miércoles, 19 de enero de 2011

EL ENIGMA DEL TREN FANTASMA



Cuando empezó a nevar de esa manera tan formidable, la revieja de los 157 años, subió corriendo por la escalera hasta la última planta de su unifamiliar y aplastó la cara en el cristal de la ventana para no perderse nada. Subió los peldaños de dos en dos porque la nevada que estaba cayendo era el suceso más increíble que había visto en su larga vida. Los copos eran gordos como melones y se estampaban contra el tejado de la casa montando un fenomenal estrépito. Melones de nieve que se fueron acumulando en el jardín, hasta que la montaña helada sobrepasó la misma marca de vaho que el aliento entrecortado de la abuela dejaba en el cristal de la ventana del ático. La persiana de nieve fue oscureciendo la habitación hasta que las sombras penetraron en todos sus rincones. Entonces, la revieja marcó a tientas el número de teléfono de su Administrador y le gritó hasta que escupió el último diente que tenía en la boca. El cable telefónico no aguantó la tensión y pegó un chispazo. Hubiera dado igual. Seguir malgastando las fuerzas voceando a un contestador era una sandez. Se calmó y escuchó caer la nieve por encima. Pudo sentir que los golpetazos del tejado se iban alejando como los tambores de una galera rumbo al horizonte, y supo que aquello no era bueno porque la torrencial nevada seguía hundiendo la casa en el abismo. Cuando el cielo se vació por completo y salió el sol, toda la urbanización, como una nueva Pompeya, había quedado sepultada. Entonces, la revieja de los 157 años, abrió la ventana del ático y le pegó unos suaves manotazos a la pared de nieve. Convencida de que su idea no era una locura, se abofeteó la cara como un levantador de pesas y, excitada como una perra, se lanzó a escarbar en la nieve con una energía impropia para su edad. Cuando calculó que el boquete era suficiente, se puso de pie sobre una silla y atravesó la ventana para desaparecer caminando a gatas por el cielo helado.

Siempre he pensado que mi teléfono está loco y no sabe controlar sus emociones. A veces, me da miedo. Sobre todo, cuando empieza a rebotar como un niño malcriado. Sin duda, me esperaba un mensaje gordo en el contestador. Respiré hondo y, con determinación, me llevé el auricular a la cara. El aparato estaba tan congelado que una fusión humeante, lo dejó solidamente pegado a mi oreja. Un simple tironcillo me dejó a las claras que no sería tarea fácil separarme de él y sentí la angustiosa impotencia de tener mi tímpano tan expuesto como un soldado pintado de rojo en pleno desembarco de Normandía. Efectivamente, un bramido huracanado me atravesó el cerebro de lado a lado, dejándome los pelos más tiesos que los rayos de sol de un dibujo infantil. En un intento de escapar de la brutal onda sónica, estiré mecánicamente el brazo. El auricular se despegó de la oreja haciendo el mismo ruido que la cremallera de mi bragueta. Aquel “ras” me llevó hasta el punto máximo de ebullición humana. 

Ya calmado, me quedé mirando el auricular esperando respuestas. ¿Quién me había soltado aquel alarido telefónico? ¿Y por qué? Sin duda, estaba ante otro misterio que resolver. Colgué el auricular con los restos despellejados de mi oreja. Con el golpecillo, algo se deslizó desde su interior y rebotó sobre la mesa. Asombroso. Si aquello era lo que parecía, estaba ante un diente carcomido. Un diente casi prehistórico que solo podía pertenecer a la propietaria revieja del unifamiliar 12. Las respuestas empezaban a llegar y me sentí muy animado. Tanto, que en un suspiro, me había deslizado por la barra de puticlub que me había hecho instalar en el despacho, y ya estaba en el garaje. Como si me hubiera metido en el saco de desaparecer de un mago, la oficina se quedó vacía y solitaria. Me encanta hacer esto. Parece magia, pero es arte.

Usando mi oreja buena, llamé desde el coche a la policía. Aunque no confío en esos petardos, seleccioné en la letra “p” de mi móvil y le di al botón de llamada. Descolgaron y comuniqué la dirección de la urbanización para que enviaran una patrulla lo antes posible. Cuando escuché “`Pizzería a domicilio´ le agradece su confianza”, colgué. Evidentemente, me había colado de “p”. Lo volví a intentar poniendo más cuidado. Esta vez, un agente de policía me atendió amablemente y se tomó nota de la dirección de la urbanización. Me dijo que no me preocupara de nada y que me volviera a mi oficina tranquilo. En fin, una maravilla. Colgué y seguí conduciendo hacia la comunidad.

La cosa empeoraba por momentos. Cada vez aparecía más nieve acumulada en el arcén y la carretera se iba estrechando. Intenté poner la radio para ir más entretenido pero no funcionó. “Puñetera mañana para conducir solo”, pensé. Me crucé con una pobre chica que hacía auto-stop metida en la nieve. La sobrepasé, pero tuve remordimientos. Pegué un frenazo en seco. Nunca debí haber sido mochilero. Puse la marcha atrás y llegué hasta ella. Se montó en el asiento trasero. Por lo menos, me haría compañía. Era una preciosa chica de tez pálida que vestía un fino camisón, más adecuado para una noche de bodas que para salir de paseo en un frío día como aquel. “Puñetera mañana para esperar en la calle”, le dije. “Y puñetera mañana para conducir solo”, me contestó señalando la radio. Su respuesta me produjo un escalofrío. ¿Cómo podía saber que la radio no funcionaba? Instintivamente, apreté a fondo el acelerador para escapar de aquella sensación que ya no me abandonaría hasta el incidente con el tren. A mi viejo cacharro le costó coger el ritmillo pero terminó poniéndose a mil. Entonces, la chica se revolvió incómoda en su asiento. “Frene, por favor”, me dijo educadamente. “Frene antes de que lleguemos al paso a nivel que se ve al final de la carretera. Allí me maté un día de todos los Santos.” ¿Frenar? ¿En una carretera totalmente recta y con un paso a nivel que tiene las barreras levantadas? ¡No recordaba que los mochileros fueran tan impertinentes! Por pelotas, apreté con más fuerza el acelerador. Entonces, soltó un grito de dimensiones colosales: “¡¡¡Que frene le digo, capullooooo!!!!!!!” La explosión sónica abrió el techo del coche como una lata de mejillones, y será porque el marisco es afrodisíaco, pero la pierna derecha se me empalmó contra el pedal del freno con tanta fuerza que se incrustó dentro de la chapa. El espectacular frenazo nos dejó a un centímetro escaso de la vía, justo en el momento en que un monstruoso tren irrumpía arrasándolo todo a su paso. Un vendaval increíble nos envolvió. El coche empezó a rebotar sobre el asfalto pugnando por no salir volando. Me aferré con fuerza al volante para no deshacerme como un espantapájaros. Cuando aquel horrible traqueteo se fue tras el último vagón del convoy, el coche dejó de moverse y yo pude levantar la cabeza. El tren fantasma había desaparecido. Me había librado por un pelo. ¿Y ahora qué? No había duda de que en el asiento trasero llevaba una versión de la chica de la curva. Supongo que lo más correcto en estos casos sería darle las gracias y echarla a patadas del coche. Al fin y al cabo, era un espectro. No la iba a invitar a cenar. Me volví despacito. La chica de la tez pálida y el camisón sexy no estaba. Se había esfumado. ¡Menudo alivio! Entonces, la radio se puso en marcha sola y la voz, que estaba informando sobre un brutal temporal de nieve, me hizo sentir, por primera vez en mi viaje, acompañado.

Un joven menudo, abrigado con un chambergo rojo, se acercó montado en su motocicleta. “¿Has visto eso, chaval?”, le dije poniéndome de pie a través del agujero del techo del coche. “Yo…yo…no he visto nada”, balbuceó el recién llegado sorprendido al verme aparecer como un superhéroe. “¡¿Cómo que no has visto nada, tontoligo?!”, le grité mientras señalaba con el dedo el lugar por donde había desaparecido el tren. Estaba como enloquecido. “¡Ese tren fantasma que casi me mata era real, y el espectro era real! ¡Y yo! ¡Y mi coche! ¡Y también, mis cojones…!” Me agarré la huevera con las dos manos en un gesto tan amenazador que el chaval debió pensar que estaba como para que me encerrasen. El problema era que yo terminé pensando lo mismo después de escucharme. ¡Cielos! O me demostraba que lo que decía era cierto, o viviría el resto de mi vida dudando de mi salud mental. Eché un vistazo a mi alrededor. La motocicleta era la solución. Bajé del coche y me dirigí hacia el joven. “Coge tus cosas y lárgate en mi coche”. Sin rechistar, pasó el contenido de la maleta de su motocicleta al asiento trasero del coche. Me subí sobre la motocicleta y abrí gas para salir a trompicones sobre las traviesas del tren. Por el espejo retrovisor pude ver como el chaval del chambergo rojo se metía en mi viejo coche y atravesaba la vía para continuar su camino. No volví a mirar atrás. Un tren fantasma me llevaba la delantera y debía darle alcance. Me incliné sobre la motocicleta y giré mi muñeca a tope.

 A lo lejos, apareció el tren. Lo sabía. No estaba chiflado. Todo aquello era tan real como mis cojones. Le pedí un último esfuerzo a la motocicleta que se iba deshaciendo como un azucarillo. Alcancé el último vagón. De un salto, pasé al estribo justo en el momento en que la motocicleta se desintegraba por completo. Se había portado como una campeona y se merecía subir al cielo de las motos. Abrí la puerta del vagón y entré dentro. Me encontré en una habitación oscura que tenía las paredes forradas con un cuero blanco acolchado que resultaba de lo más acogedor. En ese momento, cinco zumbados, embutidos en unas camisas de fuerza, salieron de entre las sombras y empezaron a rebotar espasmódicamente contra las paredes. Me quedé petrificado ante la violencia de sus acometidas. Si seguía allí plantado, recibiría más bofetadas que el saco de un gimnasio, así que decidí unirme a la fiesta y los seis terminamos rebotando sin control por las paredes acolchadas de la habitación como seis pelotas de goma. Una cámara en el techo del vagón se movía de forma frenética para no perderse ningún detalle de mi lucha por la supervivencia. Pronto me encontraría al otro lado del objetivo.

Esquivar las embestidas de aquellos animales me estaba dejando agotado. No aguantaría mucho más. Un haz de luz al final del vagón me marcó el camino de salida. Me agaché como un jugador de fútbol americano, tensé todos mis músculos y salí a la carrera dispuesto a marcarme un “touchdown” o a morir en el campo. Choqué brutalmente contra los zumbados de las camisas de fuerza y una vez superada la poderosa línea defensiva, me estrellé contra la puerta del fondo que cedió bruscamente. Rodando, pasé al interior del segundo vagón.

Era el infierno. Docenas de seres marcados por la locura, se abalanzaron sobre mí y me aplastaron contra el suelo. La presión me asfixiaba. Sentí mordiscos y arañazos por todo el cuerpo. Como una bestia herida, conseguí revolverme y pegar una bocanada de aire maloliente que me supo a gloria. Me levanté y eché a correr delante de una marabunta de enfermos que gritaban enloquecidos. Atravesé varios vagones y el número de perseguidores aumentó considerablemente. Con una manifestación de zombis en los talones, entré, exhausto, en el último vagón y cerré la puerta de golpe.

En este vagón, una suave música ambiente me hizo sentir en el mismo paraíso. “No se preocupe. La puerta está blindada y el vagón insonorizado”, dijo una voz tranquilizadora desde el fondo del habitáculo. Avancé junto a estanterías repletas de libros. Lo hice muy despacito para dar tiempo a mi vista a que se adaptara a la oscuridad y llegué hasta una mesa de despacho donde un tipo viejo, vestido con una bata blanca, leía un libro bajo la débil luz de un flexo. Sobre la mesa, varios monitores en blanco y negro mostraban el interior de los vagones por donde había pasado. “Ha tenido que entrar en el tren de la locura para demostrarse a sí mismo que no está loco, ¿verdad?” El comentario me hizo sonreír. “Póngase cómodo en ese diván, por favor. Creo que voy a disfrutar hablando con usted. Como ve, tengo muchos libros, pero le aseguro que los cambiaría todos por vivir un momento como este. Hay que estar muy solo para valorar la compañía y yo, como habrá podido comprobar, lo estoy. Hablemos, pues, de lo que sea”. Aquel tipo tenía ganas de hablar y yo de escuchar. “Seguramente, se estará preguntando qué es todo esto. Creo que se ha ganado una explicación. Verá, hace muchos años yo era el director del centro psiquiátrico más prestigioso del país. Los casos más extraños nos llegaban para su estudio. Un día ingresó un personaje de lo más singular. Una vieja que cuantos más años cumplía, más vigor físico y agudeza sensorial iba ganando. Un auténtico portento de la naturaleza. Como se habrá podido imaginar, descubrir la causa de semejante prodigio hubiera cambiado el futuro de la humanidad. Un ambicioso farmacéutico también lo vio claro y me solicitó una reunión. Cuando le conté seis dedos en la mano derecha me estremecí, pero también conté los billetes que sujetaba, y accedí a su propuesta. Mi interesado financiero nunca llegó a conocer a su abuelita pero realizó inversiones millonarias en nuestro centro y el proyecto denominado “To be reborn” se convirtió en una prioridad absoluta. Cuando estaba a punto de dar con la clave, la vieja escapó. En una sola noche, excavó un túnel desde su celda hasta el exterior del centro. Una auténtica proeza que acabó con mi carrera. Cuando el farmacéutico se enteró, pilló un cabreo de mil pares de cojones y se encargó de desacreditar los métodos y la seguridad de mi centro hasta que terminaron clausurándolo. Entonces, se planteó un problema: ¿qué hacer con todos los enfermos que estaban allí recluidos? Se propuso la construcción de otro centro pero todas las asociaciones vecinales se pusieron en pie de guerra”. El doctor señaló la pantalla del monitor donde se veía a la pandilla de locos intentaba echar la puerta abajo. “Nadie quería a todos estos pirados en su barrio. La solución también fue una brillante propuesta del farmacéutico. Se les metía a todos en un tren y se les mantenía en circulación por la red de vías secundarias de forma indefinida. Así de simple. Convenció a alguien de arriba para que firmara el documento y empezó nuestro viaje sin final. Se puede decir que, oficialmente, no existimos desde hace muchos, muchos años.” Estaba boquiabierto. Pensaba que aquella era una de las historias más alucinantes que jamás había escuchado. Me hubiera gustado continuar con nuestra agradable reunión y contarle al doctor la parte más jugosa: que el ambicioso farmacéutico de los once dedos y la abuelita de los 157 años, habían acabado siendo vecinos, sin saberlo, en una comunidad que yo administraba. Seguramente, solo por ver disfrutar al pobre doctor de su primera carcajada plena en muchísimo tiempo de soledad, hubiera merecido la pena descubrir la coincidencia. Pero, prudentemente, me callé. Miré el reloj. Aunque no recordaba haber estado con una persona tan sensata desde hacía mucho tiempo, me debía marchar ya. Entonces, el viejo me hizo una señal para que pusiera atención. “Antes de que se vaya, tengo que confesarle un secreto: Sigo trabajando en el proyecto y creo estar cerca del final. Si lo consigo, le prometo que usted será el primero en saberlo.” Me levanté para darle la mano. En aquel momento, observé que el doctor estaba sentado sobre los riñones de un pobre hombre, que aguantaba como podía su peso a cuatro patas. “¡Ah!. No se preocupe por Federico”, dijo el doctor. “Esto forma parte de su terapia personal”. Impactado por tantas sensaciones encontradas, abrí muy despacito la puerta lateral del vagón y, sin despedirme, di un paso al vacío. La fría nieve me recibió y el choque térmico me aclaró las ideas. Comprendí que todas las maravillas de la vida se encontraban al otro lado del tren de la locura. Allí clavado, pude ver como el manicomio rodante seguía su imparable recorrido hacia ninguna parte. Una brisa helada me acarició la cara y cerré los ojos. Entonces, sentí una inmensa alegría porque la revieja hubiera conseguido escapar de su encierro dejando a todo el mundo con un palmo de narices.

Caminé durante horas hasta que me encontré perdido en mitad de una enorme superficie de nieve recién caída, que resplandecía bajo los primeros rayos de sol como un firmamento. El cielo se había despejado y el suelo parecía un inmenso océano de leche mezclada con purpurina colegial. La urbanización debía estar allí pero no había ni rastro. Sin duda, había quedado completamente sepultada por la nevada. Me pareció ver un coche parado en la lejanía y caminé hacia él convencido de que se trataba de la patrulla que la policía había prometido enviar. Pero no. No era la policía. Era mi querido cacharro con el chaval del chambergo rojo dentro. Llevaba horas haciendo guardia. “¿No me diga que usted es de la comunidad?”, me dijo. “Pues tenga su puñetera pizza”, y me entregó enfadado la caja cuadrada con el anagrama de `Pizzería a domicilio´. Ahora empezaba a comprenderlo todo. Me hubiera gustado darle una alegría contándole que su motocicleta estaba feliz en el cielo de las motos, pero me cortó con un gesto seco. “No. No me cuente nada. Por hoy, ya he tenido suficiente” Y se fue caminando por la nieve hasta convertirse en un punto rojo que se tragó el horizonte. Entonces, caí en la cuenta de que ni siquiera le había pagado la pizza.

“Alea jacta est” dije mientras me sentaba sobre la nieve. Si la cosa salía como estaba prevista, solo tenía que esperar tranquilamente. Respiré el aire frío y me dispuse a disfrutar del paisaje. La imagen era realmente espectacular. Abrí la caja y me comí la pizza como un cerdo. No dejé ni las migas. Iba pensando que vivir en un país donde, después de dar un aviso urgente, llegaba antes el pizzero que la policía, tenía, después de todo, alguna ventaja. De pronto, la nieve se removió y apareció la cabeza de la vieja cerca de donde yo me encontraba sentado. Como un periscopio, miró aquí y allá, y cuando detectó mi presencia, sonrió. Con unos vertiginosos zarpazos, se liberó de la última nieve que la aprisionaba, y salió, como impulsada por un muelle, hasta la superficie. Se puso de cara al sol y se estiró curvando el cuerpo y extendiendo los brazos al cielo todo lo que pudo. Luego, se sacudió los restos de nieve de la ropa y vino hacia mí. “He escuchado a alguien comer ahí arriba y he pensado que ya me quedaba poco”. Al escucharla, me levanté pasmado. Aquella  muestra de grandeza me estaba superando. Tenía previsto que, tarde o temprano, la revieja de los 157 años aparecería por algún lugar de aquella inmensidad helada, pero contemplar semejante burrada me había dejado sin habla. Me dio una palmada en la espalda que me hizo avanzar dos pasos antes de recuperar el equilibrio. “¡Bueno, basta de hacer el vago!”, dijo con autoridad. “¡Tenemos una urbanización entera que desenterrar!”. Y dicho esto, empezó a mover los brazos con la descomunal potencia de mil perforadoras para hundirse en la nieve levantando una enorme polvareda helada que lo cubrió todo. Cuando la nube se posó dejando limpio el paisaje, la abuela se había esfumado como si se hubiera metido en un saco de desaparecer. 




viernes, 14 de enero de 2011

ENTRE TORRES


            Cuando a las diez en punto de la noche, la campana de la torre central de la urbanización tocó solamente nueve veces, los vecinos salieron de sus unifamiliares como una bandada de pájaros cabreados. Nadie quería oír ni hablar de un fallo en el mismo corazón de la comunidad. Unos meses atrás, el artefacto que manejaba la campana falló y la implacable “Agrupación Pacífica con Antorchas” había abordado la torre para quemar hasta el último cable. Entonces, se decidió sustituir el mecanismo por un humano porque, como decía un cabecilla de la agrupación vecinal, “el hombre, convenientemente acojonado, es la única máquina infalible”. Pero justo a las diez de la noche, el humano al que todos llamaban “el Monaguillo”, la había cagado.

La mañana que realizamos el proceso de selección de personal, el Monaguillo, que se había presentado en mi despacho con el anuncio del periódico en la mano, estaba hecho un flan, y su estado no mejoró cuando al Presidente de la comunidad se le ocurrió proponer el baño como el lugar idóneo para realizar el examen. Los tres nos apretamos junto al retrete y a una señal del Presidente, el Monaguillo, que sudaba a mares cuando se ponía nervioso, comenzó la prueba. En el primer intento, no dio ni una, pero cuando a la segunda, consiguió tirar doce veces de la cadena del retrete mientras las cantaba en el orden correcto, el Presidente supo que había encontrado a su campanero. “Chaval, el puesto de la torre es tuyo”, dijo mientras le soltaba unas cuantas palmaditas en la espalda. Las conté. Una manía tonta. “¡Le ha dado, también, doce!”, dije con cierta mala leche. Entonces, el Presidente, más “picao” que un nazareno, levantó la mano con solemnidad y sin dejar de mirarme con rabia, le soltó tal manotazo al monaguillo, que casi lo estampa contra la pared. “Yo diría que no”, dijo todo chulo. En fin, me callé como un perro viejo, pero no pude evitar pensar que el número trece no presagiaba nada bueno.

            Reconozco que la prueba de selección de personal no fue muy rigurosa, pero la verdad es que el Monaguillo funcionó como un auténtico reloj. Eso sí, convenientemente acojonado como lo fue él, hubiéramos funcionado perfectamente cualquiera de nosotros. El llamado “momento de la motivación” aconteció el mismo día que el chaval tomaba posesión de su puesto de trabajo. Un componente de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” le estaba esperando escondido dentro de la torre y le enganchó del pescuezo para llevarle la cara a un palmo de los restos todavía humeantes de su predecesor mecánico. Entre colleja y colleja, el monaguillo fue tomando nota de lo que le pasaría si cometía cualquier error. Si tenemos en cuenta que nadie en su sano juicio se atrevería a meter la pata, el despiste de las diez en punto de la noche era, decididamente, algo difícil de explicar. 

            A las once menos cuarto de la noche, el Presidente se abrió camino entre la masa vecinal que se había congregado alrededor de la torre y tras prometer públicamente que el intolerable desliz tendría un castigo ejemplar, se metió dentro con una vara. Pero a las once en punto, la campana situada sobre la multitud boquiabierta, no se movió ni una pizca. Ni tampoco a las doce. Ante la gravedad del asunto, los vecinos intentaron hablar con su Administrador, pero en aquel momento, yo me encontraba en el interior de otra torre, la de un aerogenerador, absolutamente aislado del mundo.

Ya eran dos las partidas de ajedrez que había perdido jugando contra un móvil que no tenía cobertura, y la tercera no pintaba nada bien. Estaba muerto de sueño pero era incapaz de dormir con aquel frío brutal, así que decidí continuar con la partida. Sin mucha confianza, planteé un cobarde enroque defensivo con un moviendo de la torre. Me di cuenta que perder esa partida era solo cuestión de tiempo. Y de pronto, tuve un flash terrible. Me imaginé más congelado que un maniquí dentro de una nevera, sonriendo a un policía con cámara de fotos y diciendo: “He perdido”. Esto era, exactamente, lo que me esperaba si no conseguía escapar de mi prisión. Nadie me iba a ayudar, así que decidí actuar. La situación era clara. Si por la puerta cerrada sin manilla, no podía salir, mi única alternativa era subir por el interior de la torre. Tomé una escalera vertical que parecía no tener fin y llegué a un pequeño habitáculo donde estaba la maquinaria funcionando a pleno rendimiento. El ruido era ensordecedor. Me asomé por un ventanuco para ver si, desde mi privilegiada atalaya, divisaba a la bruja Feliciana, pero, afortunadamente, no había ni rastro de la malvada abuelita. Le había dado esquinazo. Sentí el viento golpeándome en la cara con fuerza. Se había levantado un tremendo vendaval y las tres palas giraban, a una velocidad endiablada, provocando una potente vibración que hacía temblar toda la torre. El zumbido de la hélice, se multiplicaba dentro del pequeño hueco aéreo, atravesando mi cerebro sin piedad. Aquello era completamente insoportable. Aturdido como un moscardón atrapado dentro de un vaso, me dejé caer sobre una palanca que decía “no tocar” y el freno hidráulico de urgencia, se activó de inmediato. Hubiera preferido que me estallara la cabeza mil veces antes que vivir la burrada que aconteció después. Las palas, de casi tres toneladas cada una, se frenaron en seco y la estructura, atravesada por una inercia descontrolada, empezó a retorcerse como un churro gigantesco. Los chirridos eran tan infernales que creí estar dentro de las tripas del propio Satán en mitad de un enema. Toda la estructura giró y se empezó a arrugar a mi alrededor. Me lancé, vertiginosamente, escaleras abajo perseguido por el hueco del tubo que se iba cerrando y arremolinando sobre mi cabeza a toda velocidad. Si aquello me alcanzaba, me convertiría en un rico zumo exprimido. A punto de quedar atrapado, salté los últimos metros al suelo y un chorro de aire fresco me dio la bienvenida por una rendija de la puerta desencajada. La embestí desesperado y salí rodando al exterior justo en el momento en que la torre terminaba de girar sobre sí misma, arrancándose de la base y desintegrándose en medio de un estruendo majestuoso. Un espectacular torbellino de nieve lo tapó todo. Lentamente, la montaña blanca se fue posando sobre los restos del holocausto metálico dejando ver una maravillosa noche estrellada. El viento había cesado. Me puse de pie y respiré profundamente el frío de la noche. Desde mi pequeñez, contemplé con calma el enorme pollo que había montado. Algo inexplicable lo hacía tremendamente hermoso. Tal vez fuera la simple sensación de haber escapado enterito de aquella catástrofe, pero la verdad es que me encontraba realmente bien. Era como si hubiera vuelto a nacer sin pecado original. No sé el tiempo que pude estar allí plantado, simplemente mirando. Desde entonces, siempre he pensado que el fin del mundo debe ser muy parecido a estar en el medio de cientos de torres gigantescas de aerogeneradores desmoronándose a la vez, durante una fría noche de invierno.

Conduciendo de camino a casa, iba tatareando algunas cosillas de rock duro que pasaban por mi cabeza. A mi casita, por fin. Cantaba de puro contento. Sobre la una de la madrugada, el móvil que había estado sin cobertura, sonó. Estar otra vez conectado con el mundo, me hizo sentir todavía más feliz. Pero aquella no era una llamada, sino una patada en los cojones. Un cabecilla de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” me contó todo el misterio de la campana y acabó ordenándome que saliera de la cama, me quitara el pijama y me vistiera inmediatamente para estar en la urbanización en cinco minutos. Colgué el móvil de un golpetazo y pegué tal alarido que reventé una de las ventanillas del coche. Resignado y jodido de frío, cambié de ruta y me dirigí hacia la otra torre, la de la campana que había dejado de repicar.

Había estado todo el viaje preocupado pensando en el gallinero alborotado que me estaría esperando en la urbanización, pero cuando llegué, salí del coche asombrado. Parecía un pueblo fantasma. De repente, unos encapuchados salieron de la oscuridad y, con un placaje, me tiraron a cubierto detrás de unos sacos terreros. Eran los cachondos de las antorchas que no habían tenido cojones de asaltar la torre pero, hiperactivos por naturaleza, ya la habían rodeado con explosivos y estaban preparados para volarla en pedazos. La zona había sido desalojada de vecinos curiosos y los componentes de la agrupación, campaban a sus anchas. Dentro de la trinchera, me identifiqué como el Administrador y me llevaron al puesto de mando. “Ha llegado el especialista”, dijo un vecino cuadrándose. El cabecilla vecinal, que se había puesto un casco abollado de la guerra civil, no se anduvo por las ramas: “Puede entrar, pero si a las dos en punto, la campana no se mueve, yo mismo prenderé fuego a la mecha”. Me hizo sincronizar nuestros relojes y me deseó suerte. Disponía de poco menos de una hora para resolver el misterio de la torre o todo saltaría por los aires. Cualquiera se hubiera echado a correr en dirección contraria, pero en lugar de eso, sin saber por qué, caminé hasta la torre, abrí la puerta y me metí dentro. Sin pensar. De tontos así, está el callejero de mi ciudad lleno.

Al cerrar, se me escapó la puerta y el golpetazo retumbó como una traca. Podía haber anunciando mi entrada con trompetas y no lo hubiera hecho peor. Si en esa torre todavía había alguien que pudiera respirar, me estaba, sin duda, esperando. Aunque ya daba igual, subí por la escalinata de piedra pegado a la pared como una sombra. Sin poder evitar contar cada uno de los ciento veintisiete escalones de la torre, llegué hasta el campanario y me encontré con los dos idiotas que había ido a buscar. El Presidente y el Monaguillo estaban sentados sobre un enorme charco de sudor, tan apretados como el día del retrete. Al verme, empezaron a gesticular frenéticamente, como monos asustados. Algo acuciante querían decirme, pero no eran capaces de articular palabra. De pronto, como si se hubiera agotado el tiempo de un concurso de televisión, dejaron de moverse de golpe. Y fue este gesto el que mejor comprendí: Ya era tarde y estaba perdido. Entonces, sentí un aliento helada en mi nuca y una voz rasgada me preguntó por el motivo de mi tardanza. Me volví y allí estaba la bruja Feliciana, clavándome sus ojos rojos desde la oscuridad. Muy lista la vieja. ¿Para qué iba a perder el tiempo buscándome entre las torres del campo eólico, si el infeliz conejito iba a entrar sin rechistar en la trampa? Solo había tenido que rebuscar entre los papeles de la cartera que perdí en su casona para saber que esta comunidad la administraba yo. Y ahora había llegado su momento y lo iba a saborear. Extendió los brazos invocando a las fuerzas de la naturaleza con extrañas palabras y se formó una terrible tormenta dentro del campanario. La bruja se fue elevando hasta terminar flotando en el mismo ojo del huracán y todos los rayos del mundo se empezaron a estrellar a nuestro alrededor. La melena de la bestia azotaba las paredes con tanta furia que saltaban chispazos y pedradas por todos los lados. Me apreté contra el suelo todo lo que pude y me acordé de Santa Bárbara. Pero sus manos nervudas me agarraron poniéndome de pie como si fuera un pingajo. Las risotadas de la vieja eran cada vez más escalofriantes. Me apretó con fuerza la cara contra sus pechos y fui notando como aquellos colgajos se empezaban a hinchar de una forma espantosamente familiar. La presión de sus flotadores alcanzó un límite tan descomunal que me rendí y cerré los ojos esperando el inminente estallido. Pero la temida explosión mamaria no llegó. Todo lo contrario, las apreturas de aquellas desorbitadas tetorras empezaron a ceder hasta que pillaron, digamos, un puntillo perfecto. Me llegué a sentir tan cómodo apoyado sobre aquellas preciosas tetas que hasta me puse palito. Pero, no pude disfrutar mi espasmo muscular porque siguieron perdiendo gas y en seguida pasaron a peras limoneras y luego a tetillas, y continuaron aflojando más y más hasta que acabé aplastado contra unos pellejos vacíos. En un santiamén, mi cara había probado todas las clases de tetas imaginables y me sentí un tipo afortunado. Abrí un ojo y miré para arriba. Vi a la bruja Feliciana, roja como un tomate, intentando mantener la tensión, pero aquello, irremisiblemente, se había venido abajo. Estaba ante el gatillazo femenino más extraño de la historia. Su momento había acabado y empezaba el mío. Me separé de la bruja, que me miró absolutamente desolada, y utilizando un falso tono cariñoso para que mi comentario le atravesara el corazón con más saña, le dije: “Pero abuelita, ¿a dónde me va con esos churrillos? Mírese. Asuma de una vez, su decrepitud, buena de dios”. Alcanzada de lleno, se agachó avergonzada. Femenina incluso en su vejez, sé que estuve a punto de hacerla llorar, pero no quiso darme ese placer. Rabiosa de orgullo, se fue irguiendo con lentitud hasta ponerse más tiesa que un mallo. Después, como si nunca hubiera dejado de ser una buena moza, se atusó el pelo y se acomodó las carnes dentro del vestido. Sus ojos rojos volvieron a brillar de una forma tan intensa que hasta pude sentir el calor de su mirada a través de mi ropa. Finalmente, soltó un aullido y desapareció por el hueco del campanario jurando por el fuego del averno que pronto volveríamos a vernos.

Miré mi reloj. El segundero estaba pasando por el mismo sitio exacto que el segundero del reloj del vecino con casco. A ambos, nos faltaban seis segundos para que fueran las dos en punto de la madrugada. Me lancé hacia la cuerda de la campana para evitar que todos saltáramos en pedazos. Pero allí estaba ya, firme en su puesto, el fiel Monaguillo de la torre. “Esta es mi obligación”, dijo, y estiró dos veces de la cuerda mientras las cantaba en el orden correcto. Después, se asomó por el hueco del campanario adoptando una pose de victoria para que el mundo entero pudiera saber que el Monaguillo siempre había estado al pie del cañón. El Presidente se acercó y le zarandeó eufórico mientras le gritaba: “¡Sí señor! ¡Este es mi chico!” Como única respuesta, el Monaguillo le pegó tal manotazo en la espalda, que el perdonavidas tuvo que usar collarín durante una buena temporada. Los vecinos, al escuchar las dos campanadas justo a su hora, se fueron arremolinando, llenos de júbilo, junto a la torre. Salimos al exterior y nos recibieron como a héroes de guerra. Mientras tanto, la “Agrupación Pacífica con Antorchas” empezó a levantar el campamento dando por terminado el asedio. La mirada de algunos de sus componentes trasmitía la decepción de quien ha preparado unos fuegos artificiales de lujo y una tormenta se los ha echado a perder.

Puse en marcha el coche y salí pitando hacia mi casa. El estómago me rugía hambriento y los ojos se me cerraban de sueño. Había vivido uno de los días más largos de mi vida y, cansado como un perro, no veía el momento de llegar. Me recibió la Chuchi medio zombi. No se atrevió ni a preguntar de donde venía por miedo a que le soltara otro de esos cuentos que nunca sabía si creerse o no. Se volvió a la cama comentando que en la nevera estaban los restos de la cena. Echar una meadita gloriosa, cenar como un lobo y meterme en la cama calentito era un plan inmejorable. Entré en el baño y cerré la puerta. Después de disfrutar de un magnífico pis, intenté salir pero no había forma. La cerradura parecía estar bloqueada. Esto no podía ser cierto. Me puse tan nervioso que acabé forcejeando con la manilla como si estuviera peleando contra un mejicano enmascarado. El espejo del baño me devolvía la imagen de un enajenado despeinado. Pero no conseguí nada. Hasta el mismo Pedro Picapiedra se hubiera impresionado por mi forma enloquecida de aporrear la puerta y de gritarle a la Chuchi, quien por cierto, no se enteraría de nada hasta la mañana siguiente. Estaba claro que mi malaventura se había empeñado en hacerme pasar la noche encerrado, así que me resigné. Cogí todas las toallas del armario y me acomodé en la bañera. Saqué el móvil del bolsillo y le di al botón de “continuar juego”. La tercera partida pintaba peor de lo que recordaba pero, enrocado con la torre, defendería al rey hasta el final. Condenado a perder, esperé la llegada del nuevo día.



NO ME ESPERES A CENAR


Nadie se va a creer esta historia contada tal y como ha sucedido. Tan exagerada es, que parecerá la trola de un trolero. Como un cobarde, podría haber mentido lo justo para hacerla creíble. Pero no lo he hecho. Para qué. Cuando alguien descubra este manuscrito, yo estaré más momificado que un chorizo de Cantimpalos y me importará un pito lo que digan. Por eso, he contado la pura verdad. Con dos cojones. Leo mis últimas líneas y sonrío. Tengo que reconocer que el detalle de cerrar de golpe una puerta antes de comprobar si tiene manilla para poder salir, me ha dado el final inesperado que necesitaba una historia tan cafre como la que he vivido. Un simple portazo y todo se acabó. Sí, es un final realmente bueno.

Todo comenzó cuando me llamaron para que acudiera al Juzgado. Se trataba de aceptar el encargo para valorar una casona que era objeto de embargo. La funcionaria madura me tuvo hipnotizado durante toda su charla. Ver esos dos enormes melones luchando, en cada inspiración, por escapar de su ajustada camiseta de adolescente, era cine de verdad. Estaba absorto jugando a respirar a su mismo compás, cuando unas intermitentes apreturas me sobresaltaron. La funcionaria madura había empezado a reírse poniendo sus orondos pechos al borde de una explosión. Algo le estaba haciendo mucha gracia. Pero mucha. Cada vez más. Por lo visto, se contaba que el anterior tasador había salido perdiendo el culo de aquella casona y todavía debía estar corriendo por el mundo porque nadie le había vuelto a ver el pelo. “¡Como Forrest Gump!”, voceaba la pechugona descojonándose a lo bestia. “¡Y tú eres el siguiente de la lista, cariño!” Los enormes pechos de la funcionaria se estaban hinchando como bombonas de butano y la imprudente no paraba de reírse de forma animal. La exuberante inflamación rasgó la ajustada camiseta adolescente de la funcionaria y siguió aumentando hasta que dejé de verle la cara. El chupinazo era inminente. ¿Avisarla? No hubiera sabido ni por donde empezar, así que recogí la documentación como pude y salí a toda leche del cuarto para ponerme a cubierto. Todavía retumbaban las carcajadas enloquecidas de la pechugona por todo el pasillo cuando, inevitablemente, estalló. Bajando por las escaleras, aún pude escuchar por lo menos cuatro o cinco explosiones más en diferentes plantas del edificio del Juzgado. En los tiempos nuevos y salvajes que corren, yo siempre aconsejo no coger el ascensor. Nunca se sabe.

Había llegado al pueblo para hacer un trabajito. Formaba parte de la maquinaria ciega que terminaría con una tal Feliciana en la puta calle. Dejé el coche enfilado en la carretera, cogí la cartera y caminé sobre la nieve hacia un grupo de casonas que se recortaban contra un cielo oscurecido por el gélido anochecer. Más allá, un horizonte plagado de hélices girando, completaban una preciosa estampa navideña muy ecológica. “Herodes, el malvado, llega a Belén” pensé, y sonreí mientras me frotaba las manos. “Je, je…me gusta”.

“¿Feliciana, por favor?” Al oír su nombre, el viejo me dio un patadón en toda la espinilla, cerró la puerta y apagó la luz del farol dejándome completamente a oscuras. ¡Jope, con la hospitalidad rural! Ya era la segunda vez que me daban con la puerta en las narices y me apagaban la luz, solo que al primero le había dado, además, por cruzarme la cara de un bofetón, que para el caso, es lo mismo, así que avancé, a tientas, sobre la nieve hasta llegar a la tercera casona con la esperanza de que cambiara mi suerte. Cada vez hacía más frío. Llamé al portón y éste se entreabrió. Acerqué la cara a la rendija y volví a preguntar por Feliciana. “Querrá decir, la bruja Feliciana” me corrigió una voz temblorosa, y salió una mano para señalar la casona más alejada del poblado. “Vive allí, sola”. Confiado, volví la cabeza para mirar y la mano me soltó una colleja del carajo antes de cerrar el portón de golpe y apagar, como no, la luz del farol. Cavilando sobre lo rara que era la gente de ese lugar, me dirigí hacia la única casona que no echaba humo por su chimenea.

La casona de piedra ennegrecida tenía un aspecto tremendamente siniestro. Por supuesto, esto era una sensación subjetiva que no debería influir en mi valoración final del inmueble. Pero esa era la teoría. Tampoco todo era malo. Gracias a dios, el portón estaba abierto y no tendría que volver a sufrir esa extraña muestra de folklore local que tanto me estaba empezando a jorobar. Ahí plantado estaba, cuando un fuerte olor a rancio salió del interior y sentí un escalofrío. ¿Dónde estaría mi colega de profesión? ¿Seguiría corriendo por el mundo o…estaría dentro? Para estos casos de embargo extremo, el Colegio de Tasadores nos subvencionaba el pistolón “Mágnum” de la serie “John Holmes” con conexión USB para el control de los porcentajes de tiro. Un juguetito extralargo que casi no cabía en el maletero de mi coche. Todos los tasadores teníamos uno. Los colegas más brutos podían contar sus tasaciones por fiambres. Pero en esta ocasión, no llevaba ni un tirachinas. Había pensado que una abuela llamada Feliciana no podía ser mala persona después de todo. ¡Dios mío, si hubiera sabido lo que ahora sé! ¡Me hubiera gritado al oído “no entres, tonto de los cojones”! Pero ya nada tiene remedio y por eso estoy aquí encerrado. En fin, respiré profundamente el frío aire de la noche y me dije: “Herodes, pelotas, tío, pelotas.” Agarré con fuerza la cartera con una mano y metí la otra en el bolsillo de la gabardina con el índice estirado por eso de impresionar, y desarmado como un bebé, traspasé el umbral.

Ya dentro, las tinieblas me rodearon y ojalá todo hubiera seguido así, porque es mejor estar ciego que tener que ver lo que, cuando se adaptaron mis ojos a la oscuridad, me dejaría paralizado por el terror. Estaba en un invernadero convertido en un auténtico museo de la tortura vegetal. Alguna mente diabólica, mediante unas complejas estructuras de recipientes con agua y focos de luz, magistralmente colocados a diferentes alturas, había conseguido modelar el equilibrio vegetal formando estampas horribles. Cada una de las decenas de plantas y árboles del invernadero tenía su propio andamio del dolor, con el agua y la luz cuidadosamente repartidas por niveles a lo largo del tronco. Las raíces sedientas que se escapaban de la tierra buscando agua, y las ramas agónicas que se retorcían hacia la humedad y los ansiados puntos de luz, creaban figuras de pesadilla. Me agaché para leer algunos de los títulos que el artista había dado a sus esculturas vivas. Todo muy inspirado, como “varón devorado por un millón de lombrices intestinales”, “macho despellejado por su santa esposa” o “el pene erecto del Sr. Holmes abrasado por las llamas”. Curioso, pero este último árbol, tampoco hubiera cabido en mi maletero. Todas las obras parecían observar una cierta manía por lo que yo soy desde que nací. Como la última que miré: “Despojo masculino tras explosión  mamaria”. ¡Jope, qué realismo! ¡A esta planta solo le faltaba gritar! Dejé de leer más cartelitos y, temblando, me incorporé. Debía tranquilizarme. Aunque la soledad había desequilibrado la mente de la abuela, no debía preocuparme demasiado por una explosión mamaria como la de la escultura. Seguramente, la edad se habría encargado de descargar sus tetillas hasta dejarlas inservibles. De pronto, sentí que estaba desbarrando. Realmente, mi problema no podía ser, en ningún caso, unos escurridos pellejos de vieja, sino acabar este trabajo lo antes posible para cenar con mi familia, sin más tonterías. Con las ideas claras, me armé de valor y me introduje por entre las enmarañadas plantas del invernadero en busca de la vieja solitaria, pero allí no había nadie. Me paré un momentito y, entonces, pasó algo extraño: La tensión del momento había hecho brotar en mi frente una brillante gotita de sudor y me pareció que la punta de una rama se había movido ligeramente para tocarla. En aquel momento, todavía pensaba que aquello no era posible pero aún así, salí pitando por unas escaleras y llegué a la planta de arriba de un tirón, por si acaso. 

Había luz en una habitación. Empujé despacito la puerta. “¿Feliciana?” Pero allí no había nadie. Era un cuarto sin ventanas, con la cama sin hacer y con ropa sucia tirada por todos los sitios. En una esquina del suelo había un cuenco de potaje a medio comer y una correa. Probablemente, Feliciana habría salido a dar un paseo con el perro. Decidí esperar. Me fijé que el crucifijo de la pared estaba descolgado boca abajo. Intenté girarlo pero parecía bien atornillado. Estaba claro que los asfixiantes tentáculos del Gobierno no habían llegado hasta este recóndito lugar. Con la Ley que prohibía cualquier manifestación religiosa en lugares públicos y privados, esa cruz hubiera supuesto la perpetua. En mi despacho, había sustituido el crucifijo por una estampa de un cristo pintado. “Arte en su máxima expresión. Un Goya sublime como podrá ver”, le había dicho al inspector que, poniendo cara de tonto, me había terminado sellando la cartilla del buen ciudadano. En esos pensamientos estaba, cuando sentí unos ojos en el cogote y me volví. Una niña sucia me observaba desde la puerta. Era la tristeza misma. Su pálida cara llena de potaje, parecía no tener vida pero su mirada de niña retrasada, me conmovió. No habló, Seguramente nadie le había enseñado a hablar. Ni tampoco a sonreír. La niña triste, tal y como había venido, se fue. ¡Ostiaputa! ¡La vieja no vivía sola como todo el mundo creía! Por casualidad, había descubierto el secreto mejor guardado de la mansión. La niña sucia era el fruto podrido de algún desengaño amoroso que se debía esconder para siempre, como una muñeca defectuosa, entre aquellas paredes. Ella era la causa del salvaje odio que tenía la vieja por todos los machos del planeta. Y yo, macho desde que nací, decidí que había llegado la hora de esfumarse.

Como haría un buen macho acojonado, salí de puntillas del cuarto de la chica, y entonces, pasó lo peor que podía pasar. Lo peor. Me topé de golpe con la bestia. Con Feliciana. Nos quedamos parados frente a frente. La vieja bruja estaba hecha una furia. Babeaba hilillos de sangre y su larga melena se movía enloquecida, como si estuviera en mitad de un vendaval. Intenté serenarme y racionalizar la situación. Lo de la sangre se lo he visto hacer mil veces a los Kiss, pero lo del ventilador en la cara, era bastante más difícil de explicar, sobre todo si tenemos en cuenta que las dos manos las tenía ocupadas en sujetar un hacha de flipar. Sinceramente, no veía el truco por ningún lado. De pronto, soltó un alarido tan monstruoso que rajó, de arriba abajo, algunos de los tabiques de piedra. Si hubiera sido el Pato Lucas se me habría caído el pico al suelo. Poco a poco, volvió el silencio y entonces, la niña sin vida lloró asustada en algún rincón y comprendí la gravedad de mi situación. No lloraba por ella. Sencillamente, sabía demasiado para salir vivo de la casona y lloraba por mí. Se me aflojó el esfínter. Tiré la cartera a cascala y con el calzoncillo echo un asco, me lancé despavorido, como haría cualquier Forrest, perseguido de cerca por la bruja que corría a toda leche sin mover las piernas. La verdad es que tampoco le veía el truco a ésto. Bajé las escalera de cuatro en cuatro, pero por mucho que corría, no podía despegar sus zarpas de mi culo, hasta que, dentro ya del invernadero, tropecé con una raíz y caí de bruces al suelo. ¡Cielos. Tan cerca  de la salida! ¡Estaba perdido! Enérgicamente, me volteó y me sujetó los brazos. Me miró fijamente y después empezó a descojonarse como una loca. Supongo que mi situación de rendida impotencia, cagadito y en el suelo, debía ser tronchante, aunque yo no le viera la gracia. Las carcajadas eran tan brutales, y juro que lo que voy a decir es cierto, que aquellas tetillas escuchimizadas empezaron a hincharse como globos. Sí, sí, parecían globos aerostáticos. Como si leyera mis más ocultos terrores, empezaron a crecer más y más hasta que aquellos flotadores atómicos me empezaron a aplastar la cara contra el suelo sin dejarme ni respirar. Y la bestia, encanada de la risa, iba aumentando la presión sin conocimiento. La explosión nuclear nos borraría del planeta. Iba a morir. En ese instante, pude ver brillar algo que me pareció un grifo. Lancé el brazo como pude y moví la maneta. Un aspersor se puso en funcionamiento y empezó a caer agua sobre el invernadero infernal. Lo que vino después fue el acabose. Las torturadas plantas, perdieron el juicio. Llovía y miles de raíces y ramas sedientas, empezaron a retorcerse y a estirarse buscando las gotas de agua en mitad de un alboroto vegetal magnífico. Entre gritos casi humanos, nos zarandearon de forma agresiva hasta separarnos. Los leñazos y las estocadas iban y venían con un ímpetu brutal. Me empecé a arrastrar hacia el portón de salida, mientras la enorme envergadura de los melones de Feliciana, la dejaban atascada en su propio bosque. Cuerpo a tierra, seguí avanzando sintiendo el dolor de cada golpe y de cada arañazo. Apaleado como un perro, alcancé la puerta. Me volví un instante y pude ver como Feliciana, enrabietada, se iba abriendo camino con su hacha criminal. Entonces, se paró un segundo y me lanzó una mirada tan intensa que casi me atraviesa. Supe que me perseguiría hasta el fin del mundo.

Congelado de frío y con la gabardina hecha jirones, llegué corriendo hasta el coche y arranqué el motor. Por el espejo retrovisor ya se veía a la bestia pechugona salir por el portón de la casona. Debía seguir huyendo. Salí a todo gas con el bicho pisándome los talones. Nunca había conducido tan rápido de noche. Ni de día, creo recordar. Aún así, no me conseguía despegar de Feliciana que venía disparada como un cohete de fin de fiestas, justo detrás de mí. Tan cerca estaba, que podía escuchar el tintineo de los carámbanos mocosos que colgaban de su nariz de bruja. Si no conseguía despistarla, Herodes recibiría el tan merecido correctivo histórico. Recordar la horripilante escultura vegetal del machote reventado por una explosión mamaria del invernadero, me ponía los pelos de punta y me tensaba la pierna contra el acelerador. Y así he conducido, quemando el asfalto, hasta que he pegado un volantazo seco y he enfilado un camino nevado que me ha dejado en este campo eólico. Tras un frenazo de película, he salido corriendo del coche y me he perdido por dentro del gigantesco bosque mecánico. En fin, no os creáis que me queda mucho más por contar. Desorientado por el zumbido de un enjambre de cientos de hélices girando, me he lanzado contra una de las torres al azar y me he escondido dentro. Todas eran iguales y podía haber elegido cualquiera, pero me ha dado por abrir esta puerta y entrar dentro de esta torre. Después, un portazo y fin. Ahora, estoy encerrado en este supositorio mirando una puerta sin manilla. Feliciana no me va a encontrar. Ni siquiera yo me encontraría. Pero tampoco voy a poder salir. Ya dije que era un buen final. Bueno y, a la vez, cruel. Y aún me acusarán de mentiroso. Acabo de llamar por el móvil a la Chuchi para que no me espere a cenar. Le he dicho que acostara a los niños, que yo, en cuanto despachara unos asuntillos sin importancia, iría para casa. Se han puesto los dos pequeñajos y he disfrutado un montón. Ya sé que dentro de este tubo, no hay cobertura, pero, en todo caso, hablar con mi familia me ha reconfortado lo suyo. No importa. El móvil me servirá para jugar cuando llegue el aburrido momento de palmar por hambre o por frío. No me queda nada por escribir. En pleno sopor, he visto a Herodes encerrado en su palacio. Le he preguntado por la forma de salir de aquí y se ha encogido de hombros antes de evaporarse. Desmoralizador. Se me cierran los ojos de puro cansancio. Creo que voy a echar una cabezadita. Soñaré que estoy dentro de un cohete espacial. Solo tengo que poner en marcha los motores y despegaré en dirección a mi casita. Con un poco de suerte, llegaré a la hora de cenar. Ya he iniciado la cuenta atrás y nadie me va a parar.