viernes, 14 de enero de 2011

ENTRE TORRES


            Cuando a las diez en punto de la noche, la campana de la torre central de la urbanización tocó solamente nueve veces, los vecinos salieron de sus unifamiliares como una bandada de pájaros cabreados. Nadie quería oír ni hablar de un fallo en el mismo corazón de la comunidad. Unos meses atrás, el artefacto que manejaba la campana falló y la implacable “Agrupación Pacífica con Antorchas” había abordado la torre para quemar hasta el último cable. Entonces, se decidió sustituir el mecanismo por un humano porque, como decía un cabecilla de la agrupación vecinal, “el hombre, convenientemente acojonado, es la única máquina infalible”. Pero justo a las diez de la noche, el humano al que todos llamaban “el Monaguillo”, la había cagado.

La mañana que realizamos el proceso de selección de personal, el Monaguillo, que se había presentado en mi despacho con el anuncio del periódico en la mano, estaba hecho un flan, y su estado no mejoró cuando al Presidente de la comunidad se le ocurrió proponer el baño como el lugar idóneo para realizar el examen. Los tres nos apretamos junto al retrete y a una señal del Presidente, el Monaguillo, que sudaba a mares cuando se ponía nervioso, comenzó la prueba. En el primer intento, no dio ni una, pero cuando a la segunda, consiguió tirar doce veces de la cadena del retrete mientras las cantaba en el orden correcto, el Presidente supo que había encontrado a su campanero. “Chaval, el puesto de la torre es tuyo”, dijo mientras le soltaba unas cuantas palmaditas en la espalda. Las conté. Una manía tonta. “¡Le ha dado, también, doce!”, dije con cierta mala leche. Entonces, el Presidente, más “picao” que un nazareno, levantó la mano con solemnidad y sin dejar de mirarme con rabia, le soltó tal manotazo al monaguillo, que casi lo estampa contra la pared. “Yo diría que no”, dijo todo chulo. En fin, me callé como un perro viejo, pero no pude evitar pensar que el número trece no presagiaba nada bueno.

            Reconozco que la prueba de selección de personal no fue muy rigurosa, pero la verdad es que el Monaguillo funcionó como un auténtico reloj. Eso sí, convenientemente acojonado como lo fue él, hubiéramos funcionado perfectamente cualquiera de nosotros. El llamado “momento de la motivación” aconteció el mismo día que el chaval tomaba posesión de su puesto de trabajo. Un componente de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” le estaba esperando escondido dentro de la torre y le enganchó del pescuezo para llevarle la cara a un palmo de los restos todavía humeantes de su predecesor mecánico. Entre colleja y colleja, el monaguillo fue tomando nota de lo que le pasaría si cometía cualquier error. Si tenemos en cuenta que nadie en su sano juicio se atrevería a meter la pata, el despiste de las diez en punto de la noche era, decididamente, algo difícil de explicar. 

            A las once menos cuarto de la noche, el Presidente se abrió camino entre la masa vecinal que se había congregado alrededor de la torre y tras prometer públicamente que el intolerable desliz tendría un castigo ejemplar, se metió dentro con una vara. Pero a las once en punto, la campana situada sobre la multitud boquiabierta, no se movió ni una pizca. Ni tampoco a las doce. Ante la gravedad del asunto, los vecinos intentaron hablar con su Administrador, pero en aquel momento, yo me encontraba en el interior de otra torre, la de un aerogenerador, absolutamente aislado del mundo.

Ya eran dos las partidas de ajedrez que había perdido jugando contra un móvil que no tenía cobertura, y la tercera no pintaba nada bien. Estaba muerto de sueño pero era incapaz de dormir con aquel frío brutal, así que decidí continuar con la partida. Sin mucha confianza, planteé un cobarde enroque defensivo con un moviendo de la torre. Me di cuenta que perder esa partida era solo cuestión de tiempo. Y de pronto, tuve un flash terrible. Me imaginé más congelado que un maniquí dentro de una nevera, sonriendo a un policía con cámara de fotos y diciendo: “He perdido”. Esto era, exactamente, lo que me esperaba si no conseguía escapar de mi prisión. Nadie me iba a ayudar, así que decidí actuar. La situación era clara. Si por la puerta cerrada sin manilla, no podía salir, mi única alternativa era subir por el interior de la torre. Tomé una escalera vertical que parecía no tener fin y llegué a un pequeño habitáculo donde estaba la maquinaria funcionando a pleno rendimiento. El ruido era ensordecedor. Me asomé por un ventanuco para ver si, desde mi privilegiada atalaya, divisaba a la bruja Feliciana, pero, afortunadamente, no había ni rastro de la malvada abuelita. Le había dado esquinazo. Sentí el viento golpeándome en la cara con fuerza. Se había levantado un tremendo vendaval y las tres palas giraban, a una velocidad endiablada, provocando una potente vibración que hacía temblar toda la torre. El zumbido de la hélice, se multiplicaba dentro del pequeño hueco aéreo, atravesando mi cerebro sin piedad. Aquello era completamente insoportable. Aturdido como un moscardón atrapado dentro de un vaso, me dejé caer sobre una palanca que decía “no tocar” y el freno hidráulico de urgencia, se activó de inmediato. Hubiera preferido que me estallara la cabeza mil veces antes que vivir la burrada que aconteció después. Las palas, de casi tres toneladas cada una, se frenaron en seco y la estructura, atravesada por una inercia descontrolada, empezó a retorcerse como un churro gigantesco. Los chirridos eran tan infernales que creí estar dentro de las tripas del propio Satán en mitad de un enema. Toda la estructura giró y se empezó a arrugar a mi alrededor. Me lancé, vertiginosamente, escaleras abajo perseguido por el hueco del tubo que se iba cerrando y arremolinando sobre mi cabeza a toda velocidad. Si aquello me alcanzaba, me convertiría en un rico zumo exprimido. A punto de quedar atrapado, salté los últimos metros al suelo y un chorro de aire fresco me dio la bienvenida por una rendija de la puerta desencajada. La embestí desesperado y salí rodando al exterior justo en el momento en que la torre terminaba de girar sobre sí misma, arrancándose de la base y desintegrándose en medio de un estruendo majestuoso. Un espectacular torbellino de nieve lo tapó todo. Lentamente, la montaña blanca se fue posando sobre los restos del holocausto metálico dejando ver una maravillosa noche estrellada. El viento había cesado. Me puse de pie y respiré profundamente el frío de la noche. Desde mi pequeñez, contemplé con calma el enorme pollo que había montado. Algo inexplicable lo hacía tremendamente hermoso. Tal vez fuera la simple sensación de haber escapado enterito de aquella catástrofe, pero la verdad es que me encontraba realmente bien. Era como si hubiera vuelto a nacer sin pecado original. No sé el tiempo que pude estar allí plantado, simplemente mirando. Desde entonces, siempre he pensado que el fin del mundo debe ser muy parecido a estar en el medio de cientos de torres gigantescas de aerogeneradores desmoronándose a la vez, durante una fría noche de invierno.

Conduciendo de camino a casa, iba tatareando algunas cosillas de rock duro que pasaban por mi cabeza. A mi casita, por fin. Cantaba de puro contento. Sobre la una de la madrugada, el móvil que había estado sin cobertura, sonó. Estar otra vez conectado con el mundo, me hizo sentir todavía más feliz. Pero aquella no era una llamada, sino una patada en los cojones. Un cabecilla de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” me contó todo el misterio de la campana y acabó ordenándome que saliera de la cama, me quitara el pijama y me vistiera inmediatamente para estar en la urbanización en cinco minutos. Colgué el móvil de un golpetazo y pegué tal alarido que reventé una de las ventanillas del coche. Resignado y jodido de frío, cambié de ruta y me dirigí hacia la otra torre, la de la campana que había dejado de repicar.

Había estado todo el viaje preocupado pensando en el gallinero alborotado que me estaría esperando en la urbanización, pero cuando llegué, salí del coche asombrado. Parecía un pueblo fantasma. De repente, unos encapuchados salieron de la oscuridad y, con un placaje, me tiraron a cubierto detrás de unos sacos terreros. Eran los cachondos de las antorchas que no habían tenido cojones de asaltar la torre pero, hiperactivos por naturaleza, ya la habían rodeado con explosivos y estaban preparados para volarla en pedazos. La zona había sido desalojada de vecinos curiosos y los componentes de la agrupación, campaban a sus anchas. Dentro de la trinchera, me identifiqué como el Administrador y me llevaron al puesto de mando. “Ha llegado el especialista”, dijo un vecino cuadrándose. El cabecilla vecinal, que se había puesto un casco abollado de la guerra civil, no se anduvo por las ramas: “Puede entrar, pero si a las dos en punto, la campana no se mueve, yo mismo prenderé fuego a la mecha”. Me hizo sincronizar nuestros relojes y me deseó suerte. Disponía de poco menos de una hora para resolver el misterio de la torre o todo saltaría por los aires. Cualquiera se hubiera echado a correr en dirección contraria, pero en lugar de eso, sin saber por qué, caminé hasta la torre, abrí la puerta y me metí dentro. Sin pensar. De tontos así, está el callejero de mi ciudad lleno.

Al cerrar, se me escapó la puerta y el golpetazo retumbó como una traca. Podía haber anunciando mi entrada con trompetas y no lo hubiera hecho peor. Si en esa torre todavía había alguien que pudiera respirar, me estaba, sin duda, esperando. Aunque ya daba igual, subí por la escalinata de piedra pegado a la pared como una sombra. Sin poder evitar contar cada uno de los ciento veintisiete escalones de la torre, llegué hasta el campanario y me encontré con los dos idiotas que había ido a buscar. El Presidente y el Monaguillo estaban sentados sobre un enorme charco de sudor, tan apretados como el día del retrete. Al verme, empezaron a gesticular frenéticamente, como monos asustados. Algo acuciante querían decirme, pero no eran capaces de articular palabra. De pronto, como si se hubiera agotado el tiempo de un concurso de televisión, dejaron de moverse de golpe. Y fue este gesto el que mejor comprendí: Ya era tarde y estaba perdido. Entonces, sentí un aliento helada en mi nuca y una voz rasgada me preguntó por el motivo de mi tardanza. Me volví y allí estaba la bruja Feliciana, clavándome sus ojos rojos desde la oscuridad. Muy lista la vieja. ¿Para qué iba a perder el tiempo buscándome entre las torres del campo eólico, si el infeliz conejito iba a entrar sin rechistar en la trampa? Solo había tenido que rebuscar entre los papeles de la cartera que perdí en su casona para saber que esta comunidad la administraba yo. Y ahora había llegado su momento y lo iba a saborear. Extendió los brazos invocando a las fuerzas de la naturaleza con extrañas palabras y se formó una terrible tormenta dentro del campanario. La bruja se fue elevando hasta terminar flotando en el mismo ojo del huracán y todos los rayos del mundo se empezaron a estrellar a nuestro alrededor. La melena de la bestia azotaba las paredes con tanta furia que saltaban chispazos y pedradas por todos los lados. Me apreté contra el suelo todo lo que pude y me acordé de Santa Bárbara. Pero sus manos nervudas me agarraron poniéndome de pie como si fuera un pingajo. Las risotadas de la vieja eran cada vez más escalofriantes. Me apretó con fuerza la cara contra sus pechos y fui notando como aquellos colgajos se empezaban a hinchar de una forma espantosamente familiar. La presión de sus flotadores alcanzó un límite tan descomunal que me rendí y cerré los ojos esperando el inminente estallido. Pero la temida explosión mamaria no llegó. Todo lo contrario, las apreturas de aquellas desorbitadas tetorras empezaron a ceder hasta que pillaron, digamos, un puntillo perfecto. Me llegué a sentir tan cómodo apoyado sobre aquellas preciosas tetas que hasta me puse palito. Pero, no pude disfrutar mi espasmo muscular porque siguieron perdiendo gas y en seguida pasaron a peras limoneras y luego a tetillas, y continuaron aflojando más y más hasta que acabé aplastado contra unos pellejos vacíos. En un santiamén, mi cara había probado todas las clases de tetas imaginables y me sentí un tipo afortunado. Abrí un ojo y miré para arriba. Vi a la bruja Feliciana, roja como un tomate, intentando mantener la tensión, pero aquello, irremisiblemente, se había venido abajo. Estaba ante el gatillazo femenino más extraño de la historia. Su momento había acabado y empezaba el mío. Me separé de la bruja, que me miró absolutamente desolada, y utilizando un falso tono cariñoso para que mi comentario le atravesara el corazón con más saña, le dije: “Pero abuelita, ¿a dónde me va con esos churrillos? Mírese. Asuma de una vez, su decrepitud, buena de dios”. Alcanzada de lleno, se agachó avergonzada. Femenina incluso en su vejez, sé que estuve a punto de hacerla llorar, pero no quiso darme ese placer. Rabiosa de orgullo, se fue irguiendo con lentitud hasta ponerse más tiesa que un mallo. Después, como si nunca hubiera dejado de ser una buena moza, se atusó el pelo y se acomodó las carnes dentro del vestido. Sus ojos rojos volvieron a brillar de una forma tan intensa que hasta pude sentir el calor de su mirada a través de mi ropa. Finalmente, soltó un aullido y desapareció por el hueco del campanario jurando por el fuego del averno que pronto volveríamos a vernos.

Miré mi reloj. El segundero estaba pasando por el mismo sitio exacto que el segundero del reloj del vecino con casco. A ambos, nos faltaban seis segundos para que fueran las dos en punto de la madrugada. Me lancé hacia la cuerda de la campana para evitar que todos saltáramos en pedazos. Pero allí estaba ya, firme en su puesto, el fiel Monaguillo de la torre. “Esta es mi obligación”, dijo, y estiró dos veces de la cuerda mientras las cantaba en el orden correcto. Después, se asomó por el hueco del campanario adoptando una pose de victoria para que el mundo entero pudiera saber que el Monaguillo siempre había estado al pie del cañón. El Presidente se acercó y le zarandeó eufórico mientras le gritaba: “¡Sí señor! ¡Este es mi chico!” Como única respuesta, el Monaguillo le pegó tal manotazo en la espalda, que el perdonavidas tuvo que usar collarín durante una buena temporada. Los vecinos, al escuchar las dos campanadas justo a su hora, se fueron arremolinando, llenos de júbilo, junto a la torre. Salimos al exterior y nos recibieron como a héroes de guerra. Mientras tanto, la “Agrupación Pacífica con Antorchas” empezó a levantar el campamento dando por terminado el asedio. La mirada de algunos de sus componentes trasmitía la decepción de quien ha preparado unos fuegos artificiales de lujo y una tormenta se los ha echado a perder.

Puse en marcha el coche y salí pitando hacia mi casa. El estómago me rugía hambriento y los ojos se me cerraban de sueño. Había vivido uno de los días más largos de mi vida y, cansado como un perro, no veía el momento de llegar. Me recibió la Chuchi medio zombi. No se atrevió ni a preguntar de donde venía por miedo a que le soltara otro de esos cuentos que nunca sabía si creerse o no. Se volvió a la cama comentando que en la nevera estaban los restos de la cena. Echar una meadita gloriosa, cenar como un lobo y meterme en la cama calentito era un plan inmejorable. Entré en el baño y cerré la puerta. Después de disfrutar de un magnífico pis, intenté salir pero no había forma. La cerradura parecía estar bloqueada. Esto no podía ser cierto. Me puse tan nervioso que acabé forcejeando con la manilla como si estuviera peleando contra un mejicano enmascarado. El espejo del baño me devolvía la imagen de un enajenado despeinado. Pero no conseguí nada. Hasta el mismo Pedro Picapiedra se hubiera impresionado por mi forma enloquecida de aporrear la puerta y de gritarle a la Chuchi, quien por cierto, no se enteraría de nada hasta la mañana siguiente. Estaba claro que mi malaventura se había empeñado en hacerme pasar la noche encerrado, así que me resigné. Cogí todas las toallas del armario y me acomodé en la bañera. Saqué el móvil del bolsillo y le di al botón de “continuar juego”. La tercera partida pintaba peor de lo que recordaba pero, enrocado con la torre, defendería al rey hasta el final. Condenado a perder, esperé la llegada del nuevo día.



1 comentario:

  1. Ya era hora que tuvieras un blog en condiciones. Me lo he pasado pipa. Me encanta este humor subrealista. Que será de la pobre Feliciana. Espero nuevas entregas.

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