viernes, 18 de mayo de 2012

EL ENERGÚMENO


Durante aquel tiempo de confusión, los vecinos adoraron al horripilante propietario del unifamiliar 52 como a un dios, hasta el punto que, empujados por una fe ciega, transformaron la caseta de telecomunicaciones en una desangelada capilla y colocaron su figura sobre un altar. La talla de mármol negro era una reproducción tan perfecta del Energúmeno, que el atormentado escultor acabó saltando al vacío tras confesar que ya no podría seguir viviendo con aquella espantosa imagen dentro de su cabeza. Profesionalmente, no creo que se le pueda reprochar nada. Se había pasado toda una vida haciendo enanitos para jardines y de sopetón, parió una obra maestra tan brutal que acabó devorándolo.



La estúpida muerte del artista solo sirvió para aumentar el fervor desenfrenado por el Energúmeno. Pronto, la caseta de telecomunicaciones pasó a ser un lugar de culto pagano donde se sucedían las procesiones y romerías desorganizadas de feligreses venidos de todas las urbanizaciones de los alrededores. Fue entonces cuando, el Presidente de la comunidad decidió regular aquel desmadre y estableció normas que convirtieron la devoción espontánea en una obligación. Aun así, al Energúmeno nunca le faltaron unas flores recién cortadas, ni siquiera el día que su negra figura apareció reventada en mil pedazos sobre el suelo de la capilla.



Que yo recuerde, hasta el mismo día del incendio nunca había oído hablar del Energúmeno. En el telediario de aquella mañana, la chica guapa del tiempo dijo que el mercurio superaría los cuarenta y cinco grados. Me dio igual. Como Marilyn, yo también guardaba mi ropa interior dentro de la nevera, así que abrí la puerta del congelar y cogí un calzoncillo escarchado que estaba, cuidadosamente plegado, junto a las longanizas. Me lo incrusté entre las piernas como si fuera un cinturón de castidad. Incómodo, sí, pero refrescante. Salí a la calle y me dirigí caminando, tan ricamente, a mi despacho de Administración de Fincas. El calor ya empezaba a apretar y unas llamaradas de vapor empezaron a salir de mi entrepierna dándome el raro aspecto de un ángel salido. Aunque la prodigiosa humareda iba dejando boquiabiertos a los viandantes, yo seguí caminando como si nada. Si esos tontos supersticiosos no eran capaces de comprender un fenómeno físico de tan simple explicación, no merecían ni una pizca de mi atención.



Al mediodía, se cumplieron todos los vaticinios de la chica guapa de la tele y mi calzoncillo ya templado, no pudo evitar que me desplomara sobre la silla de la oficina. El calor me había noqueado. Andaba pegando las torpes cabezadas de un púgil sonado cuando me sobresaltó el potente aullido de una sirena. Era mi teléfono fijo recién estrenado. Lo miré sorprendido. El manual estaba en inglés pero hubiera jurado que ese sonido no figuraba entre las opciones de llamada. Entonces, el aparato pareció impacientarse y empezó a corretear sobre la mesa del despacho como un camión de bomberos pidiendo paso. Tampoco me pareció haber leído nada sobre aquello y me propuse mejorar mi inglés. Lo atrapé de un zarpazo, y descolgué el auricular esperando encontrar un motivo en cristiano a tanto frenesí, pero solo pude soltar un alarido antes de dejarlo caer al suelo. Estaba más caliente que una tubería de la calefacción en nochebuena. Lo recogí ayudado por la toalla del baño y me lo acerqué, con mucho cuidado, a la cara. Se trataba de la propietaria del unifamiliar 54. Desde luego, hablaba de una forma tan angustiosa que su voz hubiera podido insuflar vida a cualquier objeto. Me contó que el unifamiliar 53 estaba siendo devorado por las llamas y que ya no se podía hacer nada por el niño que estaba atrapado dentro. Ahora, el fuego amenazaba con extenderse a su vivienda. La propietaria me estaba describiendo cómo las paredes medianeras se estaban abombando por el empuje del infierno cuando escuché el estruendo de un derrumbe.



-¡Por dios, haga algo! ¡El humo ya está entrando…no puedo respirar…me ahogo…! -, suplicó la voz desesperada.



 Más afectado que mi propio teléfono, lancé con rabia la toalla al suelo y apreté con fuerza el auricular incandescente contra mi cara.



-¡Hoy nadie va a morir! ¡Se lo juro! ¡La voy a sacar de ahí! -, le grité.



 De pronto, mi tembloroso auricular se hinchó y soltó una bocanada que me envolvió completamente. Los dos interlocutores empezamos a toser rodeados por la misma humareda. Parecíamos una pareja de abuelos atragantados con la sopa. Incapaces de articular palabra, seguimos carraspeando con más fuerza, hasta que, en mitad de aquella situación tan ridícula, me pareció escuchar el milagro de una risa entrecortada que se ahogaba en otro ataque de tos antes de florecer. En ese instante, me hubiera gustado ser el protagonista de un libro de caballerías para entrar en el castillo en llamas y salvar a mi gentil dama. Pero lejos de eso, la línea telefónica se cortó y mi dama fue catapultada, como un pingajo, a otro planeta quedando separados por un profundo silencio. Entonces, mi teléfono fijo se quedó tan frío e inmóvil como un teléfono fijo, y esta obviedad me sobrecogió enormemente.



Había jurado rescatar a la propietaria del unifamiliar 54 del mismo infierno y no sabía ni por donde empezar. La mano invisible de la impotencia me tenía agarrado por las pelotas. Entonces, la extraña sirena del teléfono volvió a sonar. Ansioso, descolgué el auricular, pero esta vez no era la vecina del unifamiliar 54 sino un componente de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” que comentó que ante la gravedad de la situación y con la intención de salvar al resto de la urbanización de las llamas, habían decidido preparar un cortafuegos que dejaría aislado el foco del incendio del unifamiliar 53.



-Pero eso…eso significa sacrificar los unifamiliares 52 y 54 -, dije perplejo.



-Correcto -, dijo la voz - y sin tiempo que perder en desalojos. El fuego está avanzando muy rápido y pronto será imparable. En unos minutos convertiremos esos unifamiliares en un par de solares. Como si nunca hubieran existido. Pero usted no se preocupe. Confíe en nosotros. ¡Somos su equipo! - y el representante de la asociación vecinal más cafre del universo habitado, colgó.



Pensé en la desgraciada del unifamiliar 54 y la mano invisible de la impotencia me retorció la huevera con tanta fuerza que me quedé afectado por un extraño síndrome hiperlento de la realidad. Recuerdo, vagamente, haber dicho: “jooo…”, con una sostenida voz de ultratumba, mientras una brillante gota de sudor salía lentamente de mi frente hasta parecer flotar en el espacio, y tras un largo esfuerzo muscular, haber finalizado la palabra: “…derrr”, mientras la gota se terminaba abriendo contra el suelo formando una preciosa estrella de luz.



Metí la cabeza debajo del grifo del baño para recuperar el sentido del tiempo y vi la situación tan clara como el agua que me corría por la cara. Había empeñado mi palabra de caballero y la debía cumplir. Antes de deslizarme hasta el garaje por la barra de puticlub que tengo instalada en mitad de la oficina, eché un último vistazo atrás. La imagen de la toalla del baño arrojada en mitad de mi cuadrilátero no me infundió ningún ánimo, así que la recogí. No estaba dispuesto a rendir un combate que no había hecho más que empezar. Viendo el suelo despejado me sentí pleno. Agarré con fuerza la barra, grité “joder” en el tiempo exacto que cuesta decir “joder”, y desaparecí como un mago de tercera.



Llegué a la urbanización y salí del coche. A codazos, me hice un hueco entre la masa de propietarios y curiosos que se agolpaban para contemplar un espectáculo que los mantenía en vilo. El colosal propietario del unifamiliar 52 estaba acabando, él solito, con el pavoroso incendio. Más grande que muchos hombres juntos, había embestido la puerta principal del unifamiliar 53 atravesándola como una bola de cañón. Tras unos momentos de incertidumbre, el mastodonte había salido a la calle con el niño atrapado que, como un muñequito, había posado suavemente sobre los brazos de su madre. Alguien aprovechó la ocasión para sacar la foto que se haría con el Pulitzer. Aquella imagen de la madre arrodillada delante de su casa ardiendo, con la cara rayada de lágrimas y hollín, besando a su hijo todavía envuelto por el humo, conmovería al mundo. Después, el enorme propietario enganchó con determinación dos mangueras en las bocas de riego y se lanzó al epicentro del incendio disparando chorros de agua a diestro y siniestro. Los bramidos del fuego herido ponían el corazón en un puño. Habitación por habitación, las llamaradas de las ventanas del unifamiliar se fueron apagando de una forma tan ordenada que los presentes pudimos seguir el recorrido triunfal de nuestro héroe como si las paredes fueran de cristal. Finalmente, el unifamiliar 53 fue totalmente conquistado. Con uno de mis calzoncillos helados, aquel tipo hubiera sido capaz de apagar las Torres Gemelas de un soplido. Pero esto no fue todo. El fuego también estaba acabando con el unifamiliar de mi dama. Nuestro paladín no se lo pensó dos veces. Accedió a su interior a través del muro medianero derruido y con la furia de trescientos espartanos, cargó contra los remolinos de fuego que acorralaban a su propietaria. La lucha fue brutal. Épica. El fuego, agotado, se retorció por última vez y volvió a la nada llevándose consigo el secreto que lo había ocasionado. Tras un interminable silencio, la puerta principal del unifamiliar 54 se abrió y, entre la humareda de un show televisivo, apareció el mostrenco cargando a la joven entre sus brazos. El incendio había quedado totalmente extinguido. El gentío empezó a aplaudir histérico como si hubieran tomado tierra con un avión averiado. Tengo que reconocer que ver salir a mi dama abrazada a su adalid, entre los gritos de admiración general, me hirió el orgullo. Estaba claro que como caballero andante era un asco. Lo asumí con tanta naturalidad que empecé a aplaudir como un pasajero más.



Los extraños tiempos que sobrevinieron al incendio, sumieron a la comunidad de propietarios en la edad media más oscura que se pueda recordar. Los vecinos comenzaron a venerar al Energúmeno con un entusiasmo desaforado. Sin embargo, paulatinamente, la fealdad extrema de la figura que debían adorar, fue cambiando la devoción por miedo. Es curioso pero la estética en el culto es tan relevante que muchos vecinos empezaron a echar de menos la serenidad y paz espiritual que transmitían las imágenes compasivas de las esculturas de los santos de toda la vida. Y es que la figura de mármol negro de la capilla daba tal cagalera que el Presidente obligó a los vecinos a entrar por parejas para evitar los raros desequilibrio mentales que habían surgido entre los primeros devotos solitarios. Hasta el técnico de mantenimiento del sistema de telecomunicaciones se negó a acceder a la caseta para realizar una reparación urgente si no quitaban esa cosa que había dentro, y la urbanización dejó de ver la televisión. Un día decidí ponerme a prueba. Me colé solito en la oscura capilla pero en cuanto sentí la inquietante presencia de la contrahecha figura del Energúmeno que, iluminada por la temblorosa luz de las velas, parecía cobrar vida, salí corriendo como alma que lleva el diablo. Cagalera es poco.



El fervor hereje terminó cubriéndolo todo como la tinta de un calamar gigante y ni siquiera al Presidente, que estaba obsesionado por organizar las visitas a la caseta, parecía importarle algo tan esencial como descubrir las causas del incendio. Sin embargo, las piezas del misterio seguían dando vueltas desordenadas sobre mi cabeza. Una mañana, se presentó en mi despacho el farmacéutico del unifamiliar 65 y las piezas empezaron a encajar. Entró, miró de reojo la foto de la madre arrodillada que tenía clavada con unas chinchetas en la pared de la oficina y se sentó al otro lado de la mesa. Fue directo al grano. Me dijo que se iba a producir un incendio fortuito en el unifamiliar del Energúmeno y que yo no debía intervenir o me tendría que atener a las consecuencias. Su amenaza me despertó una curiosidad bárbara. Quería saber lo que él sabía, así que adopté la pose de tipo duro y me arrimé sobre la mesa hasta llegar a la misma cara del farmacéutico.



-Demasiados incendios en tan poco tiempo, ¿no cree? -, le dije clavándole la mirada.



Mi rival ni se inmutó. Acercó su rostro tanto al mío que pronto empezamos a respirar el mismo aire caliente y sentí que era mil veces más fuerte que yo



-¿De verdad quiere saberlo todo? -, dijo con una voz gutural que me cardó los pelos como a un rockero de los ochenta.



Pude haber dicho simplemente que no y santas pascuas, pero dije que sí, como un tonto.



-Muy bien, pues sepa que lo que está a punto de saber, le perseguirá siempre.”-, me dijo.



El farmacéutico se levantó, cogió la silla y se sentó junto a mí. Sacó su portátil de la funda y lo puso sobre la mesa. En seguida apareció el plano de planta de la comunidad donde figuraban todos los unifamiliares, la piscina, la caseta de telecomunicaciones y las demás zonas de copropiedad.



-¿Y? -, dije intrigado.



-Calle y fíjese bien -, me contestó de forma cortante.



Así lo hice y entonces, lo encontré.



-¡Aquí! -, grité señalando con el dedo.



En el lugar de los unifamiliares 52, 53 y 54 aparecía una única construcción que ocupaba las tres parcelas.



-Maneje usted mismo el cursor. Se divertirá -, dijo el farmacéutico.



Así lo hice y se inició una infografía. Empezamos en un aparcamiento lleno de coches de lujo, dimos una vuelta por los exteriores de una enorme mansión repleta de estatuas, y ascendimos por una escalinata hasta quedar parados delante de un gran portón junto a un tío cachas. El paseo había sido de un realismo asombroso.



-Por favor, no se quede ahí parado -, me ordenó – Continúe.



 Situé el cursor y pinché sobre la puerta principal que se abrió de par en par. Entramos en un gran salón donde un montón de tías exuberantes pululaban de aquí para allá, medio desnudas, sobre un decorado de película romana, mientras en el centro bailaba una rubia en bolas deslizándose boca abajo por una barra igualita que la de mi oficina. Todo tan falso como impresionante.



-Esto de la informática es la ostia -, dije mientras notaba un empuje familiar en la bragueta.



Quería ver más. En los laterales del gran salón había una serie de puertas que escondían diferentes cochinadas informáticas. Ya había elegido mi puerta del placer cuando el farmacéutico me ordenó abrir otra que estaba situada justo al fondo del salón. Puse el cursor sobre ella y entramos en una habitación donde varios tipos, todos con la misma cara sonriente del farmacéutico, metían con una pala, montones de billetes en unas bolsas junto a una montaña virtual de dinero que no paraba de crecer. En ese momento, el farmacéutico cerró de un manotazo su portátil dándome un susto de muerte.



-¡¡Ahora entenderá por qué ese cabronazo debe morir!! -, me gritó, y mi erección se desinfló de golpe como un globo reventado por un dardo.



Sublime. Cualquier cosa que hubiera podido imaginar, se quedaba corta. El proyecto del farmacéutico para construir un puticlub en mitad de una urbanización es una de las ideas más brillantes que puedo recordar. Y entiendo que, después de tomarse muchas molestias para provocar el incendio del 53 y para convencer a los descerebrados de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” sobre la conveniencia de arrasar los unifamiliares contiguos, estuviera tan cabreado con la heroica intromisión del Energúmeno que había acabado con su montaña de billetes de un plumazo.



Desde que el farmacéutico salió del despacho, me empezó a quemar todo lo que había descubierto. Si denunciaba los hechos mi vida no valdría un pimiento, y si callaba, mi silencio me convertiría en el vulgar cómplice del pirómano. Pero un acontecimiento acabó con todas mis cavilaciones. El Energúmeno se cargó al farmacéutico. Así de simple. Se presentó en la farmacia en mitad de una solitaria guardia nocturna y, aunque el farmacéutico se resistió como un jabato, desapareció sin dejar rastro. Nada fue casual. La propia señora del farmacéutico le había confesado en la cama al Energúmeno, mientras lloraba de gusto en uno de aquellos orgasmos salvajes que la enviaban directamente a la gloria, el malévolo plan que había urdido su marido. Y es que el descomunal miembro viril del bruto no podía permanecer inactivo durante mucho tiempo, así que mantenía un desahogo intrascendente con la esposa de los pechitos desviados del farmacéutico, que terminaría salvándole la vida. Todo hay que decirlo, la guarrilla no veía la intrascendencia por ningún lado. De hecho, estaba tan orgullosa de la divina malformación del Energúmeno, que envió una réplica de escayola al famoso Museo del Falo situado en el pueblecito pesquero de Húsavík, para que todas las mujeres del mundo la pudieran envidiar.



Muy lejos de Islandia, en la farmacia cercana a la urbanización, se vivieron momentos realmente dramáticos. Al grito de: “¡¡mariconazo, sal y dame una caja de condones para seguir follándome a tu mujer!!”, el farmacéutico se despertó y se acercó sorprendido hasta el mostrador donde se encontró, frente a frente, con el gigantesco animal que venía dispuesto a hacer justicia. Aunque se atrincheró en la trastienda, la Ley de Darwin se impuso con toda su crudeza. La verdad, que el tendero desapareciera sabiendo que había sido el tipo más cornudo de la tierra, pudo ser un sufrimiento evitable. Por lo demás, nada que objetar al impecable comportamiento del bruto. Hasta dejó pagada la caja de preservativos que se llevó.



Aquella mañana, el sol se adelantó a su hora para no perderse ningún detalle. Los dos propietarios que, siguiendo el obligatorio orden de visitas establecido por el Presidente, habían tenido que madrugar para entrar en la triste capilla, se encontraron con una estampa que los dejó paralizados. La horripilante escultura negra del Energúmeno yacía esparcida en mil pedazos sobre el suelo. Permanecieron en silencio durante un largo rato sin saber qué hacer. Después, se miraron extrañados. Ninguno de los dos sentía ni una pizca de pena. Es más, una sensación casi olvidada de gozosa libertad empezó a brotar desde lo más profundo de sus seres hasta saciarles completamente. Cuando salieron al exterior se hallaban tan felices y ligeros que tuvieron ganas de extender los brazos y comenzar a volar. Mientras tanto, desde el tejado del unifamiliar 52, una sombra primitiva vio asomarse por la puerta de la caseta a los dos propietarios eufóricos y sonrió satisfecho porque sabía que, también esta vez, había hecho lo correcto. 



En cuanto tuve conocimiento del bienaventurado suceso, avisé al técnico de la televisión y esa misma mañana, todos los propietarios de la urbanización pudieron escuchar a la chica guapa de la tele anunciando como el calor sofocante que, inexplicablemente, habíamos estado sufriendo durante tanto tiempo, iba a darnos un ligero respiro.

           

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