridad y lo arrastró fuera del restaurante en dirección al piso que su maridito había comprado para consumar la noche de bodas. El novio no quería ir, pero su cuerpo atenazado, no respondía. Su boca se abría, como la de un pez fuera del agua, sin conseguir emitir ningún sonido. Por la calle, tieso como un maniquí, iba moviendo con desesperación sus ojos saltones, a diestro y siniestro, suplicando ayuda con la mirada, pero nadie quiso ver el drama que pasaba a su lado. Entraron en el portal del edificio y coincidieron dentro del ascensor con la desdichada viejecita del piso de arriba. Sabía que era su última oportunidad, así que se esforzó al máximo en hacerle notar que iba al matadero. Su cara de pez asfixiado, con aquellos ojos dando vueltas incontroladas como pelotas, lo decía todo, pero solo consiguió acongojar a la pobre abuelita que empezó a gritar más que el día que la operaron de apendicitis sin anestesia, durante la guerra civil.

Los hechos posteriores, se fueron sucediendo por plantas. El ascensor llegó primero a la planta de los recién casados y los dos salieron de la cabina de madera que estaba inflada por los alaridos huracanados de la vieja. La bruja despeinada sacó la llave del bolsillo del pantalón de su marido y abrió la puerta del piso. Se presentó ante ellos un pasillo oscuro como la boca de un lobo. El padre del Energúmeno se sintió tan derrotado que se abandonó a la fatalidad. Respiró hondo y atravesó el umbral por delante de la bruja, que ya se iba aflojando el faldón. Nueve meses después, nacería el Energúmeno para conocer el dolor. Mientras todo esto pasaba en la planta de abajo, el ascensor siguió su ruta y paró en la planta de arriba. La pobre viejecita, que seguía gritando como una loca, salió despavorida para estamparse contra el extintor de la pared que frenó en seco su correteo senil. Los médicos que acudieron a socorrerla le avisarían que su débil salud no resistiría otro susto parecido. Pobre desdichada.

Con el paso del tiempo, la vida del padre del Energúmeno se convirtió en un infierno tan insufrible, que un día le suplicó a su mujer que hiciera la magia que fuera necesaria para permitirle vivir el resto de sus días, de dos en dos. A la bruja todavía le quedaba algo de compasión y el hombre terminó sufriendo en esta vida, la mitad de lo que le había tocado en suerte. Cuando llegó su hora, ninguno de sus amigos dio un paso adelante. La verdad es que ni siquiera recordaban ya el nombre del imbécil que los había vendido por una bruja de corazón duro y trasero blando.  

lunes, 7 de marzo de 2011

LAS PIERNAS DEL CORREDOR

          Como sucedía todas las mañanas, el corredor del unifamiliar 93 se despidió de su madre y salió a entrenar por el monte cercano a la urbanización. Sin embargo, aquel día, no regresó a la hora de comer. Cuando su madre se cansó de mirar los dos platos vacíos sobre la mesa del comedor, subió a la última planta y se acomodó junto a la ventana. Durante horas, no apartó la vista del camino, pero su hijo no apareció, así que cansada de esperar, salió de su casa y se adentró sola en el monte. Se había puesto el vestido más negro que había encontrado en su ropero porque presagiaba algo malo. Recorrió todos los senderos gritando el nombre de su hijo tantas veces y con tanta fuerza que los propietarios de la urbanización pudieron seguir la batida desde sus casas, sin mover un solo dedo. Cuando la incansable voz que llegaba del monte, de pronto, enmudeció, toda la urbanización, como si fuera un estadio antes del lanzamiento de un penalti, se paralizó. Aquel mal silencio sobrecogió a los propietarios que espoleados por un repentino sentimiento de culpa empezaron a pensar que, tal vez, sus quehaceres domésticos no eran tan importantes después de todo. Más de uno, empezó a susurrar impaciente el nombre del chaval, pero la esperada voz de la madre ya no volvió a resonar y todos supieron que, definitivamente, la búsqueda había finalizado. El bulto negro y cansado que durante horas había estado gritando el nombre de su hijo, solo tuvo fuerzas para soltar un ruidito ahogado antes de caer de rodillas en mitad del cortafuegos, justo bajo unas zapatillas de correr que colgaban sobre un cable de alta tensión a más de treinta metros de altura.

            Un buen amigo me había planteado días atrás, un inocente comecocos que me estaba volviendo loco. Se trataba de determinar si una mosca que estaba volando dentro de un avión en dirección a la cola, ocasionaba algún tipo de peso o resistencia dentro del aparato que, a su vez, estaba en pleno vuelo. No me explico como una bobada así, me pudo mantener tantas noches sin dormir pero el asunto me llegó a obsesionar. Recuerdo estar sentado sobre la taza del retrete tirándome desesperado de los pelos aplicando y desaplicando estúpidas teorías físicas. Aquella noche, hasta me pareció escuchar dentro de mi casa el zumbido de la maldita mosca de avión. Pero no era la mosca, sino el teléfono. Cuando descolgué, todavía tenía la cabeza llena de fórmulas y flechitas. Era la madre de negro. Se disculpó por la hora intempestiva de la llamada y tras contarme la misteriosa desaparición de su hijo, rompió a llorar. El llanto me sacó de la pesadilla insectívora en la que andaba metido. Miré por la ventana. Empezaba a amanecer. Tocaba vestirse apropiadamente para entrar en un monte, así que me olvidé del traje con corbata y me puse los vaqueros ajustados de los conciertos de rock.

            Efectivamente, las zapatillas de correr, unidas por los cordones, se balanceaban en el lugar exacto que me había indicado la madre. Allí arriba, solo había preguntas así que bajé la mirada y empecé a rebuscar por el suelo. Entre los matorrales, descubrí las huellas dejadas por unas ruedas de bicicleta. Estaba sacando unas fotos con mi cámara digital, cuando un destello me llamó la atención. Era un diente de sierra, y a su lado, nada menos que un dedo. Sí, sí, un dedo. En cualquier película barata de terror, aquel dedo índice se hubiera puesto en marcha y no hubiera parado hasta cometer alguna fechoría. Yo no creo en esas chorradas, pero por si acaso, agarré una rama y le metí más palos que a una estera. Cuando estuve seguro de que el apéndice perdido no causaría ningún problema, me lo eché al bolsillo.

             El Comisario, un tipo más chulo que un ocho, recogió la prueba humana a regañadientes. En cuando comprobó que aquel dedo envejecido no podía pertenecer al joven desaparecido, intentó pasar del asunto alegando que cualquier persona mayor de edad era libre para largarse, en cualquier momento, a donde quisiera. Tuve que insistir lo indecible para que el ocho del Comisario se decidiera a convocar a todos los propietarios de mi urbanización a una rueda de reconocimiento. Si el dedo perdido no pertenecía al corredor, su dueño no debía andar muy lejos.

El día señalado, todos los propietarios, como si estuvieran en el patio de un campo de concentración nazi, se ordenaron en el recinto de la piscina según el número de unifamiliar. Antes de comenzar el recuento de dedos, el Comisario se atusó el bigotito de domador y me susurró al oído que más me valía que todo aquel jaleo mereciera la pena o se me caería el pelo. Le sonreí confiado. Desde luego que iba a merecer la pena. A una señal del Comisario, todos los vecinos levantaron sus palmas y empezamos la prueba que, sinceramente, no tenía ningún misterio. El Comisario iba contando los dedos en alto mientras yo tomaba las anotaciones correspondientes. El dichoso numerito “diez” se fue repitiendo una y otra vez. Diez, diez, diez, diez… Poco a poco, empecé a sentir como si me fuera desinflando. Cuando el último vecino de la urbanización nos mostró su decena de dedos, yo ya no debía levantar más allá de un palmo del suelo. Había metido la patita hasta el fondo. Entonces, el Comisario me voceó desde las alturas que después de aquella melonada, entendiera el caso completamente cerrado y me lanzó el enorme dedo para que, según dijo, me lo metiera por el culo.

Tardé varios días en recuperar mi tamaño natural. Durante ese tiempo, no dejé de pensar que, tal vez el Comisario tuviera razón y que el chaval podría haber escapado voluntariamente de su casa. Nadie dijo que la presión de la competición deportiva, fuera fácil de soportar. Con un par de pelotas, me atreví a soltar tal insinuación delante de su madre, y casi se me come: “¡Usted es el único que está loco aquí! ¡Cómo se atreve a decir esto en mi propia casa! ¡Mi hijo no se ha ido a ningún sitio!”. Hasta ese momento, nuestra conversación había sido de lo más cordial. Sentados en mitad de un salón repleto de vitrinas con trofeos y recortes de periódico convenientemente enmarcados, habíamos estado charrando sobre las proezas deportivas del chaval. Después de aquella muestra de genio maternal, la mujer se calmó y me miró a los ojos: “Perdone, pero no debería hablar sin saber lo que dice. Hay muchas cosas que desconoce.” Salió del salón y trajo un jarrón bastante feo que puso sobre la mesa. “No quiero que piense que solamente soy una madre desequilibrada, así que le voy a contar una historia que casi nadie sabe. Verá, mi hijo nació unido por la cadera a un hermano gemelo. Un hermano siamés con el que compartía las piernas. Como si se tratara del juicio de Salomón, el médico me informó que había que cortar por la mitad o morirían los dos. No se trataba de matar a uno, sino de salvar al otro. Soy madre soltera y nunca me he sentido tan sola como entonces. Estaba bastante confundida, cuando un estudiante de farmacia me propuso un plan. No sé como pude acceder pero entonces me pareció buena idea. Los propios siameses iban a elegir quien vivía y quien no. El chaval sujetó del techo de la habitación del hospital un sonajero que colgaba justo en el medio de los cuerpecitos. Los dos tuvieron las mismas oportunidades para estirarse y tocarlo, pero solo el más capaz, lo consiguió. En fin…fue un momento muy triste. Y ahora, imagínese el esfuerzo que durante toda su vida ha tenido que realizar mi único hijo para llegar hasta donde ha llegado. A ser el mejor. Su vida es la historia de la superación personal más increíble que se pueda contar.” Me enseñó una foto de su hijo donde lucía unas piernas perfectas de atleta. ¿De verdad cree que mi hijo ha huido ahora que estaba en la cumbre? “No. No lo creo”, le contesté boquiabierto. La madre, que desde el día de la desaparición no había dejado de vestir de negro, prosiguió: “La última vez que estuve con el estudiante fue cuando me entregó esta urna funeraria y nunca más lo volví a ver.” Miré el jarrón feo y sin pensarlo dos veces, me levanté y lo agarré. Intenté quitarle la tapa pero estaba herméticamente cerrada. La madre se abalanzó sobre mí gritando que dejara en paz los restos de su hijo. Forcejeamos como fieras. En mitad de la pugna, la urna funeraria cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Un aroma infantil a fresa nos envolvió a los dos. Me chupé un dedo, lo metí entre los restos y me lo llevé a la boca ante los ojos espantados de la madre que pensó que estaba en presencia del mismo demonio. Entonces grité: “¡¡Es sidral...!!”, y la madre de negro cayó de rodillas igual que la tarde que encontró colgadas las zapatillas de su hijo.

Si alguna cosa estaba clara en aquel momento, era que el segundo siamés estaba vivo y no tenía piernas, así que me dirigí hacia el centro ortopédico más importante de la ciudad y aparqué frente a la puerta. Solicité un catálogo de sillas de ruedas y empecé a hojearlo. Las fotografías publicitarias me dejaron impactado. Daban ganas de ser un tullido para poder disfrutar del confort de semejantes maravillas. El tipo “paraíso” era la caña. Un modelo profesional de piernas perfectamente torneadas, vestido con una camisa hawaiana, estaba sentado sobre una colorida silla de ruedas situada a la orilla del mar. Su sonrisa blanqueada y el dedo pulgar levantado invitaban a darse una ostia con el coche para poder disfrutar de semejante lujo para toda la vida. Y qué comentar del tipo “diábolo”. Una ardiente modelo vestida con una ajustada malla negra rematada con unos cuernos rojos, me guiñaba un ojo desde su estupenda silla roja colocada delante de unas llamas infernales de pega. Más morbo, imposible. Me llamó la atención el dibujo de las cubiertas de las ruedas de este tipo de silla. Eran igualitas a las de mis fotos. Llamé a la dependienta. Le enseñé el recorte de un periódico deportivo y le pregunté si recordaba haber vendido una silla de ruedas del tipo “diábolo” a una persona sin piernas muy parecida a la de la foto. Entonces, me di cuenta de lo macizorra que estaba la zagala. Sus pechos gordos se asomaban por la abertura de su camisa escotada sin ninguna vergüenza. Con el descaro de la juventud, me miró el paquete. “Sí, lo recuerdo”, susurró mientras se mordía el labio inferior sin apartar la mirada. Estas cosas no me pasan todos los días, así que me miré intrigado la entrepierna y entendí el motivo de tamaño interés. El dedo índice que llevaba en el bolsillo, y que a estas alturas estaba más tieso que un palo, se marcaba claramente en mi vaquero ajustado de los conciertos de rock, dándome el aspecto de un torero empalmado. Tuve una ocurrencia y me eché a reír solo. ¿Alguien puede llegarse a imaginar la cara que puso esa dependienta al ver salir, poco a poco, el dedo fiambre a través de la cremallera de mi pantalón? Sencillamente, brutal. Su capacidad pulmonar fue, como todo parecía indicar, descomunal. Tanto, que desde el interior del coche, aún pude seguir escuchando el espantoso alarido sostenido que estaba pegando la cernícala. Fue perfecto. Me había reído como un tocino y además, tenía la dirección del siamés sin piernas, así que arranqué el motor y me puse en camino con un dedo muerto colgando de mi bragueta.

Estaba delante de la puerta de una casa tan sombría y aislada del mundo que daba miedo. Me quedé parado. Aquel era el punto sin retorno de mi aventura. Si entraba en la casa, no habría vuelta atrás; tendría que apechugar con las consecuencias. Me acordé de la madre desconsolada y sentí que debía continuar. Llamé al timbre. La puerta se abrió y entre la penumbra, apareció la figura del corredor. Llevaba una camiseta y un pantalón corto de deporte que dejaban ver sus atléticas piernas de campeón. No había ninguna duda; era él. ¡Le había encontrado! Sentí una inmensa emoción. Di un paso decidido hacia delante y le abracé con tanta efusividad que lo levanté manteniéndolo suspendido en el aire. “Dios mío, estás aquí. Tu madre se va a llevar la mayor alegría de su vida”, le dije apretando con fuerza. Pero una extraña voz de bebé adulto, me preguntó al oído: “¿Todavía vive la guarra de mi madre?” En ese momento, las piernas musculosas se desencajaron del pantalón de deporte y cayeron a ambos lados del cuerpo produciendo un ruido sordo que me dejó pasmado. Sobrecogido, solté el bulto. El siamés sin piernas cayó al suelo boca arriba y empezó a moverse como una cucaracha aturdida. Intentando de forma frenética, que esa espantosa cosa no me rozara, tropecé en la oscuridad con algo que lentamente se fue desplazando hasta quedarse parado justo bajo el único punto de luz del habitáculo. Ante mí, apareció de forma teatral, el siamés deportista sentado sobre una reluciente silla “diábolo”. Sin piernas y con un sonajero metido en la boca, estaba más fiambre que mi abuela. La cólera me cegó. Furioso, enganché por la pechera al único siamés vivo y lo levanté como si fuera un juguete roto: “¡¡¿Por qué, desgraciado? ¿Por qué?!!” Entonces, el inválido me miró poniendo cara de niño bueno y me dijo con una vocecilla: “Él se llevó mis piernas. Eran mías y él se las llevó”. La tristeza absoluta de aquella mirada me atravesó como un tiro. Todavía me conmueve su recuerdo. No puedo decir nada más.

Nunca un caso me había dejado tan tocado. Tenía la certeza de que alguna pieza no encajaba pero me faltaban las fuerzas para seguir. ¿Cómo era posible que un mutilado hubiera podido subir por una torre de alta tensión para colgar unas zapatillas de deporte a más de treinta metros de altura? Desde luego, un siamés sin piernas no. Pero estaba cansado y decidí olvidar el asunto para siempre. Una noche, la mosca de avión volvió a colarse en mis sueños. En esta ocasión, la cazaba con la mano y la pinchaba con un alfiler sobre la mesa para cobrarme una justa venganza, pero por más que me empeñara en arrancarle las patitas, siempre le volvían a salir hasta completar sus tres pares reglamentarios. Me desperté sofocado, y de pronto, todo se iluminó. ¿Cómo no había caído antes? ¡El Farmacéutico que vivía en la misma urbanización, tenía seis dedos en una mano! Este detalle, que tampoco le había pasado desapercibido al psiquiatra del caso del tren fantasma, era la clave. Por eso, pudo superar la prueba del recuento de los dedos sin problemas. Y quien sino el Farmacéutico en su época estudiantil, podría haber ideado el plan del sonajero y se hubiera atrevido a cambiar un siamés sin piernas por una urna funeraria llena de sidral de fresa. La tentación de poder disponer de un ejemplar digno de estudio solo para él, debió ser demasiado fuerte. Y por supuesto, sin su ayuda, no habría sido posible la desaparición del corredor. Me asomé por la ventana. Empezaba a amanecer. Fui al baño y me miré en el espejo. Mi aspecto no podía ser más lamentable. La maldita mosca de avión había vuelto a hacer de las suyas. Pero eso era lo de menos. Tocaba vestirse apropiadamente para entrar en una farmacia peligrosa, así que me olvidé de los vaqueros ajustados de los conciertos de rock y me puse las mallas de leopardo de los conciertos punkarras.

Fui el primero en entrar en la farmacia y de un puñetazo, planté el desventurado dedo índice en el mostrador. “¡Creo que esto es suyo!”, le dije al Farmacéutico de forma rotunda. Él ni se inmutó. No tenía nada que temer. Sabía que el caso estaba bien cerrado. Es más, diría que estuvo soberbio. “Gracias. Las motosierras nunca han sido lo mío”, dijo con aplomo, y sin retirar su mirada de la mía, continuó: “Por cierto, tiene una cara horrible ¿puedo darle alguna cosilla para dormir mejor?” Tanta confianza, me dejó descolocado. No supe qué decir y aparté la mirada. Mi primer golpe de efecto se había estrellado contra un muro y me sentí enormemente cansado. Pensé que había sido un error entrar en la farmacia. Abatido, me dirigí hacia la puerta de salida. Me estaba retirando. Pero me paré en seco. Yo también podía ser malo. Ensombrecí el gesto y me volví repentinamente para mirar al Farmacéutico directamente a los ojos: “Dígame una cosa. Si una mosca está revoloteando dentro de un avión en dirección a la cola ¿ocasionará algún tipo de peso o resistencia en el avión que está en pleno vuelo?” El tendero torció el gesto como si le hubiera pegado un puñetazo en la barriga. Durante un largo rato, se quedó pensando absolutamente ensimismado y finalmente, me preguntó sumiso: “¿Lo…lo…ocasiona?” Su balbuceo lento y entrecortado dejó escapar un tono de súplica que me supo a gloria. No dije nada. El Farmacéutico perdió los nervios y me empezó a llamar a gritos desde el mostrador, pero yo seguí sin decir nada. Entonces, me di media vuelta embriagado por el confuso placer que proporciona una victoria inesperada, y salí de la farmacia dejándole en compañía de un gusano cerebral de cojones.