Durante aquel tiempo de
confusión, los vecinos adoraron al horripilante propietario del unifamiliar 52 como
a un dios, hasta el punto que, empujados por una fe ciega, transformaron la
caseta de telecomunicaciones en una desangelada capilla y colocaron su figura
sobre un altar. La talla de mármol negro era una reproducción tan perfecta del
Energúmeno, que el atormentado escultor acabó saltando al vacío tras confesar
que ya no podría seguir viviendo con aquella espantosa imagen dentro de su cabeza.
Profesionalmente, no creo que se le pueda reprochar nada. Se había pasado toda
una vida haciendo enanitos para jardines y de sopetón, parió una obra maestra tan
brutal que acabó devorándolo.
La estúpida muerte del
artista solo sirvió para aumentar el fervor desenfrenado por el Energúmeno. Pronto,
la caseta de telecomunicaciones pasó a ser un lugar de culto pagano donde se sucedían
las procesiones y romerías desorganizadas de feligreses venidos de todas las
urbanizaciones de los alrededores. Fue entonces cuando, el Presidente de la
comunidad decidió regular aquel desmadre y estableció normas que convirtieron la
devoción espontánea en una obligación. Aun así, al Energúmeno nunca le faltaron
unas flores recién cortadas, ni siquiera el día que su negra figura apareció reventada
en mil pedazos sobre el suelo de la capilla.
Que yo recuerde, hasta el mismo
día del incendio nunca había oído hablar del Energúmeno. En el telediario de
aquella mañana, la chica guapa del tiempo dijo que el mercurio superaría los cuarenta
y cinco grados. Me dio igual. Como Marilyn, yo también guardaba mi ropa
interior dentro de la nevera, así que abrí la puerta del congelar y cogí un calzoncillo
escarchado que estaba, cuidadosamente plegado, junto a las longanizas. Me lo
incrusté entre las piernas como si fuera un cinturón de castidad. Incómodo, sí,
pero refrescante. Salí a la calle y me dirigí caminando, tan ricamente, a mi
despacho de Administración de Fincas. El calor ya empezaba a apretar y unas llamaradas
de vapor empezaron a salir de mi entrepierna dándome el raro aspecto de un ángel
salido. Aunque la prodigiosa humareda iba dejando boquiabiertos a los
viandantes, yo seguí caminando como si nada. Si esos tontos supersticiosos no eran
capaces de comprender un fenómeno físico de tan simple explicación, no merecían
ni una pizca de mi atención.
Al mediodía, se cumplieron
todos los vaticinios de la chica guapa de la tele y mi calzoncillo ya templado,
no pudo evitar que me desplomara sobre la silla de la oficina. El calor me
había noqueado. Andaba pegando las torpes cabezadas de un púgil sonado cuando me
sobresaltó el potente aullido de una sirena. Era mi teléfono fijo recién
estrenado. Lo miré sorprendido. El manual estaba en inglés pero hubiera jurado
que ese sonido no figuraba entre las opciones de llamada. Entonces, el aparato
pareció impacientarse y empezó a corretear sobre la mesa del despacho como un
camión de bomberos pidiendo paso. Tampoco me pareció haber leído nada sobre
aquello y me propuse mejorar mi inglés. Lo atrapé de un zarpazo, y descolgué el
auricular esperando encontrar un motivo en cristiano a tanto frenesí, pero solo
pude soltar un alarido antes de dejarlo caer al suelo. Estaba más caliente que
una tubería de la calefacción en nochebuena. Lo recogí ayudado por la toalla
del baño y me lo acerqué, con mucho cuidado, a la cara. Se trataba de la propietaria
del unifamiliar 54. Desde luego, hablaba de una forma tan angustiosa que su voz
hubiera podido insuflar vida a cualquier objeto. Me contó que el unifamiliar 53
estaba siendo devorado por las llamas y que ya no se podía hacer nada por el
niño que estaba atrapado dentro. Ahora, el fuego amenazaba con extenderse a su
vivienda. La propietaria me estaba describiendo cómo las paredes medianeras se
estaban abombando por el empuje del infierno cuando escuché el estruendo de un
derrumbe.
-¡Por dios, haga algo! ¡El
humo ya está entrando…no puedo respirar…me ahogo…! -, suplicó la voz
desesperada.
Más afectado que mi propio teléfono, lancé con
rabia la toalla al suelo y apreté con fuerza el auricular incandescente contra
mi cara.
-¡Hoy nadie va a morir! ¡Se lo juro! ¡La voy a sacar de ahí! -, le
grité.
De pronto, mi tembloroso auricular se hinchó y
soltó una bocanada que me envolvió completamente. Los dos interlocutores empezamos
a toser rodeados por la misma humareda. Parecíamos una pareja de abuelos
atragantados con la sopa. Incapaces de articular palabra, seguimos carraspeando
con más fuerza, hasta que, en mitad de aquella situación tan ridícula, me
pareció escuchar el milagro de una risa entrecortada que se ahogaba en otro
ataque de tos antes de florecer. En ese instante, me hubiera gustado ser el
protagonista de un libro de caballerías para entrar en el castillo en llamas y salvar
a mi gentil dama. Pero lejos de eso, la línea telefónica se cortó y mi dama fue
catapultada, como un pingajo, a otro planeta quedando separados por un profundo
silencio. Entonces, mi teléfono fijo se quedó tan frío e inmóvil como un
teléfono fijo, y esta obviedad me sobrecogió enormemente.
Había jurado rescatar a la
propietaria del unifamiliar 54 del mismo infierno y no sabía ni por donde
empezar. La mano invisible de la impotencia me tenía agarrado por las pelotas. Entonces,
la extraña sirena del teléfono volvió a sonar. Ansioso, descolgué el auricular,
pero esta vez no era la vecina del unifamiliar 54 sino un componente de la “Agrupación
Pacífica con Antorchas” que comentó que ante la gravedad de la situación y con
la intención de salvar al resto de la urbanización de las llamas, habían
decidido preparar un cortafuegos que dejaría aislado el foco del incendio del
unifamiliar 53.
-Pero eso…eso significa
sacrificar los unifamiliares 52 y 54 -, dije perplejo.
-Correcto -, dijo la voz -
y sin tiempo que perder en desalojos. El fuego está avanzando muy rápido y
pronto será imparable. En unos minutos convertiremos esos unifamiliares en un
par de solares. Como si nunca hubieran existido. Pero usted no se preocupe.
Confíe en nosotros. ¡Somos su equipo! - y el representante de la asociación
vecinal más cafre del universo habitado, colgó.
Pensé en la desgraciada
del unifamiliar 54 y la mano invisible de la impotencia me retorció la huevera
con tanta fuerza que me quedé afectado por un extraño síndrome hiperlento de la
realidad. Recuerdo, vagamente, haber dicho: “jooo…”, con una sostenida voz de
ultratumba, mientras una brillante gota de sudor salía lentamente de mi frente
hasta parecer flotar en el espacio, y tras un largo esfuerzo muscular, haber
finalizado la palabra: “…derrr”, mientras la gota se terminaba abriendo contra
el suelo formando una preciosa estrella de luz.
Metí la cabeza debajo del
grifo del baño para recuperar el sentido del tiempo y vi la situación tan clara
como el agua que me corría por la cara. Había empeñado mi palabra de caballero y
la debía cumplir. Antes de deslizarme hasta el garaje por la barra de puticlub que
tengo instalada en mitad de la oficina, eché un último vistazo atrás. La imagen
de la toalla del baño arrojada en mitad de mi cuadrilátero no me infundió
ningún ánimo, así que la recogí. No estaba dispuesto a rendir un combate que no
había hecho más que empezar. Viendo el suelo despejado me sentí pleno. Agarré
con fuerza la barra, grité “joder” en el tiempo exacto que cuesta decir
“joder”, y desaparecí como un mago de tercera.
Llegué a la urbanización y
salí del coche. A codazos, me hice un hueco entre la masa de propietarios y
curiosos que se agolpaban para contemplar un espectáculo que los mantenía en
vilo. El colosal propietario del unifamiliar 52 estaba acabando, él solito, con
el pavoroso incendio. Más grande que muchos hombres juntos, había embestido la
puerta principal del unifamiliar 53 atravesándola como una bola de cañón. Tras
unos momentos de incertidumbre, el mastodonte había salido a la calle con el
niño atrapado que, como un muñequito, había posado suavemente sobre los brazos
de su madre. Alguien aprovechó la ocasión para sacar la foto que se haría con
el Pulitzer. Aquella imagen de la madre arrodillada delante de su casa
ardiendo, con la cara rayada de lágrimas y hollín, besando a su hijo todavía
envuelto por el humo, conmovería al mundo. Después, el enorme propietario
enganchó con determinación dos mangueras en las bocas de riego y se lanzó al
epicentro del incendio disparando chorros de agua a diestro y siniestro. Los
bramidos del fuego herido ponían el corazón en un puño. Habitación por
habitación, las llamaradas de las ventanas del unifamiliar se fueron apagando de
una forma tan ordenada que los presentes pudimos seguir el recorrido triunfal
de nuestro héroe como si las paredes fueran de cristal. Finalmente, el
unifamiliar 53 fue totalmente conquistado. Con uno de mis calzoncillos helados,
aquel tipo hubiera sido capaz de apagar las Torres Gemelas de un soplido. Pero
esto no fue todo. El fuego también estaba acabando con el unifamiliar de mi
dama. Nuestro paladín no se lo pensó dos veces. Accedió a su interior a través
del muro medianero derruido y con la furia de trescientos espartanos, cargó
contra los remolinos de fuego que acorralaban a su propietaria. La lucha fue
brutal. Épica. El fuego, agotado, se retorció por última vez y volvió a la nada
llevándose consigo el secreto que lo había ocasionado. Tras un interminable
silencio, la puerta principal del unifamiliar 54 se abrió y, entre la humareda
de un show televisivo, apareció el mostrenco cargando a la joven entre sus
brazos. El incendio había quedado totalmente extinguido. El gentío empezó a
aplaudir histérico como si hubieran tomado tierra con un avión averiado. Tengo
que reconocer que ver salir a mi dama abrazada a su adalid, entre los gritos de
admiración general, me hirió el orgullo. Estaba claro que como caballero andante
era un asco. Lo asumí con tanta naturalidad que empecé a aplaudir como un
pasajero más.
Los extraños tiempos que
sobrevinieron al incendio, sumieron a la comunidad de propietarios en la edad
media más oscura que se pueda recordar. Los vecinos comenzaron a venerar al
Energúmeno con un entusiasmo desaforado. Sin embargo, paulatinamente, la
fealdad extrema de la figura que debían adorar, fue cambiando la devoción por
miedo. Es curioso pero la estética en el culto es tan relevante que muchos
vecinos empezaron a echar de menos la serenidad y paz espiritual que
transmitían las imágenes compasivas de las esculturas de los santos de toda la
vida. Y es que la figura de mármol negro de la capilla daba tal cagalera que el
Presidente obligó a los vecinos a entrar por parejas para evitar los raros
desequilibrio mentales que habían surgido entre los primeros devotos
solitarios. Hasta el técnico de mantenimiento del sistema de telecomunicaciones
se negó a acceder a la caseta para realizar una reparación urgente si no quitaban
esa cosa que había dentro, y la urbanización dejó de ver la televisión. Un día
decidí ponerme a prueba. Me colé solito en la oscura capilla pero en cuanto
sentí la inquietante presencia de la contrahecha figura del Energúmeno que, iluminada
por la temblorosa luz de las velas, parecía cobrar vida, salí corriendo como
alma que lleva el diablo. Cagalera es poco.
El fervor hereje terminó
cubriéndolo todo como la tinta de un calamar gigante y ni siquiera al
Presidente, que estaba obsesionado por organizar las visitas a la caseta,
parecía importarle algo tan esencial como descubrir las causas del incendio.
Sin embargo, las piezas del misterio seguían dando vueltas desordenadas sobre
mi cabeza. Una mañana, se presentó en mi despacho el farmacéutico del
unifamiliar 65 y las piezas empezaron a encajar. Entró, miró de reojo la foto de
la madre arrodillada que tenía clavada con unas chinchetas en la pared de la
oficina y se sentó al otro lado de la mesa. Fue directo al grano. Me dijo que se
iba a producir un incendio fortuito en el unifamiliar del Energúmeno y que yo
no debía intervenir o me tendría que atener a las consecuencias. Su amenaza me
despertó una curiosidad bárbara. Quería saber lo que él sabía, así que adopté
la pose de tipo duro y me arrimé sobre la mesa hasta llegar a la misma cara del
farmacéutico.
-Demasiados incendios en
tan poco tiempo, ¿no cree? -, le dije clavándole la mirada.
Mi rival ni se inmutó. Acercó
su rostro tanto al mío que pronto empezamos a respirar el mismo aire caliente y
sentí que era mil veces más fuerte que yo
-¿De verdad quiere saberlo
todo? -, dijo con una voz gutural que me cardó los pelos como a un rockero de
los ochenta.
Pude haber dicho
simplemente que no y santas pascuas, pero dije que sí, como un tonto.
-Muy bien, pues sepa que
lo que está a punto de saber, le perseguirá siempre.”-, me dijo.
El farmacéutico se
levantó, cogió la silla y se sentó junto a mí. Sacó su portátil de la funda y lo
puso sobre la mesa. En seguida apareció el plano de planta de la comunidad
donde figuraban todos los unifamiliares, la piscina, la caseta de
telecomunicaciones y las demás zonas de copropiedad.
-¿Y? -, dije intrigado.
-Calle y fíjese bien -, me
contestó de forma cortante.
Así lo hice y entonces, lo
encontré.
-¡Aquí! -, grité señalando
con el dedo.
En el lugar de los
unifamiliares 52, 53 y 54 aparecía una única construcción que ocupaba las tres
parcelas.
-Maneje usted mismo el cursor.
Se divertirá -, dijo el farmacéutico.
Así lo hice y se inició
una infografía. Empezamos en un aparcamiento lleno de coches de lujo, dimos una
vuelta por los exteriores de una enorme mansión repleta de estatuas, y ascendimos
por una escalinata hasta quedar parados delante de un gran portón junto a un
tío cachas. El paseo había sido de un realismo asombroso.
-Por favor, no se quede
ahí parado -, me ordenó – Continúe.
Situé el cursor y pinché sobre la puerta principal
que se abrió de par en par. Entramos en un gran salón donde un montón de tías
exuberantes pululaban de aquí para allá, medio desnudas, sobre un decorado de
película romana, mientras en el centro bailaba una rubia en bolas deslizándose
boca abajo por una barra igualita que la de mi oficina. Todo tan falso como
impresionante.
-Esto de la informática es
la ostia -, dije mientras notaba un empuje familiar en la bragueta.
Quería ver más. En los
laterales del gran salón había una serie de puertas que escondían diferentes
cochinadas informáticas. Ya había elegido mi puerta del placer cuando el
farmacéutico me ordenó abrir otra que estaba situada justo al fondo del salón. Puse
el cursor sobre ella y entramos en una habitación donde varios tipos, todos con
la misma cara sonriente del farmacéutico, metían con una pala, montones de
billetes en unas bolsas junto a una montaña virtual de dinero que no paraba de
crecer. En ese momento, el farmacéutico cerró de un manotazo su portátil
dándome un susto de muerte.
-¡¡Ahora entenderá por qué
ese cabronazo debe morir!! -, me gritó, y mi erección se desinfló de golpe como
un globo reventado por un dardo.
Sublime. Cualquier cosa
que hubiera podido imaginar, se quedaba corta. El proyecto del farmacéutico
para construir un puticlub en mitad de una urbanización es una de las ideas más
brillantes que puedo recordar. Y entiendo que, después de tomarse muchas
molestias para provocar el incendio del 53 y para convencer a los descerebrados
de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” sobre la conveniencia de arrasar los
unifamiliares contiguos, estuviera tan cabreado con la heroica intromisión del
Energúmeno que había acabado con su montaña de billetes de un plumazo.
Desde que el farmacéutico
salió del despacho, me empezó a quemar todo lo que había descubierto. Si
denunciaba los hechos mi vida no valdría un pimiento, y si callaba, mi silencio
me convertiría en el vulgar cómplice del pirómano. Pero un acontecimiento acabó
con todas mis cavilaciones. El Energúmeno se cargó al farmacéutico. Así de
simple. Se presentó en la farmacia en mitad de una solitaria guardia nocturna
y, aunque el farmacéutico se resistió como un jabato, desapareció sin dejar
rastro. Nada fue casual. La propia señora del farmacéutico le había confesado en
la cama al Energúmeno, mientras lloraba de gusto en uno de aquellos orgasmos
salvajes que la enviaban directamente a la gloria, el malévolo plan que había
urdido su marido. Y es que el descomunal miembro viril del bruto no podía
permanecer inactivo durante mucho tiempo, así que mantenía un desahogo
intrascendente con la esposa de los pechitos desviados del farmacéutico, que terminaría
salvándole la vida. Todo hay que decirlo, la guarrilla no veía la intrascendencia
por ningún lado. De hecho, estaba tan orgullosa de la divina malformación del
Energúmeno, que envió una réplica de escayola al famoso Museo del Falo situado en
el pueblecito pesquero de Húsavík, para que todas las mujeres del mundo la pudieran
envidiar.
Muy lejos de Islandia, en
la farmacia cercana a la urbanización, se vivieron momentos realmente
dramáticos. Al grito de: “¡¡mariconazo, sal y dame una caja de condones para
seguir follándome a tu mujer!!”, el farmacéutico se despertó y se acercó sorprendido
hasta el mostrador donde se encontró, frente a frente, con el gigantesco animal
que venía dispuesto a hacer justicia. Aunque se atrincheró en la trastienda,
la Ley de Darwin se impuso con toda su crudeza. La verdad, que el tendero
desapareciera sabiendo que había sido el tipo más cornudo de la tierra, pudo ser
un sufrimiento evitable. Por lo demás, nada que objetar al impecable
comportamiento del bruto. Hasta dejó pagada la caja de preservativos que se
llevó.
Aquella mañana, el sol se
adelantó a su hora para no perderse ningún detalle. Los dos propietarios que,
siguiendo el obligatorio orden de visitas establecido por el Presidente, habían
tenido que madrugar para entrar en la triste capilla, se encontraron con una
estampa que los dejó paralizados. La horripilante escultura negra del
Energúmeno yacía esparcida en mil pedazos sobre el suelo. Permanecieron en
silencio durante un largo rato sin saber qué hacer. Después, se miraron
extrañados. Ninguno de los dos sentía ni una pizca de pena. Es más, una
sensación casi olvidada de gozosa libertad empezó a brotar desde lo más
profundo de sus seres hasta saciarles completamente. Cuando salieron al
exterior se hallaban tan felices y ligeros que tuvieron ganas de extender los
brazos y comenzar a volar. Mientras tanto, desde el tejado del unifamiliar 52,
una sombra primitiva vio asomarse por la puerta de la caseta a los dos propietarios
eufóricos y sonrió satisfecho porque sabía que, también esta vez, había hecho
lo correcto.
En cuanto tuve
conocimiento del bienaventurado suceso, avisé al técnico de la televisión y esa
misma mañana, todos los propietarios de la urbanización pudieron escuchar a la
chica guapa de la tele anunciando como el calor sofocante que, inexplicablemente, habíamos estado
sufriendo durante tanto tiempo, iba a darnos un ligero respiro.
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