viernes, 14 de enero de 2011

NO ME ESPERES A CENAR


Nadie se va a creer esta historia contada tal y como ha sucedido. Tan exagerada es, que parecerá la trola de un trolero. Como un cobarde, podría haber mentido lo justo para hacerla creíble. Pero no lo he hecho. Para qué. Cuando alguien descubra este manuscrito, yo estaré más momificado que un chorizo de Cantimpalos y me importará un pito lo que digan. Por eso, he contado la pura verdad. Con dos cojones. Leo mis últimas líneas y sonrío. Tengo que reconocer que el detalle de cerrar de golpe una puerta antes de comprobar si tiene manilla para poder salir, me ha dado el final inesperado que necesitaba una historia tan cafre como la que he vivido. Un simple portazo y todo se acabó. Sí, es un final realmente bueno.

Todo comenzó cuando me llamaron para que acudiera al Juzgado. Se trataba de aceptar el encargo para valorar una casona que era objeto de embargo. La funcionaria madura me tuvo hipnotizado durante toda su charla. Ver esos dos enormes melones luchando, en cada inspiración, por escapar de su ajustada camiseta de adolescente, era cine de verdad. Estaba absorto jugando a respirar a su mismo compás, cuando unas intermitentes apreturas me sobresaltaron. La funcionaria madura había empezado a reírse poniendo sus orondos pechos al borde de una explosión. Algo le estaba haciendo mucha gracia. Pero mucha. Cada vez más. Por lo visto, se contaba que el anterior tasador había salido perdiendo el culo de aquella casona y todavía debía estar corriendo por el mundo porque nadie le había vuelto a ver el pelo. “¡Como Forrest Gump!”, voceaba la pechugona descojonándose a lo bestia. “¡Y tú eres el siguiente de la lista, cariño!” Los enormes pechos de la funcionaria se estaban hinchando como bombonas de butano y la imprudente no paraba de reírse de forma animal. La exuberante inflamación rasgó la ajustada camiseta adolescente de la funcionaria y siguió aumentando hasta que dejé de verle la cara. El chupinazo era inminente. ¿Avisarla? No hubiera sabido ni por donde empezar, así que recogí la documentación como pude y salí a toda leche del cuarto para ponerme a cubierto. Todavía retumbaban las carcajadas enloquecidas de la pechugona por todo el pasillo cuando, inevitablemente, estalló. Bajando por las escaleras, aún pude escuchar por lo menos cuatro o cinco explosiones más en diferentes plantas del edificio del Juzgado. En los tiempos nuevos y salvajes que corren, yo siempre aconsejo no coger el ascensor. Nunca se sabe.

Había llegado al pueblo para hacer un trabajito. Formaba parte de la maquinaria ciega que terminaría con una tal Feliciana en la puta calle. Dejé el coche enfilado en la carretera, cogí la cartera y caminé sobre la nieve hacia un grupo de casonas que se recortaban contra un cielo oscurecido por el gélido anochecer. Más allá, un horizonte plagado de hélices girando, completaban una preciosa estampa navideña muy ecológica. “Herodes, el malvado, llega a Belén” pensé, y sonreí mientras me frotaba las manos. “Je, je…me gusta”.

“¿Feliciana, por favor?” Al oír su nombre, el viejo me dio un patadón en toda la espinilla, cerró la puerta y apagó la luz del farol dejándome completamente a oscuras. ¡Jope, con la hospitalidad rural! Ya era la segunda vez que me daban con la puerta en las narices y me apagaban la luz, solo que al primero le había dado, además, por cruzarme la cara de un bofetón, que para el caso, es lo mismo, así que avancé, a tientas, sobre la nieve hasta llegar a la tercera casona con la esperanza de que cambiara mi suerte. Cada vez hacía más frío. Llamé al portón y éste se entreabrió. Acerqué la cara a la rendija y volví a preguntar por Feliciana. “Querrá decir, la bruja Feliciana” me corrigió una voz temblorosa, y salió una mano para señalar la casona más alejada del poblado. “Vive allí, sola”. Confiado, volví la cabeza para mirar y la mano me soltó una colleja del carajo antes de cerrar el portón de golpe y apagar, como no, la luz del farol. Cavilando sobre lo rara que era la gente de ese lugar, me dirigí hacia la única casona que no echaba humo por su chimenea.

La casona de piedra ennegrecida tenía un aspecto tremendamente siniestro. Por supuesto, esto era una sensación subjetiva que no debería influir en mi valoración final del inmueble. Pero esa era la teoría. Tampoco todo era malo. Gracias a dios, el portón estaba abierto y no tendría que volver a sufrir esa extraña muestra de folklore local que tanto me estaba empezando a jorobar. Ahí plantado estaba, cuando un fuerte olor a rancio salió del interior y sentí un escalofrío. ¿Dónde estaría mi colega de profesión? ¿Seguiría corriendo por el mundo o…estaría dentro? Para estos casos de embargo extremo, el Colegio de Tasadores nos subvencionaba el pistolón “Mágnum” de la serie “John Holmes” con conexión USB para el control de los porcentajes de tiro. Un juguetito extralargo que casi no cabía en el maletero de mi coche. Todos los tasadores teníamos uno. Los colegas más brutos podían contar sus tasaciones por fiambres. Pero en esta ocasión, no llevaba ni un tirachinas. Había pensado que una abuela llamada Feliciana no podía ser mala persona después de todo. ¡Dios mío, si hubiera sabido lo que ahora sé! ¡Me hubiera gritado al oído “no entres, tonto de los cojones”! Pero ya nada tiene remedio y por eso estoy aquí encerrado. En fin, respiré profundamente el frío aire de la noche y me dije: “Herodes, pelotas, tío, pelotas.” Agarré con fuerza la cartera con una mano y metí la otra en el bolsillo de la gabardina con el índice estirado por eso de impresionar, y desarmado como un bebé, traspasé el umbral.

Ya dentro, las tinieblas me rodearon y ojalá todo hubiera seguido así, porque es mejor estar ciego que tener que ver lo que, cuando se adaptaron mis ojos a la oscuridad, me dejaría paralizado por el terror. Estaba en un invernadero convertido en un auténtico museo de la tortura vegetal. Alguna mente diabólica, mediante unas complejas estructuras de recipientes con agua y focos de luz, magistralmente colocados a diferentes alturas, había conseguido modelar el equilibrio vegetal formando estampas horribles. Cada una de las decenas de plantas y árboles del invernadero tenía su propio andamio del dolor, con el agua y la luz cuidadosamente repartidas por niveles a lo largo del tronco. Las raíces sedientas que se escapaban de la tierra buscando agua, y las ramas agónicas que se retorcían hacia la humedad y los ansiados puntos de luz, creaban figuras de pesadilla. Me agaché para leer algunos de los títulos que el artista había dado a sus esculturas vivas. Todo muy inspirado, como “varón devorado por un millón de lombrices intestinales”, “macho despellejado por su santa esposa” o “el pene erecto del Sr. Holmes abrasado por las llamas”. Curioso, pero este último árbol, tampoco hubiera cabido en mi maletero. Todas las obras parecían observar una cierta manía por lo que yo soy desde que nací. Como la última que miré: “Despojo masculino tras explosión  mamaria”. ¡Jope, qué realismo! ¡A esta planta solo le faltaba gritar! Dejé de leer más cartelitos y, temblando, me incorporé. Debía tranquilizarme. Aunque la soledad había desequilibrado la mente de la abuela, no debía preocuparme demasiado por una explosión mamaria como la de la escultura. Seguramente, la edad se habría encargado de descargar sus tetillas hasta dejarlas inservibles. De pronto, sentí que estaba desbarrando. Realmente, mi problema no podía ser, en ningún caso, unos escurridos pellejos de vieja, sino acabar este trabajo lo antes posible para cenar con mi familia, sin más tonterías. Con las ideas claras, me armé de valor y me introduje por entre las enmarañadas plantas del invernadero en busca de la vieja solitaria, pero allí no había nadie. Me paré un momentito y, entonces, pasó algo extraño: La tensión del momento había hecho brotar en mi frente una brillante gotita de sudor y me pareció que la punta de una rama se había movido ligeramente para tocarla. En aquel momento, todavía pensaba que aquello no era posible pero aún así, salí pitando por unas escaleras y llegué a la planta de arriba de un tirón, por si acaso. 

Había luz en una habitación. Empujé despacito la puerta. “¿Feliciana?” Pero allí no había nadie. Era un cuarto sin ventanas, con la cama sin hacer y con ropa sucia tirada por todos los sitios. En una esquina del suelo había un cuenco de potaje a medio comer y una correa. Probablemente, Feliciana habría salido a dar un paseo con el perro. Decidí esperar. Me fijé que el crucifijo de la pared estaba descolgado boca abajo. Intenté girarlo pero parecía bien atornillado. Estaba claro que los asfixiantes tentáculos del Gobierno no habían llegado hasta este recóndito lugar. Con la Ley que prohibía cualquier manifestación religiosa en lugares públicos y privados, esa cruz hubiera supuesto la perpetua. En mi despacho, había sustituido el crucifijo por una estampa de un cristo pintado. “Arte en su máxima expresión. Un Goya sublime como podrá ver”, le había dicho al inspector que, poniendo cara de tonto, me había terminado sellando la cartilla del buen ciudadano. En esos pensamientos estaba, cuando sentí unos ojos en el cogote y me volví. Una niña sucia me observaba desde la puerta. Era la tristeza misma. Su pálida cara llena de potaje, parecía no tener vida pero su mirada de niña retrasada, me conmovió. No habló, Seguramente nadie le había enseñado a hablar. Ni tampoco a sonreír. La niña triste, tal y como había venido, se fue. ¡Ostiaputa! ¡La vieja no vivía sola como todo el mundo creía! Por casualidad, había descubierto el secreto mejor guardado de la mansión. La niña sucia era el fruto podrido de algún desengaño amoroso que se debía esconder para siempre, como una muñeca defectuosa, entre aquellas paredes. Ella era la causa del salvaje odio que tenía la vieja por todos los machos del planeta. Y yo, macho desde que nací, decidí que había llegado la hora de esfumarse.

Como haría un buen macho acojonado, salí de puntillas del cuarto de la chica, y entonces, pasó lo peor que podía pasar. Lo peor. Me topé de golpe con la bestia. Con Feliciana. Nos quedamos parados frente a frente. La vieja bruja estaba hecha una furia. Babeaba hilillos de sangre y su larga melena se movía enloquecida, como si estuviera en mitad de un vendaval. Intenté serenarme y racionalizar la situación. Lo de la sangre se lo he visto hacer mil veces a los Kiss, pero lo del ventilador en la cara, era bastante más difícil de explicar, sobre todo si tenemos en cuenta que las dos manos las tenía ocupadas en sujetar un hacha de flipar. Sinceramente, no veía el truco por ningún lado. De pronto, soltó un alarido tan monstruoso que rajó, de arriba abajo, algunos de los tabiques de piedra. Si hubiera sido el Pato Lucas se me habría caído el pico al suelo. Poco a poco, volvió el silencio y entonces, la niña sin vida lloró asustada en algún rincón y comprendí la gravedad de mi situación. No lloraba por ella. Sencillamente, sabía demasiado para salir vivo de la casona y lloraba por mí. Se me aflojó el esfínter. Tiré la cartera a cascala y con el calzoncillo echo un asco, me lancé despavorido, como haría cualquier Forrest, perseguido de cerca por la bruja que corría a toda leche sin mover las piernas. La verdad es que tampoco le veía el truco a ésto. Bajé las escalera de cuatro en cuatro, pero por mucho que corría, no podía despegar sus zarpas de mi culo, hasta que, dentro ya del invernadero, tropecé con una raíz y caí de bruces al suelo. ¡Cielos. Tan cerca  de la salida! ¡Estaba perdido! Enérgicamente, me volteó y me sujetó los brazos. Me miró fijamente y después empezó a descojonarse como una loca. Supongo que mi situación de rendida impotencia, cagadito y en el suelo, debía ser tronchante, aunque yo no le viera la gracia. Las carcajadas eran tan brutales, y juro que lo que voy a decir es cierto, que aquellas tetillas escuchimizadas empezaron a hincharse como globos. Sí, sí, parecían globos aerostáticos. Como si leyera mis más ocultos terrores, empezaron a crecer más y más hasta que aquellos flotadores atómicos me empezaron a aplastar la cara contra el suelo sin dejarme ni respirar. Y la bestia, encanada de la risa, iba aumentando la presión sin conocimiento. La explosión nuclear nos borraría del planeta. Iba a morir. En ese instante, pude ver brillar algo que me pareció un grifo. Lancé el brazo como pude y moví la maneta. Un aspersor se puso en funcionamiento y empezó a caer agua sobre el invernadero infernal. Lo que vino después fue el acabose. Las torturadas plantas, perdieron el juicio. Llovía y miles de raíces y ramas sedientas, empezaron a retorcerse y a estirarse buscando las gotas de agua en mitad de un alboroto vegetal magnífico. Entre gritos casi humanos, nos zarandearon de forma agresiva hasta separarnos. Los leñazos y las estocadas iban y venían con un ímpetu brutal. Me empecé a arrastrar hacia el portón de salida, mientras la enorme envergadura de los melones de Feliciana, la dejaban atascada en su propio bosque. Cuerpo a tierra, seguí avanzando sintiendo el dolor de cada golpe y de cada arañazo. Apaleado como un perro, alcancé la puerta. Me volví un instante y pude ver como Feliciana, enrabietada, se iba abriendo camino con su hacha criminal. Entonces, se paró un segundo y me lanzó una mirada tan intensa que casi me atraviesa. Supe que me perseguiría hasta el fin del mundo.

Congelado de frío y con la gabardina hecha jirones, llegué corriendo hasta el coche y arranqué el motor. Por el espejo retrovisor ya se veía a la bestia pechugona salir por el portón de la casona. Debía seguir huyendo. Salí a todo gas con el bicho pisándome los talones. Nunca había conducido tan rápido de noche. Ni de día, creo recordar. Aún así, no me conseguía despegar de Feliciana que venía disparada como un cohete de fin de fiestas, justo detrás de mí. Tan cerca estaba, que podía escuchar el tintineo de los carámbanos mocosos que colgaban de su nariz de bruja. Si no conseguía despistarla, Herodes recibiría el tan merecido correctivo histórico. Recordar la horripilante escultura vegetal del machote reventado por una explosión mamaria del invernadero, me ponía los pelos de punta y me tensaba la pierna contra el acelerador. Y así he conducido, quemando el asfalto, hasta que he pegado un volantazo seco y he enfilado un camino nevado que me ha dejado en este campo eólico. Tras un frenazo de película, he salido corriendo del coche y me he perdido por dentro del gigantesco bosque mecánico. En fin, no os creáis que me queda mucho más por contar. Desorientado por el zumbido de un enjambre de cientos de hélices girando, me he lanzado contra una de las torres al azar y me he escondido dentro. Todas eran iguales y podía haber elegido cualquiera, pero me ha dado por abrir esta puerta y entrar dentro de esta torre. Después, un portazo y fin. Ahora, estoy encerrado en este supositorio mirando una puerta sin manilla. Feliciana no me va a encontrar. Ni siquiera yo me encontraría. Pero tampoco voy a poder salir. Ya dije que era un buen final. Bueno y, a la vez, cruel. Y aún me acusarán de mentiroso. Acabo de llamar por el móvil a la Chuchi para que no me espere a cenar. Le he dicho que acostara a los niños, que yo, en cuanto despachara unos asuntillos sin importancia, iría para casa. Se han puesto los dos pequeñajos y he disfrutado un montón. Ya sé que dentro de este tubo, no hay cobertura, pero, en todo caso, hablar con mi familia me ha reconfortado lo suyo. No importa. El móvil me servirá para jugar cuando llegue el aburrido momento de palmar por hambre o por frío. No me queda nada por escribir. En pleno sopor, he visto a Herodes encerrado en su palacio. Le he preguntado por la forma de salir de aquí y se ha encogido de hombros antes de evaporarse. Desmoralizador. Se me cierran los ojos de puro cansancio. Creo que voy a echar una cabezadita. Soñaré que estoy dentro de un cohete espacial. Solo tengo que poner en marcha los motores y despegaré en dirección a mi casita. Con un poco de suerte, llegaré a la hora de cenar. Ya he iniciado la cuenta atrás y nadie me va a parar.


1 comentario:

  1. Gracias a Cris por su dibujo de Feliciana en el invernadero infernal. Es la bruja que yo vi.

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