miércoles, 19 de enero de 2011

EL ENIGMA DEL TREN FANTASMA



Cuando empezó a nevar de esa manera tan formidable, la revieja de los 157 años, subió corriendo por la escalera hasta la última planta de su unifamiliar y aplastó la cara en el cristal de la ventana para no perderse nada. Subió los peldaños de dos en dos porque la nevada que estaba cayendo era el suceso más increíble que había visto en su larga vida. Los copos eran gordos como melones y se estampaban contra el tejado de la casa montando un fenomenal estrépito. Melones de nieve que se fueron acumulando en el jardín, hasta que la montaña helada sobrepasó la misma marca de vaho que el aliento entrecortado de la abuela dejaba en el cristal de la ventana del ático. La persiana de nieve fue oscureciendo la habitación hasta que las sombras penetraron en todos sus rincones. Entonces, la revieja marcó a tientas el número de teléfono de su Administrador y le gritó hasta que escupió el último diente que tenía en la boca. El cable telefónico no aguantó la tensión y pegó un chispazo. Hubiera dado igual. Seguir malgastando las fuerzas voceando a un contestador era una sandez. Se calmó y escuchó caer la nieve por encima. Pudo sentir que los golpetazos del tejado se iban alejando como los tambores de una galera rumbo al horizonte, y supo que aquello no era bueno porque la torrencial nevada seguía hundiendo la casa en el abismo. Cuando el cielo se vació por completo y salió el sol, toda la urbanización, como una nueva Pompeya, había quedado sepultada. Entonces, la revieja de los 157 años, abrió la ventana del ático y le pegó unos suaves manotazos a la pared de nieve. Convencida de que su idea no era una locura, se abofeteó la cara como un levantador de pesas y, excitada como una perra, se lanzó a escarbar en la nieve con una energía impropia para su edad. Cuando calculó que el boquete era suficiente, se puso de pie sobre una silla y atravesó la ventana para desaparecer caminando a gatas por el cielo helado.

Siempre he pensado que mi teléfono está loco y no sabe controlar sus emociones. A veces, me da miedo. Sobre todo, cuando empieza a rebotar como un niño malcriado. Sin duda, me esperaba un mensaje gordo en el contestador. Respiré hondo y, con determinación, me llevé el auricular a la cara. El aparato estaba tan congelado que una fusión humeante, lo dejó solidamente pegado a mi oreja. Un simple tironcillo me dejó a las claras que no sería tarea fácil separarme de él y sentí la angustiosa impotencia de tener mi tímpano tan expuesto como un soldado pintado de rojo en pleno desembarco de Normandía. Efectivamente, un bramido huracanado me atravesó el cerebro de lado a lado, dejándome los pelos más tiesos que los rayos de sol de un dibujo infantil. En un intento de escapar de la brutal onda sónica, estiré mecánicamente el brazo. El auricular se despegó de la oreja haciendo el mismo ruido que la cremallera de mi bragueta. Aquel “ras” me llevó hasta el punto máximo de ebullición humana. 

Ya calmado, me quedé mirando el auricular esperando respuestas. ¿Quién me había soltado aquel alarido telefónico? ¿Y por qué? Sin duda, estaba ante otro misterio que resolver. Colgué el auricular con los restos despellejados de mi oreja. Con el golpecillo, algo se deslizó desde su interior y rebotó sobre la mesa. Asombroso. Si aquello era lo que parecía, estaba ante un diente carcomido. Un diente casi prehistórico que solo podía pertenecer a la propietaria revieja del unifamiliar 12. Las respuestas empezaban a llegar y me sentí muy animado. Tanto, que en un suspiro, me había deslizado por la barra de puticlub que me había hecho instalar en el despacho, y ya estaba en el garaje. Como si me hubiera metido en el saco de desaparecer de un mago, la oficina se quedó vacía y solitaria. Me encanta hacer esto. Parece magia, pero es arte.

Usando mi oreja buena, llamé desde el coche a la policía. Aunque no confío en esos petardos, seleccioné en la letra “p” de mi móvil y le di al botón de llamada. Descolgaron y comuniqué la dirección de la urbanización para que enviaran una patrulla lo antes posible. Cuando escuché “`Pizzería a domicilio´ le agradece su confianza”, colgué. Evidentemente, me había colado de “p”. Lo volví a intentar poniendo más cuidado. Esta vez, un agente de policía me atendió amablemente y se tomó nota de la dirección de la urbanización. Me dijo que no me preocupara de nada y que me volviera a mi oficina tranquilo. En fin, una maravilla. Colgué y seguí conduciendo hacia la comunidad.

La cosa empeoraba por momentos. Cada vez aparecía más nieve acumulada en el arcén y la carretera se iba estrechando. Intenté poner la radio para ir más entretenido pero no funcionó. “Puñetera mañana para conducir solo”, pensé. Me crucé con una pobre chica que hacía auto-stop metida en la nieve. La sobrepasé, pero tuve remordimientos. Pegué un frenazo en seco. Nunca debí haber sido mochilero. Puse la marcha atrás y llegué hasta ella. Se montó en el asiento trasero. Por lo menos, me haría compañía. Era una preciosa chica de tez pálida que vestía un fino camisón, más adecuado para una noche de bodas que para salir de paseo en un frío día como aquel. “Puñetera mañana para esperar en la calle”, le dije. “Y puñetera mañana para conducir solo”, me contestó señalando la radio. Su respuesta me produjo un escalofrío. ¿Cómo podía saber que la radio no funcionaba? Instintivamente, apreté a fondo el acelerador para escapar de aquella sensación que ya no me abandonaría hasta el incidente con el tren. A mi viejo cacharro le costó coger el ritmillo pero terminó poniéndose a mil. Entonces, la chica se revolvió incómoda en su asiento. “Frene, por favor”, me dijo educadamente. “Frene antes de que lleguemos al paso a nivel que se ve al final de la carretera. Allí me maté un día de todos los Santos.” ¿Frenar? ¿En una carretera totalmente recta y con un paso a nivel que tiene las barreras levantadas? ¡No recordaba que los mochileros fueran tan impertinentes! Por pelotas, apreté con más fuerza el acelerador. Entonces, soltó un grito de dimensiones colosales: “¡¡¡Que frene le digo, capullooooo!!!!!!!” La explosión sónica abrió el techo del coche como una lata de mejillones, y será porque el marisco es afrodisíaco, pero la pierna derecha se me empalmó contra el pedal del freno con tanta fuerza que se incrustó dentro de la chapa. El espectacular frenazo nos dejó a un centímetro escaso de la vía, justo en el momento en que un monstruoso tren irrumpía arrasándolo todo a su paso. Un vendaval increíble nos envolvió. El coche empezó a rebotar sobre el asfalto pugnando por no salir volando. Me aferré con fuerza al volante para no deshacerme como un espantapájaros. Cuando aquel horrible traqueteo se fue tras el último vagón del convoy, el coche dejó de moverse y yo pude levantar la cabeza. El tren fantasma había desaparecido. Me había librado por un pelo. ¿Y ahora qué? No había duda de que en el asiento trasero llevaba una versión de la chica de la curva. Supongo que lo más correcto en estos casos sería darle las gracias y echarla a patadas del coche. Al fin y al cabo, era un espectro. No la iba a invitar a cenar. Me volví despacito. La chica de la tez pálida y el camisón sexy no estaba. Se había esfumado. ¡Menudo alivio! Entonces, la radio se puso en marcha sola y la voz, que estaba informando sobre un brutal temporal de nieve, me hizo sentir, por primera vez en mi viaje, acompañado.

Un joven menudo, abrigado con un chambergo rojo, se acercó montado en su motocicleta. “¿Has visto eso, chaval?”, le dije poniéndome de pie a través del agujero del techo del coche. “Yo…yo…no he visto nada”, balbuceó el recién llegado sorprendido al verme aparecer como un superhéroe. “¡¿Cómo que no has visto nada, tontoligo?!”, le grité mientras señalaba con el dedo el lugar por donde había desaparecido el tren. Estaba como enloquecido. “¡Ese tren fantasma que casi me mata era real, y el espectro era real! ¡Y yo! ¡Y mi coche! ¡Y también, mis cojones…!” Me agarré la huevera con las dos manos en un gesto tan amenazador que el chaval debió pensar que estaba como para que me encerrasen. El problema era que yo terminé pensando lo mismo después de escucharme. ¡Cielos! O me demostraba que lo que decía era cierto, o viviría el resto de mi vida dudando de mi salud mental. Eché un vistazo a mi alrededor. La motocicleta era la solución. Bajé del coche y me dirigí hacia el joven. “Coge tus cosas y lárgate en mi coche”. Sin rechistar, pasó el contenido de la maleta de su motocicleta al asiento trasero del coche. Me subí sobre la motocicleta y abrí gas para salir a trompicones sobre las traviesas del tren. Por el espejo retrovisor pude ver como el chaval del chambergo rojo se metía en mi viejo coche y atravesaba la vía para continuar su camino. No volví a mirar atrás. Un tren fantasma me llevaba la delantera y debía darle alcance. Me incliné sobre la motocicleta y giré mi muñeca a tope.

 A lo lejos, apareció el tren. Lo sabía. No estaba chiflado. Todo aquello era tan real como mis cojones. Le pedí un último esfuerzo a la motocicleta que se iba deshaciendo como un azucarillo. Alcancé el último vagón. De un salto, pasé al estribo justo en el momento en que la motocicleta se desintegraba por completo. Se había portado como una campeona y se merecía subir al cielo de las motos. Abrí la puerta del vagón y entré dentro. Me encontré en una habitación oscura que tenía las paredes forradas con un cuero blanco acolchado que resultaba de lo más acogedor. En ese momento, cinco zumbados, embutidos en unas camisas de fuerza, salieron de entre las sombras y empezaron a rebotar espasmódicamente contra las paredes. Me quedé petrificado ante la violencia de sus acometidas. Si seguía allí plantado, recibiría más bofetadas que el saco de un gimnasio, así que decidí unirme a la fiesta y los seis terminamos rebotando sin control por las paredes acolchadas de la habitación como seis pelotas de goma. Una cámara en el techo del vagón se movía de forma frenética para no perderse ningún detalle de mi lucha por la supervivencia. Pronto me encontraría al otro lado del objetivo.

Esquivar las embestidas de aquellos animales me estaba dejando agotado. No aguantaría mucho más. Un haz de luz al final del vagón me marcó el camino de salida. Me agaché como un jugador de fútbol americano, tensé todos mis músculos y salí a la carrera dispuesto a marcarme un “touchdown” o a morir en el campo. Choqué brutalmente contra los zumbados de las camisas de fuerza y una vez superada la poderosa línea defensiva, me estrellé contra la puerta del fondo que cedió bruscamente. Rodando, pasé al interior del segundo vagón.

Era el infierno. Docenas de seres marcados por la locura, se abalanzaron sobre mí y me aplastaron contra el suelo. La presión me asfixiaba. Sentí mordiscos y arañazos por todo el cuerpo. Como una bestia herida, conseguí revolverme y pegar una bocanada de aire maloliente que me supo a gloria. Me levanté y eché a correr delante de una marabunta de enfermos que gritaban enloquecidos. Atravesé varios vagones y el número de perseguidores aumentó considerablemente. Con una manifestación de zombis en los talones, entré, exhausto, en el último vagón y cerré la puerta de golpe.

En este vagón, una suave música ambiente me hizo sentir en el mismo paraíso. “No se preocupe. La puerta está blindada y el vagón insonorizado”, dijo una voz tranquilizadora desde el fondo del habitáculo. Avancé junto a estanterías repletas de libros. Lo hice muy despacito para dar tiempo a mi vista a que se adaptara a la oscuridad y llegué hasta una mesa de despacho donde un tipo viejo, vestido con una bata blanca, leía un libro bajo la débil luz de un flexo. Sobre la mesa, varios monitores en blanco y negro mostraban el interior de los vagones por donde había pasado. “Ha tenido que entrar en el tren de la locura para demostrarse a sí mismo que no está loco, ¿verdad?” El comentario me hizo sonreír. “Póngase cómodo en ese diván, por favor. Creo que voy a disfrutar hablando con usted. Como ve, tengo muchos libros, pero le aseguro que los cambiaría todos por vivir un momento como este. Hay que estar muy solo para valorar la compañía y yo, como habrá podido comprobar, lo estoy. Hablemos, pues, de lo que sea”. Aquel tipo tenía ganas de hablar y yo de escuchar. “Seguramente, se estará preguntando qué es todo esto. Creo que se ha ganado una explicación. Verá, hace muchos años yo era el director del centro psiquiátrico más prestigioso del país. Los casos más extraños nos llegaban para su estudio. Un día ingresó un personaje de lo más singular. Una vieja que cuantos más años cumplía, más vigor físico y agudeza sensorial iba ganando. Un auténtico portento de la naturaleza. Como se habrá podido imaginar, descubrir la causa de semejante prodigio hubiera cambiado el futuro de la humanidad. Un ambicioso farmacéutico también lo vio claro y me solicitó una reunión. Cuando le conté seis dedos en la mano derecha me estremecí, pero también conté los billetes que sujetaba, y accedí a su propuesta. Mi interesado financiero nunca llegó a conocer a su abuelita pero realizó inversiones millonarias en nuestro centro y el proyecto denominado “To be reborn” se convirtió en una prioridad absoluta. Cuando estaba a punto de dar con la clave, la vieja escapó. En una sola noche, excavó un túnel desde su celda hasta el exterior del centro. Una auténtica proeza que acabó con mi carrera. Cuando el farmacéutico se enteró, pilló un cabreo de mil pares de cojones y se encargó de desacreditar los métodos y la seguridad de mi centro hasta que terminaron clausurándolo. Entonces, se planteó un problema: ¿qué hacer con todos los enfermos que estaban allí recluidos? Se propuso la construcción de otro centro pero todas las asociaciones vecinales se pusieron en pie de guerra”. El doctor señaló la pantalla del monitor donde se veía a la pandilla de locos intentaba echar la puerta abajo. “Nadie quería a todos estos pirados en su barrio. La solución también fue una brillante propuesta del farmacéutico. Se les metía a todos en un tren y se les mantenía en circulación por la red de vías secundarias de forma indefinida. Así de simple. Convenció a alguien de arriba para que firmara el documento y empezó nuestro viaje sin final. Se puede decir que, oficialmente, no existimos desde hace muchos, muchos años.” Estaba boquiabierto. Pensaba que aquella era una de las historias más alucinantes que jamás había escuchado. Me hubiera gustado continuar con nuestra agradable reunión y contarle al doctor la parte más jugosa: que el ambicioso farmacéutico de los once dedos y la abuelita de los 157 años, habían acabado siendo vecinos, sin saberlo, en una comunidad que yo administraba. Seguramente, solo por ver disfrutar al pobre doctor de su primera carcajada plena en muchísimo tiempo de soledad, hubiera merecido la pena descubrir la coincidencia. Pero, prudentemente, me callé. Miré el reloj. Aunque no recordaba haber estado con una persona tan sensata desde hacía mucho tiempo, me debía marchar ya. Entonces, el viejo me hizo una señal para que pusiera atención. “Antes de que se vaya, tengo que confesarle un secreto: Sigo trabajando en el proyecto y creo estar cerca del final. Si lo consigo, le prometo que usted será el primero en saberlo.” Me levanté para darle la mano. En aquel momento, observé que el doctor estaba sentado sobre los riñones de un pobre hombre, que aguantaba como podía su peso a cuatro patas. “¡Ah!. No se preocupe por Federico”, dijo el doctor. “Esto forma parte de su terapia personal”. Impactado por tantas sensaciones encontradas, abrí muy despacito la puerta lateral del vagón y, sin despedirme, di un paso al vacío. La fría nieve me recibió y el choque térmico me aclaró las ideas. Comprendí que todas las maravillas de la vida se encontraban al otro lado del tren de la locura. Allí clavado, pude ver como el manicomio rodante seguía su imparable recorrido hacia ninguna parte. Una brisa helada me acarició la cara y cerré los ojos. Entonces, sentí una inmensa alegría porque la revieja hubiera conseguido escapar de su encierro dejando a todo el mundo con un palmo de narices.

Caminé durante horas hasta que me encontré perdido en mitad de una enorme superficie de nieve recién caída, que resplandecía bajo los primeros rayos de sol como un firmamento. El cielo se había despejado y el suelo parecía un inmenso océano de leche mezclada con purpurina colegial. La urbanización debía estar allí pero no había ni rastro. Sin duda, había quedado completamente sepultada por la nevada. Me pareció ver un coche parado en la lejanía y caminé hacia él convencido de que se trataba de la patrulla que la policía había prometido enviar. Pero no. No era la policía. Era mi querido cacharro con el chaval del chambergo rojo dentro. Llevaba horas haciendo guardia. “¿No me diga que usted es de la comunidad?”, me dijo. “Pues tenga su puñetera pizza”, y me entregó enfadado la caja cuadrada con el anagrama de `Pizzería a domicilio´. Ahora empezaba a comprenderlo todo. Me hubiera gustado darle una alegría contándole que su motocicleta estaba feliz en el cielo de las motos, pero me cortó con un gesto seco. “No. No me cuente nada. Por hoy, ya he tenido suficiente” Y se fue caminando por la nieve hasta convertirse en un punto rojo que se tragó el horizonte. Entonces, caí en la cuenta de que ni siquiera le había pagado la pizza.

“Alea jacta est” dije mientras me sentaba sobre la nieve. Si la cosa salía como estaba prevista, solo tenía que esperar tranquilamente. Respiré el aire frío y me dispuse a disfrutar del paisaje. La imagen era realmente espectacular. Abrí la caja y me comí la pizza como un cerdo. No dejé ni las migas. Iba pensando que vivir en un país donde, después de dar un aviso urgente, llegaba antes el pizzero que la policía, tenía, después de todo, alguna ventaja. De pronto, la nieve se removió y apareció la cabeza de la vieja cerca de donde yo me encontraba sentado. Como un periscopio, miró aquí y allá, y cuando detectó mi presencia, sonrió. Con unos vertiginosos zarpazos, se liberó de la última nieve que la aprisionaba, y salió, como impulsada por un muelle, hasta la superficie. Se puso de cara al sol y se estiró curvando el cuerpo y extendiendo los brazos al cielo todo lo que pudo. Luego, se sacudió los restos de nieve de la ropa y vino hacia mí. “He escuchado a alguien comer ahí arriba y he pensado que ya me quedaba poco”. Al escucharla, me levanté pasmado. Aquella  muestra de grandeza me estaba superando. Tenía previsto que, tarde o temprano, la revieja de los 157 años aparecería por algún lugar de aquella inmensidad helada, pero contemplar semejante burrada me había dejado sin habla. Me dio una palmada en la espalda que me hizo avanzar dos pasos antes de recuperar el equilibrio. “¡Bueno, basta de hacer el vago!”, dijo con autoridad. “¡Tenemos una urbanización entera que desenterrar!”. Y dicho esto, empezó a mover los brazos con la descomunal potencia de mil perforadoras para hundirse en la nieve levantando una enorme polvareda helada que lo cubrió todo. Cuando la nube se posó dejando limpio el paisaje, la abuela se había esfumado como si se hubiera metido en un saco de desaparecer. 




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