Caluroso y extraño agosto, aquel del noventa y seis. Ahí estaba yo, como los detectives chuletas de las novelas de Raymond Chandler, sentado en una silla en equilibrio, con la espalda apoyada contra la pared y las piernas cruzadas sobre la mesa del despacho. Seguía sin quitarle el ojo al teléfono. Estaba esperando mi primera llamada de trabajo como agua de mayo. Sin embargo, la llegada del calor estival me había empezado a desanimar. Lógico. Llevaba tres meses encerrado en aquella pequeña oficina esperando a que un teléfono sordomudo dijera algo. Tres, absolutamente solo, cumpliendo un ridículo horario de oficina para nadie. Y todo, porque una puñetera mañana me había levantado de la cama decidido a cambiar mi estupenda vida de crápula por otra diferente, más sensata y juiciosa. Sí, ya sé que es difícil de explicar, pero durante aquellos días comprendí que el camino de la responsabilidad, te puede llevar directamente al precipicio. Yo nunca he estado tan cerca de caer como entonces, cuando quise ser un ejemplo de vida y me convertí en una advertencia.
Me recuerdo bien, ahí sentado. Sudaba como un pollo y me levanté para estirar el esqueleto entumecido de no hacer nada. Empapado, caminé muy despacito hacía la rinconera que estaba junto a la puerta de entrada y rebusqué con el dedo entre los caramelitos del recipiente de las visitas. Sí, sí, de verdad. A esas alturas de mi retiro, todavía lo llamaba “el recipiente de las visitas”. En fin…dejé de remover decepcionado. Ya no quedaba ningún caramelito de fresa. ¡Vaya faena! Volví a mirar por si acaso, pero nada. Me los había comido todos. Yo, claro. Ahora, solo quedaban caramelitos del empalagoso sabor a plátano. Me propuse que la próxima vez que bajara a la tienda de las chuches, los compraría todos de fresa porque era una majadería no darme gusto cuando allí no venía nadie. Mirando el recipiente de las visitas, tuve la impresión de haber tomado una decisión inteligente para el futuro de mi negocio, y dejé que me embargara una tonta satisfacción que me sentó de maravilla. La supervivencia tiene estas cosas.
En unos segundos, aquella satisfacción se desvaneció sin dejar rastro y volví a sentirme como un mimo atrapado en su propio cubo de cristal. Un cubo sin aire acondicionado y con un gran ventanal por donde entraba el sol a lo bestia. Me encontraba a cincuenta grados y podía ver como las sillas y la mesa del fondo de la habitación, bailaban juntas el “Paquito el Chocolatero” con el desparpajo de un padrino borracho. Sin duda, estaba bajo los efectos de otro espejismo de oficina. Lo normal, supongo. Más cuidado requería el suelo sintético. El sol levantaba unas burbujitas de plástico que había que evitar para no quedarse pegado como una mosca en la miel. En esas condiciones, decidí refrescarme. Estaba más abandonado que un astronauta en la luna, así que me dirigí hasta el baño jugando a dar saltitos a cámara lenta, mientras saludaba con la mano a todos los terrícolas que me estarían viendo flotar desde el mundo habitado. Cuando llegué al lavabo, metí mi cabeza de astronauta debajo del grifo y poco a poco, fui recuperando el aburrido peso de la gravedad.
Algunas veces, me entretenía lanzándole boletas con una goma al San Pancracio que estaba en la estantería. Me lo había regalado mi madre para que me diera suerte, pero había demostrado ser un inútil y había que castigarlo. Como un francotirador entre las ruinas de Stalingrado, preparaba un arsenal de boletas de papel y desde diferentes puntos de la habitación le disparaba sin cesar hasta que lo derribaba. No pasa nada. El rango obliga y San Pancracio debe perdonarme por narices. Es lo que hay.
Pero faltaba poco para que todo cambiara. Estaba ajusticiando a mi Santo preferido cuando sonó el teléfono. Ansioso, me acerqué corriendo para descolgar el auricular pero, en el último segundo, detuve la mano en el aire. El aparato exhalaba un humillo raro. El sol le estaba cascando de lo lindo y parecía un membrillo derretido. Llevaba tres meses esperando esta oportunidad, así que, con decisión, hundí mis dedos en el plástico del auricular y descolgué. Sentí una quemazón salvaje pero conseguí que la conversación se desarrollara sin ningún tipo de alarido animal que resultara sospechoso: “Buenos días, dígame… sí… esta tarde a las cinco, pues le digo…sí que podría ser, sí…casualmente veo que tengo un hueco en la agenda a esa hora…conforme, hasta la tarde, pues.” ¡Milagro! El teléfono sordomudo había hablado. Me puse eufórico pero la alegría es muy rácana cuando llega en los tiempos difíciles. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que no podía recibir a nadie en una oficina donde, salvo el ordenador que había traído de casa, un cuenco de caramelos y un San Pancracio martirizado, el resto eran estanterías vacías. Antes de las cinco de la tarde, mi despacho debería parecer un ruidoso negocio funcionando a pleno rendimiento o el Presidente de aquella comunidad de propietarios, se buscaría a otro Administrador. Había llegado la hora de la verdad.
Salí a la calle. Era mediodía y el calor me abrasaba la piel. Caminé varias manzanas hasta llegar a la bendita casa de mis padres y llené dos bolsas de deporte hasta los topes con un montón de libros de la carrera. Volví al infierno de asfalto. Con las dos manos ocupadas, el sudor me corría por la cara como chorros de aceite hirviendo. No podía ni ver la calle. Las bolsas pesaban tanto que creí que perdería los brazos por el camino. Pero conseguí llegar entero a la oficina y achicharrado como un cerdo, volví a usar el grifo del baño como ducha. ¡Buf! Ya había pasado todo. Contento, empecé a situar todos los libros que había traído, pero un rayo me partió en dos al comprobar que tan apenas ocupaban una estantería de las veintitantas vacías. El cálculo de los viajes pendientes era tan sencillo que me empecé a marear solo de pensarlo. Debía seguir, así que respiré profundamente y volví a la calle incandescente. La verdad es que no tengo fuerzas para contar todo lo que pasó después. Me voy a saltar esta parte. Hay mucho horror dentro. Solo os diré que conseguí trasladar cientos de kilos en libros a mi despacho durante esos momentos en los que nadie en su sano juicio saldría a la calle. Fueron los suficientes para llenar todas las estanterías. Allí estaban las enciclopedias completas ilustradas de “Larousse”, de “Santillana”, de la segunda guerra mundial, de la historia del cine, la vida submarina de “Cousteau”, “Viajar por España”, la “Cocina Sana para Hipocondríacos” y hasta mi colección de tapa dura de la “Espada Salvaje de Conan”. Tomo a tomo, los libros fueron ocupando su lugar en las estanterías. Unos iban metidos con el lomo para fuera y otros, lógicamente, para dentro. También puse cuidado en los detalles. Coloqué recibos de casa de mis padres en las bandejas y hasta tiré dos o tres por el suelo para crear la sensación de desorden organizado. Y por fin, justo a tiempo, acabé. Fui hasta la puerta de entrada y agité el recipiente de las visitas para que los caramelitos de plátano se colocaran en su sitio. Después, me volví y repasé mi obra poniendo la mirada de un desconocido. El escenario para rodar la secuencia era perfecto.
Desriñonado, me dispuse a recuperar el fuelle, pero antes de que mi trasero pudiera rozar la silla, el timbre empezó a sonar de forma insistente. Me acerqué raudo hasta la puerta de entrada, la abrí y estiré la mano para saludar al deseado. Ante mí, a las cinco en punto, pasó de largo un señor gordo con un enorme puro habano que olía a tarde de toros. Se paró ante el recipiente de las visitas y sin mirar, cogió un caramelito. Después, continuó su camino tan decidido que pensé que terminaría dando varias vueltas al ruedo de mi oficina antes de cansarse. Pero en lugar de eso, llegó a la silla del espejismo y se sentó.
- Vamos, vamos, que no tengo todo el día -, dijo impaciente, sin quitarse el puro de la boca -. Soy una persona muy ocupada y mis negocios me requieren. No puedo perder más el tiempo contigo.
Mientras me acercaba a la mesa, pensé que aquella era la primera persona con la que me cruzaba en el camino de la responsabilidad y prometí que nunca me parecería a ella. Ocupé mi sitio y el gordo del puro me miró fijamente: “Necesito un Administrador.” De pronto, como si le hubiera picado una avispa, apartó su mirada y empezó a girar la cabeza de aquí para allá.
- ¡Demonios, en este despacho hace un calor de mil pares de cojones! -, dijo mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo -. ¡No sé como puedes estar aquí, chaval!
Después, se llevó el caramelito a la boca dejando el envoltorio junto al teléfono retorcido que, curiosamente, le llamó bastante la atención.
- Uhmm…muy surrealista. Igual que el famosísimo cuadro de los teléfonos blandos de Dalí, ¿eh? - me dijo en un tono cómplice.
- Esto…sí, sí, claro” - le contesté mirando con disimulo al reloj de la pared que marcaba las cinco y dos minutos. Ni se me ocurriría joder el buen rollito.
El gordo abrió una carpeta y entramos en materia. Comenzó exponiendo la problemática de su comunidad. La verdad es que me encontraba bastante afinado y fui soltando unas respuestas bastante convincentes a todas las dudas que me iba planteando, hasta que me pidió un ejemplar de un balance para ver cómo presentaba las cuentas. ¡Jope! Menos mal que esto lo tenía previsto. Abrí el cajón del escritorio y con decisión, le planté encima de la mesa el tocho que nos había enviado el Administrador de la casa de mis padres. Solo había tenido que quitar la primera hoja donde figuraba su logotipo y grapar otra donde figuraba mi nombre con unas letras tan grandes, que solo me faltaba haber puesto debajo “el más cojonudo”. Al Presidente de la comunidad de vecinos le convenció mi actuación. Antes de despedirse, me ordenó que arreglara el aparato de aire acondicionado: “Así no puedes durar mucho y yo no tengo tiempo para buscarme otro Administrador”, y a las cinco y treinta y cuatro minutos, salió del despacho como un Miura, llevándose medio suelo sintético pegado a sus zapatos.
Cuando recogí el envoltorio del caramelito del Presidente, me llevé una sorpresa morrocotuda. ¡Era de fresa! Lo primero que pensé era que el Presidente debía ser el tipo con más suerte de la tierra. Sin embargo, lo más probable es que su sabor preferido fuera el de plátano y que diera con la única golosina de fresa de todo el recipiente porque no se puede decir, precisamente, que tuviera buena estrella. Una semana después de nuestro primer encuentro, mi Presidente estalló. Sí, sí. El pedo se produjo en plena calle. Estaba aparcando de oído su abusivo todoterreno, cuando el airbag delantero se disparó chocando contra el ardiente puro habano que llevaba metido en la boca. El formidable zambombazo fue recogido por el sismógrafo de un observatorio local que no se explicaba el origen de semejante vibración.
La vida no se ha parado desde entonces. El camino de la responsabilidad me ha privado de unas cosas y me ha ofrecido otras. Ahora, por ejemplo, tengo una nueva oficina en el centro de la ciudad con cortinas y aire acondicionado. Un lujo, vamos. Pero el recipiente de las visitas y el San Pancracio de mi madre siguen siendo los mismos. Cada día, me preocupo de rellenar el cuenco con caramelitos de plátano, sin olvidarme de meter uno de fresa. Luego, vuelvo a colocarlo sobre la mesita de la entrada a disposición de las visitas. Reconozco que no hay un ápice de bondad en este detalle de bienvenida. Lo hago, sencillamente, porque me mata la curiosidad por conocer el infortunio que correrá el visitante que dé con el único caramelito de fresa que se esconde en algún rincón de mi particular recipiente. Mientras preparo mis diabluras, el Santo bueno se tambalea en la estantería. No tiene más remedio que perdonarme, aunque algo me dice que le está costando lo suyo.
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