viernes, 23 de noviembre de 2012

BENITO, EN SOLEDAD

 
 



 
Benito, en soledad, cerró los ojos con la fuerza mágica que hace realidad los deseos. Imaginó que su madre entraba en casa y le abrazaba con tanta ternura que, poco a poco, se iba convirtiendo en un niño de verdad.

 

Cuando Benito aún no tenía nombre, empezó una insólita evolución dentro del vientre de su madre. La primera ecografía no detectó ninguna irregularidad. Aunque la embarazada argüía una y otra vez que se pasaba el día escupiendo unos pelos bastante raros, el listo de la bata blanca consideró que aquello entraba dentro de lo normal. Sin embargo, la segunda ecografía ya no dejaría margen para el error. La madre de Benito llegó a la consulta y sin mediar palabra se metió el dedo en la boca. Durante un ratito, estuvo rebañando por los rincones del tragadero hasta moldear una bola de pelos de tal calibre, que solo hubieran faltado un par de raquetas de tenis para montar un “Roland Garros” en toda regla. Y lo de la pelota fue solo el principio. En el curso de la ecografía, el transductor envió a la pantalla una imagen tan espeluznante, que el médico tiró el chisme de ultrasonidos al suelo y con un chillido muy gay, se refugió tras la mampara del consultorio. Desde ahí, asomó los ojos y manteniendo una prudencial distancia de seguridad, explicó, con su voz de pito, todo lo que sabía sobre el engendro. Se trataba de un extraordinario caso de embarazo evolutivo. Aunque todos los médicos conocían su existencia, estar tan cerca de uno de ellos debía ser, por lo visto, escalofriante. Finalmente, el galeno advirtió a la embarazada que tenía la obligación de denunciarla ante las autoridades. Fue entonces cuando la madre rompió a llorar, suplicando por lo más sagrado que le diera una oportunidad. Ciertamente, su hijo podría ser todavía un primate, pero tal y como el galeno había reconocido, estaba evolucionando de forma correcta. La madre prometió que completaría los nueve meses de gestación hasta su último segundo. Con el moco colgando, se levantó de la camilla y cogió el transductor del suelo. Se lo pasó suavemente por su tripa y la sobrecogedora aparición primitiva volvió a llenar el monitor. “Mire, ese es mi hijo, y le aseguro que no será ningún mono” Pero el médico ya no estaba ahí. Había salido por patas, seguramente, para atender alguna urgencia más sensata. 

 

Cada vez que Benito, en soledad, miraba la fotografía de su madre, sentía mariposas en el estómago. Era tan guapa y tan distinta a él que le hechizaba. Con la foto delante, estuvo a punto de llamarla “mamá”, pero se contuvo. Todavía recordaba la primera vez que había osado llamarla así. La primera y la última. Fue un despiste, sí, pero estaba avisado, y su madre le metió tal somanta de palos, que Benito tardó días en reconocerse frente al espejo. Justo tras el arrebato, vino el arrepentimiento. La madre le pidió mil veces perdón, mientras lo acariciaba con tanta dulzura que consiguió convertir aquel mal día, como solo un ángel podría hacerlo, en el mejor de toda la vida de Benito. Tanto fue así que, mirando la foto de su madre, el niño deseó con todas sus fuerzas que el mejor día de su vida se repitiera, con los leñazos y todo si no quedaba más remedio. Sin embargo, sabía que ese deseo era imposible porque su madre, en otro arrebato, se había marchado de casa, dejándolo más solo que la una.

 

La madre preñada salió del consultorio médico y se fue directamente a la biblioteca del barrio. Allí pidió un libro ilustrado sobre la evolución del hombre y se sentó para hojearlo. Vio una secuencia de figuras que empezaba con un mono giboso que se iba incorporando en cada dibujo hasta acabar como un hombre vestido con traje y corbata, más chulo que un ocho. Se fijó en el nombre del último de la fila y pensó: “Así será mi hijo. Un Homo Sapiens como éste” Para conseguirlo, debía llevar el proceso de su gestación hasta el final. Seis millones de años de hominización estaban pasando por su vientre y se dio cuenta que cada segundo contaba.    

 

Llegó a casa y remarcó en el calendario de la cocina la fecha exacta del nacimiento de su hijo. Después, se puso el camisón menos atractivo de su guardarropa y se metió en el lugar más seguro que conocía. Tenía la firme intención de no moverse de la cama hasta el momento justo del alumbramiento. Cuando su marido entró en casa y se encontró con la hembra encamada pensó que aquel día había sonado la flauta y se dispuso a quitarse los pantalones. El grito de desaprobación de la mujer se escuchó en toda la urbanización y parte de la de al lado. El macho se quedó paralizado con los pantalones a medio bajar.

 

- No -, repitió la madre de forma mucho más calmada, - pero siéntate. Tengo una cosa que contarte -.

 

 El padre se sentó intrigado y la esposa le reprendió de nuevo.

 

- ¡No tan cerca de mí, bruto! En la silla de allá -. El hombre se levantó de la cama y se volvió a sentar en la silla de la esquina. Entonces, la madre de Benito puso la mejor de las sonrisas y empezó a contarle a su marido los pormenores de su increíble embarazo. Lo hizo con tanta naturalidad que solo consiguió multiplicar el desconcierto del pobre hombre, que fue palideciendo mientras repetía alelado perdido: “Lo entiendo, pero no lo entiendo. Lo entiendo, pero no lo entiendo.”

 

Finalmente, pareció entenderlo y estuvo a punto de superar todos los avatares del embarazo como un campeón. De hecho, pudo con la abstinencia sexual, con los extravagantes antojos de su mujer, con la constante presencia de pelotas de pelo por los rincones de la casa, y sobre todo, con la horrible incertidumbre de ser padre de no saber muy bien qué. Pero las afiladas supersticiones vecinales echaron por tierra sus meritorios esfuerzos. Los propietarios de la urbanización le acusaban de ser un fornicador maldito que había sido enviado por el demonio para acabar con la especie humana, y pronto empezó a recibir escritos y llamadas amenazadoras que no le dejaban dormir. Aunque, el buen hombre tenía claro que su esperma era tan blanco y decente como el de cualquiera, la presión vecinal le trastornó. Llegados a este punto, en su revuelto cerebro empezó a tomar forma la única idea que podía justificar el extraño embarazo: que su esposa se la hubiera pegado con el mismísimo Lucifer, en su propia cama, y sin utilizar, como todo parecía indicar, ningún método anticonceptivo. Algo muy razonable, sin duda.

 

Faltaban dos días para alcanzar la fecha prevista en el calendario de la pared. Solo dos días para que bajara la bandera a cuadros. El padre de Benito se iba a coronar como el mejor padre de un nasciturus de la historia, pero la cagó. El buen hombre no tuvo mejor ocurrencia que llegar a casa más borracho que una cuba, abrir de una patada la puerta del dormitorio y entrar al galope como si fuera el séptimo de caballería. Cegado por el aguardiente, agarró a su mujer por las axilas y la incorporó brutalmente sobre la cama. Luego, la zarandeó en busca de la verdad. Unas dolorosas contracciones traspasaron a la preñada que no pudo contestar con palabras a las preguntas del hombre. Su mirada aterrada lo dijo todo. Benito empezó a salir al exterior antes de hora. Cuando el padre vio surgir una viscosa bola peluda por entre las piernas de su mujer, se desmoronó como las torres gemelas y nunca más se llegó a reconstruir del todo.

 

El dramático nacimiento de Benito, convirtió a su padre en una persona recelosa y desconfiada que durante años evitó pisar la calle. Se sentía amenazado por sus propios vecinos. Si no había más opción, salía de casa el tiempo justo para cumplir con su cometido, y volvía escopeteado. Andaba tan encorvado que en la secuencia de figuras que su mujer ojeó con atención tiempo atrás, había involucionado hasta parecerse más a su propio hijo que al hombre estirado del traje y corbata. Su regresión vino acompañada de manías tontas, como su empeño obsesivo por salir siempre a la calle llevando una pesada Biblia. La madre, resentida con su cruel destino, le decía que tirara el dichoso libro a la basura porque todo lo que dios podía hacer por ellos, ya lo había hecho de sobra. Sin embargo, el padre de Benito estaba convencido de que sus días estaban contados, y que solo aquel libro protector podía alargar su tiempo. Y bien podría ser, porque el único día que, por descuido, salió de casa sin la enorme Biblia debajo del brazo, le dejaron seco de cuatro balazos.

 

Esa noche, el hombre de las cavernas se le volvió a aparecer en sueños y no paró de golpearle con una cachiporra hasta que le despertó. Un chillido muy gay siempre marcaba el final de la pesadilla. Durante varios años, el médico de la ecografía de Benito, había dormido a pierna suelta, pero llevaba más de un mes sin pegar ojo por culpa del maldito cavernícola. El caso del embarazo evolutivo, que creía tener más que borrado de su mente, había vuelto de forma virulenta. No encontraba ninguna escusa que dar. En su momento, tuvo la obligación de informar a las autoridades y se acobardó. Era responsable de la suerte que hubiera podido correr aquella familia. Cogió el teléfono decidido, pero lo volvió a dejar lentamente en su sitio. La llamada pondría en peligro su carrera profesional y pensó que ya era demasiado tarde para dar la cara.

 

Hacía muchos días que Benito, en soledad, no tenía ni un triste bocado que llevarse a la boca. La despensa estaba llena de aparadores vacíos y en la nevera ya no había nada que enfriar. Empujado por las cornadas del hambre, entró despacito en la cocina y abrió la nevera sin recordar que, como la vez anterior, no encontraría ni rastro de comida. Con los mismos ojos saltones de los niños desnutridos del tercer mundo, se asomó para inspeccionar el paisaje estepario del interior del electrodoméstico. La temperatura corporal del pobre Benito, había bajado tanto que el frío eléctrico le atravesó de lado a lado y empezó a tiritar como unas castañuelas. Estaba congelado. Cerró la puerta y se sentó en el suelo. Ya no tendría ánimos para ponerse nuevamente de pie. Su instinto animal le arrastró hasta la puerta de entrada donde se acurrucó como un perro esperando la llegada de su amo. Allí, cerró los ojos con la fuerza mágica que hace realidad los deseos e imaginó que su madre entraba en casa y le abrazaba tiernamente. En ese momento, alguien abrió la puerta principal, le recogió del suelo y le apretó contra su pecho. Benito, sin fuelle ni para abrir los ojos, sintió el calor humano y dejó de tiritar. Su querida madre había regresado. Ya no estaba solo. Intentó llamarla “mamá” pero estaba tan vencido por el agotamiento que su boca solo pudo esbozar una leve sonrisa que se fue suavizando hasta desaparecer. 

 

El empleado del Centro de Investigaciones Científicas aparcó su furgón delante del unifamiliar 17 y abrió la puerta de entrada con una ganzúa de cerrajero. Allí encontró, tal y como había indicado la voz de pito de la llamada anónima, un organismo inmaduro procedente de algún embarazo evolutivo inconcluso. Siempre eran igual de feos. Se puso los guantes de látex y lo cogió en volandas. Le pareció que el espécimen sonreía pero no le dio más importancia. Salió del unifamiliar y abrió la puerta trasera del vehículo refrigerado. Una corriente heladora le envolvió. Entonces, el funcionario cargó al ser peludo dentro de la gigantesca nevera con ruedas y cerró la puerta rápidamente, no fuera a darle un mal aire a la garganta. Arrancó la furgoneta y se dirigió al laboratorio de experimentación. No tenía ningún motivo para darse prisa, así que puso especial cuidado en tomar el camino más largo para ver si de esta forma, echaba la tarde en el recado.

 

 

 

martes, 30 de octubre de 2012

EL ÚLTIMO VUELO DE LAS RÉPLICAS


            Tan rápido y ligero había llegado a la torre de la urbanización que nadie hubiera sido capaz de encontrar ni una sola huella de mis zapatos por el camino. Me apoyé en la puerta de entrada para recuperar el fuelle y levanté la mirada al cielo. Las réplicas todavía no habían llegado. Me palpé la cinturilla y comprobé que la botella de vinagre estaba en su sitio, así que abrí la puerta de golpe y enfilé las escaleras con el ímpetu de un tren a punto de descarrilar. El Monaguillo se apretó contra la pared y pasé a su lado sin tiempo para explicarle el cataclismo que se nos venía encima. En un suspiro, alcancé el punto más elevado de toda la urbanización y una rara sensación de vértigo me invadió. Sujeto a la veleta del tejadillo, saqué la botella de vinagre y empecé a beber a morro y a vaciármela por encima mientras pregonaba a los cuatro vientos mi amor por ese asqueroso condimento. De repente, un ruido terrible surgió de la nada y rápidamente se fue extendiendo por el cielo hasta hacerse insoportable. Las réplicas habían llegado. Un gigantesco torbellino lo envolvió todo y las campanas de la torre empezaron a voltear embravecidas anunciando el final de la urbanización. En mitad del caos, le pegué un último trago a la botella de vinagre y me abracé a la gallina de hierro del tejadillo que empezó a girar como una peonza enloquecida. Entonces, me di cuenta que esta vez, ni siquiera yo podría evitar lo inevitable.

 

Todo comenzó el día que me encontré conmigo mismo. Estaba ante un fotomatón esperando a que salieran las fotos de carnet cuando noté un aliento en la nuca. Me volví despacito y me encontré, cara a cara, con un tipo igual que yo. Aquello era realmente asombroso. Podía entender que la naturaleza hubiera modelado, entre los miles de millones de personas que pueblan el planeta, a un tipo clavadito a mí, pero tenerlo justo delante me impresionó. En ese momento, salieron mis fotos. Aquel tipo cogió la tira, que muy bien podría haber sido la suya, y con aplomo, me la mostró. Sabía de sobra que entendería el gesto; los dos éramos lo mismo. Intenté no perder los nervios. Al fin y al cabo, la existencia de alguien como yo era estadísticamente posible, así que la acepté como un hecho cierto y decidí no mostrar sobresalto alguno. Manteniendo una distancia prudencial, tomé las fotos y en una pose de tenso desinterés, le di las gracias. Entonces, mi otro yo, me dio un empujoncito y entramos dentro del fotomatón. Luego, cerró la cortinilla y como si hubiera estado esperando ese momento toda la vida, me abrazó con tanta efusividad que los dos acabamos llorando a moco tendido. Tras el soponcio, mi réplica se miró el reloj y me mostró una hoja cuidadosamente plegada que tenía guardada en un bolsillo. Era una convocatoria para una Asamblea General Extraordinaria de vecinos. Me pidió que, por favor, le acompañara urgentemente y salimos del fotomatón. Cuando la jubilada de negro, que estaba haciendo cola para hacerse unas fotos, vio salir a dos tipos absolutamente iguales del fotomatón, empezó a gritar y no paró hasta que la policía acordonó la zona y dejó la cabina bien precintada. La Administración pública, ante la sospecha de que el sistema de revelado de la máquina hubiera sufrido alguna desviación diabólica, ordenó que fuera sometida a una  exhaustiva revisión pericial que determinó que “no parecía tratarse de otro artefacto fuera de control”. Aún así y por motivos de prudencia, se decretó que la cabina debía ser inmediatamente quemada y sus restos esparcidos a los cuatro vientos. Sin duda alguna, vivíamos tiempos extraños.

 

El wolkswagen escarabajo de mi réplica, que era más amarillo que el submarino de los “Beatles”, corría que se las pelaba. Solo tuve que ver desaparecer por el retrovisor las montañas por donde campaba a sus anchas el Afilador para saber que estábamos dejando atrás todo el mundo conocido. Como siempre pasaba en estos casos, la pantalla del navegador se llenó de interferencias y una voz femenina, programada de una forma intencionadamente nerviosa, empezó a repetir sin descanso que, por dios,  nos volviéramos. Todavía veríamos alejarse desiertos, tundras heladas y otros muchos paisajes diferentes, antes de llegar, en mitad de la nada, al lugar donde se celebraría la reunión. Para entonces, yo estaba más perdido que nuestro navegador. Entonces, mi otro yo, comprendiendo mi estado de intranquilidad, bromeó poniendo voz de robot: “Ha llegado usted a su destino”, y empezamos a reír relajadamente, como si fuéramos una sola persona.

 

Dejamos el coche aparcado delante de la puerta de un edificio solitario y entramos en una sala de la planta baja donde nos estaban esperando todos los vecinos de la comunidad. Los dos ocupamos la mesa presidencial y en un ambiente de máxima expectación, empezamos la reunión justamente a la hora que estaba prevista en la convocatoria. Lo que allí pude ver, es difícil de contar sin parecer un chiflado. Doblemente chiflado, quería decir. En aquel pequeño cuarto perdido de la mano de dios, se habían congregado los dobles de todos los vecinos de la comunidad que yo administraba. Desde la atalaya de mi mesa presidencial, fui recorriendo cada una de las caras del auditorio pensando que aquello no podía ser cierto. Pero sí. Pude distinguir las réplicas del Farmacéutico, del Energúmeno, del Superdotado o de la Abuela de los 157 años, entre otros. Sin tiempo para asimilar la delirante situación, comenzó un acalorado debate entre los asistentes. Un grupo que estaba liderado por el calco del Farmacéutico y apoyado ruidosamente  por los miembros de la “Agrupación Pacífica con Antorchas”, propuso dar un golpe de mano para suplantar violentamente a los vecinos originales de la urbanización. Otros más moderados, pedían mi intermediación para preparar un encuentro amistoso e integrador con sus iguales. Finalmente, se procedió a realizar una votación secreta. El doble del Energúmeno fue el encargado de contar los votos y anunciar jubiloso la victoria ajustada de la opción del acercamiento amigable y de paso, mi nombramiento como embajador. Después, se acercó pesadamente hasta la mesa presidencial y mientras yo retrocedía por si las moscas, el bruto y mi doble se fundieron en un efusivo abrazo. No había duda que los dos mantenían un “feeling” muy especial y me entretuve pensando hasta qué punto algo así hubiera podido producirse entre nosotros, los originales.

 

Tras la reunión, nos esperaban unas mesas repletas de ricas viandas. Me hubiera encantado aprovechar la velada para conversar con mi otro yo, pero la presencia de la copia del Farmacéutico, que se nos pegó como una lapa, me jorobó una oportunidad única de conocerme mejor a mí mismo. Aun así, calificaría la velada de agradable, por lo menos, hasta el agrio momento en el que nos acercamos a la mesa de las vinagretas. El vinagre es mi cruz. Lo siento pero no puedo con él. Prefiero que me saquen los ojos con una cuchara oxidada antes que tener que soportar el repugnante olor del vinagre. Y ni te cuento si, por error, ese líquido nauseabundo llega a mi boca. El caso es que mi cara debió ser todo un poema. La réplica del boticario cayó en la cuenta y viendo como mi semejante se papeaba con avidez una inmunda tapa de pepinillo, dijo entre carcajadas que acababa de asistir a la primera desavenencia entre nuestros dos mundos.

 

-Por eso propongo la desaparición de uno de ellos-, continuó sin parar de reír.

 

-¿El mío, tal vez?-, le inquirí en un cierto tono jocoso.

 

-Sí-, dijo agriando repentinamente el gesto -¡El suyo!-.

 

            Fueron muchas noches en vela dándole vueltas al asunto. Por supuesto que me inquietaban las maquinaciones de la mente malvada de la copia del difunto Farmacéutico, pero todavía había algo que me preocupaba más: el encargo de las réplicas. En los tiempos convulsos y extraños que corrían, si los dobles salían de su madriguera tenían todas las papeletas para acabar en la hoguera, como un fotomatón diabólico más. Debía evitar el encuentro amistoso aprobado en la reunión, pero ¿cómo? Finalmente, tuve una idea. Todos los veranos, la urbanización me encargaba preparar una fiesta en el recinto de la piscina donde se contrataban a un par de animadores infantiles que llegaban embutidos en unos enormes muñecos de goma espuma para hacer las delicias de los más pequeños. Pues bien, este año contrataría solamente los monigotes. De esta forma, mi razonable doble podría entrar conmigo hasta el mismo corazón de la urbanización para comprobar personalmente las nefastas consecuencias que el encuentro podría tener, sin ir más lejos, entre los propios niños incapaces de asimilar la desconcertante aparición de padres repetidos. Posteriormente, él ya se encargaría de persuadir al resto de sus colegas. El plan era arriesgado pero contó con el visto bueno de la comunidad de dobles, así que el mismo día de la fiesta, mi compañero fue despedido del edificio con los honores de un héroe y los demás se quedaron a esperar noticias. Pero la cosa no pudo salir peor. El día de la fiesta fue el más caluroso de todo el verano, ¡Qué digo de todo el verano! El día más caluroso de todos los veranos desde que el sol es sol. Encerrados dentro de aquellos asfixiantes muñecos de goma espuma, estábamos a más de cincuenta grados y no exagero. Se nos hacía complicado hasta respirar. De hecho, ya hacía rato que podía escuchar el jadeo entrecortado de mi amigo, cuando, de pronto, pude ver como su enorme disfraz de “Bob Esponja” caía de rodillas rodeado de niños alborotados y se terminaba desmoronando de bruces como la mascota de un equipo de fútbol americano derrotado. Permaneció tumbado boca abajo entre las carcajadas de los vecinos, hasta que ya mosqueados, se abalanzaron sobre él y le dieron la vuelta. Varias manos entraron por la boca del muñeco y sacaron la cabeza de mi réplica al exterior. Entonces, alguien gritó: “¡Es el Administrador de nuestra comunidad! ¡Está muerto!

           

            ¡Lo que hay que empujar para entrar por la puerta de un wolkswagen escarabajo si vas metido dentro de un gigantesco muñeco de “Calamardo”! Había llegado hasta el coche perseguido por todos los vecinos de la urbanización y ahí estaba, empujando más que una parturienta. A punto de ser alcanzado por la muchedumbre, el coche cedió y me tragó por completo. Con todo el espacio vital del vehículo ocupado a presión por la gigantesca estrella de mar de color rosa, conseguí arrancar, no sé bien con qué, y salí zumbando de allí.

 

¡Qué puedo decir! En la portada del periódico del día siguiente se podía leer textualmente: “Administrador gilipuertas fallece haciendo payasadas en una fiesta infantil”. Pues que estaba jodido. Sin embargo, tengo que reconocer que contemplar mi propia esquela en las páginas interiores, fue muy emocionante. La oportunidad de poder asistir a tu funeral, y vivir para contarlo, no tiene precio, así que, con un bigote postizo, unas gafas negras y un sombrero, acudí al cementerio para darme mi último adiós. Estaba muy nervioso y encontrar allí reunidos a todos los que, de verdad, esperaba encontrar, me conmovió tanto que hasta arrimé el hombro debajo de la caja de mi doble. Su peso me hizo recordar que una parte de mí, viajaba dentro y sentí una horrible sensación de angustia. Inevitablemente, reventé a llorar de una forma tan escandalosa que mi propia mujer me invitó a abandonar el funeral alegando que, sin duda, estaba confundido de cortejo.

 

Aunque el momento de mi propio entierro fue muy especial, los días posteriores fueron para olvidar. Estuve escondido en una sucia pensión llena de seres desgraciados, sin hacer otra cosa que mirar la corona de flores marchitas que había mangado. Pálido y ojeroso, cargaba con ella hasta para ir al baño común del pasillo. Nunca he visto ataques de pánico parecidos a los que mi presencia provocaba entre aquellos miserables, sobre todo durante mis salidas nocturnas para echar las meaditas intempestivas de la edad adulta. Hasta cierto punto era normal. Al fin y al cabo, nadie podría negar que yo era un fiambre. Mi nombre aparecía claramente escrito en la cinta de la corona que portaba. Pero una mañana, me desperté sobresaltado y sudoroso. Había estado soñando que el facsímil del Farmacéutico me apretaba una esponja romana empapada en vinagre contra la boca. Todavía retumbaban sus carcajadas en mi cabeza cuando comprendí que no podía seguir muerto por más tiempo. De pronto, supe lo que debía hacer. Salí de la habitación y bajé a la recepción. Como el dueño de la pensión, escondido debajo del mostrador, se empeñó en no cobrarme, le dejé sobre el ordenador mi corona de flores como dación en pago, y con determinación me escapé de aquel antro en busca del escarabajo amarillo que estaba aparcado calle abajo.

 

            Apreté a tope el acelerador y el vehículo alcanzó velocidades imposibles para su catálogo comercial. Llegué al edificio solitario de las réplicas en un santiamén, pero el coche, con la pintura más corrida que el rimel de una puta bajo la lluvia y el motor herido de muerte por el esfuerzo, pegó una última bocanada y expiró como su dueño. Entré en el edificio y me dirigí a la sala de la planta baja donde me encontré a todos los dobles sentados en sus sillas. Era como si no se hubieran movido desde el mismo día que despidieron a mi análogo. Ocupé un lugar en la mesa presidencial y alcé la mirada. La frialdad del auditorio me indicaba que algo no iba bien, pero decidí continuar con mi plan. Al fin y al cabo, hacerme pasar por mi doble no debería ser un problema. Tomé la palabra con autoridad. Empecé explicando lo bien que me habían tratado en la urbanización y posteriormente, pasé a exponer los motivos por los que creía conveniente descartar la idea del acercamiento general. En plena cháchara estaba cuando, de repente, el calco del Farmacéutico se levantó de su sitio y al grito de “impostor”, me plantó una horrible botella abierta de vinagre delante de mis narices. Retorcido por una espantosa convulsión, caí de espaldas con silla y todo.

 

-¡¿Qué os decía yo?! ¡Por intentar un acercamiento amistoso, nuestro compañero ha sido eliminado por estos mentirosos! ¡Si tampoco podemos ya suplantarlos porque hemos sido descubiertos, ¿qué nos queda?!- Vociferó la copia del Farmacéutico volviéndose hacia el auditorio.

 

 -¡¡¡Venganza!!!- Gritaron todas las réplicas al unísono
 


La reproducción del Farmacéutico, sonrió con satisfacción.

 

 -¡Bien…ejecutemos lo que hemos acordado!- Y dicho esto, todas las réplicas abandonaron la sala cerrándola con llave. Desde el suelo, aún tuve tiempo de gritar con todas mis fuerzas que su colega estaba vivito y coleando en la urbanización, pero no sirvió de nada. Escuché el ruido de varios coches alejarse del edificio y después, me envolvió el mismo silencio que rodea al que se queda tumbado cuando cierran las puertas del cementerio.  

 

Repasé las palabras dichas por la dúplica del farmacéutico para ver si encontraba algún indicio que me pudiera ayudar. ¡Claro! Lo último que dijo fue que debían cumplir con lo acordado, y ¿dónde se plasman los acuerdos de las comunidades? Empecé a buscar frenéticamente por todos los cajones de la mesa presidencial hasta que encontré el Libro de Actas. En la última hoja, debía estar el acuerdo a ejecutar. Empecé a leer con atención. ¡Ostiaputa! ¡Tenían previsto montarse todos juntos en un avión para estrellarse contra la urbanización! ¿Se puede imaginar burrada mayor? Recordaba haber estudiado un hecho similar en los libros de historia antigua del cole, pero no recordaba exactamente cual. Seguí buscando en el mismo cajón y encontré un pesado manojo de llaves, así que esperando un milagro, fui hasta la puerta de la sala y las probé una a una. La última llave entró en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido que me pareció música celestial.

 

Si llegaba a la urbanización antes que el avión, todavía podría evitar el desastre, así que cogí la botella de vinagre, salí del edificio y eché a correr como un pollo sin cabeza. Tras más de cuatro horas de carrera continua me paré absolutamente exhausto. Había completado un maratón y ya no daba para más. La urbanización que yo administraba, iba a desaparecer del planeta sin remisión. Estaba totalmente absorto en mis pensamientos, cuando un taxi apareció de la nada y se paró junto a mí.

 

-Me ha llamado ¿verdad?-, dijo el taxista mientras abría la puerta para que entrara en el vehículo.

 

Es curioso como rascarse la cabeza mientras piensas, puede sacarte de un auténtico apuro.

 

Había corrido hasta entrar en el mundo conocido y gracias a una rascadita de nada, me había podido meter dentro de un taxi que me estaba llevando, a toda leche, hacia mi destino. La suerte estaba de mi lado y empecé a pensar que realmente podría conseguirlo. Cuando el coche llegó a la puerta principal de la urbanización, salí y no paré de correr hasta alcanzar el tejadillo de la torre donde empecé a gritar y a beber vinagre de forma espasmódica. Parecía un santo vendiendo agua bendita en mitad del cielo. Cuando el morro del “Airbus” apareció de la nada, mis ojos se cruzaron unos segundos con los del piloto y sin apartar la mirada, le eché un último traguito al vinagre del demonio. Luego, acompañado por el repicar de las campanas de fondo, empecé a girar como si fuera la bailarina de una caja de música descontrolada.  

 

Justo en el impresionante momento en que la punta de la gallina de hierro empezaba a arañar la panza del avión montando una tremenda mascletá, yo ya no estaba allí. La enorme turbulencia me había arrancado del tejadillo de la torre y me mantenía suspendido en una maravillosa deriva espacial que me permitió ver, en una percepción ralentizada del tiempo, como el formidable avión pasaba, tranquilamente, sobre mí. En aquel instante de flotación calmada, supe que nadie me iba a librar de palmar, pero me reconfortó saber que el Energúmeno, que estaba a los mandos del avión, había realizado una última maniobra evasiva para salvar al colega fiel que había demostrado ser mi doble. En cuanto el avión pasó de largo y desapareció de mi campo visual, todo se aceleró repentinamente y me precipité hacia el suelo. Estaba a pocos segundos del golpe final y simplemente, cerré los ojos para no verlo.

 

Los propietarios estaban tan pasmados contemplando la majestuosa bola de fuego que se alzaba más allá de la urbanización, que si un niño no hubiera empezado a gritar que un pasajero del avión se había caído a la piscina, nadie habría advertido mi presencia. Cuando los vecinos, que me creían más muerto que Carracuca, se acercaron al bordillo para ayudarme a salir, comprendí que había llegado el momento de afrontar la mentira de mi propia defunción, pero me flaquearon tanto las piernas pensando en las infinitas explicaciones que me tocaría dar que, tomando todo el aire que pude, volví a sumergirme con el ingenuo propósito de seguir muerto y enterrado un ratito más.

 

 

 

 

sábado, 6 de octubre de 2012

CONFESIÓN INFERNAL


            Juro por dios que no tengo nada en contra del sapo con sotana que me echó horrorizado del confesionario tirándome una alpargata a la cara. No había terminado de contarle mi pecadito, cuando soltó un alarido animal que rebotó mil veces en las paredes rocosas haciendo que todos los santos se tambalearan dentro de sus hornacinas. Eco tras eco, el grito del cura se fue diluyendo hasta perderse entre los profundos claroscuros de la iglesia. Cuando ya se barruntaba el silencio, un estruendo final lo revolvió todo. El pobre San Dionisio no había podido evitar estrellarse contra el suelo perdiendo su cabeza por segunda vez. Los santos supervivientes, que habían contemplado con pavor la decapitación de su compadre, se esforzaron por detenerse sobre sus peanas hasta quedarse más quietos que un clavo. Ninguno de ellos estaba dispuesto a repetir la dolorosa experiencia de su propio martirio ni en pintura.

 

Si hubiera sabido todo lo que estaba a punto de suceder, ahora figuraría en el libro “Guinness de los records” como el hombre vivo más rápido del planeta, pero me quedé ahí, parado, como haría el más idiota. No recuerdo haber sentido un desasosiego semejante en mi vida, pero estaba arrodillado para recibir el perdón y no pensaba levantarme sin él. El silencio era inquietante y, aunque el cura parecía más calmado, tenía la espantosa sensación del duelista que ha fallado su única bala y espera resignado el inminente aguijonazo. Instintivamente, me llevé las dos manos a las pelotas. En esa pose doliente estaba, cuando me pareció escuchar un leve crujido cervical al otro lado del confesionario. Afiné la vista y pude ver unos ojos inyectados en sangre que se acercaban al enrejado de chapa del ventanuco. Le eché narices y pegué la oreja. Estaba deseando recibir la absolución para salir pitando. Pero no fue exactamente la absolución lo que escuché, sino un gruñido asfixiado que me puso la piel de gallina. Era como si allí dentro hubiera encerrada una bestia infernal. Su vaho helado se filtró por el enrejado de chapa formando extrañas nebulosas que se fueron deshaciendo de manera caprichosa. Después, un rugido sordo de ultratumba me llamó “sacrílego”. Solo recordarlo me produce escalofríos. Probad a decirlo vosotros mismos como si estuvierais sentados en un retrete apretando con todas vuestras fuerzas. No tengáis vergüenza que no os ve nadie. ¿A que acojona? Pues en ese mismo tono de estreñida tensión me llamó “sacrílego”. Espeluznante, lo sé. Luego, los brillantes ojos rojos del basilisco se fueron retirando y finalmente, como si de un eclipse ocular se tratara, desaparecieron en la oscuridad del confesionario. Y otra vez, volvió el silencio.

 

Cualquiera hubiera escapado al galope, pero mi profundo sentido religioso me exigía afrontar la penitencia por mi pecado, así que decidí esperar al veredicto. Y eso que un cura cabreado te puede echar mil Avemarías y quedarse tan fresco. Pero desgraciadamente, no pasó nada de eso. De repente, sonó un chirrido y se abrió la portezuela del confesionario. La mano nervuda del cura se asomó al exterior. Me arrimé para recibir la anhelada absolución y entonces, ¡pumba! En toda la cara. Zapatillazo al canto. A bocajarro, escondido en la penumbra y con su víctima de rodillas, el cobarde acertó de pleno. Eufórico, como el cazador que ha abatido a su presa, salió de la garita gritando: “¡Te tengo, joputaaaa!” “¡Sarraceno!”

 

Y eso no fue todo. El buen señor estaba montando tal alboroto que puso en alerta a todos los feligreses que debieron pensar que yo era algún ladronzuelo de cepillos. Desde todos los rincones de la iglesia, acudieron en su ayuda. Me puse de pie e intenté calmar el ánimo alterado de los presentes, pero aquello era una misión imposible. Cada abuelo iba a su puta bola. Algunos me apuntaron, de forma amenazadora, con sus bastones y muletas, y otros empezaron a rodearme moviendo unos cirios encendidos a modo de espadas láser, ¡Y qué decir de la sorda de la mantilla! Lo intenté todo. “Señora, no haga eso que se va a hacer daño”, le sugerí amablemente, pero ella empeñada en coger la lanza del San Jorge que estaba en el retablo principal. “No sea cabezona, mujer”, le insistí sin resultado. La anciana, erre que erre, a lo suyo. Definitivamente, no podía razonar con aquella pandilla de enajenados de la tercera edad. Terminé acorralado y decidí cambiar de estrategia. “Valeee, me rindo. Ahora le toca pagarla a otrooo.” Lo dije tratándolos como a chiquillos, pero el truco no funcionó. Los psiquiatras aconsejan chorradas así por la tele. Dicen que de esta forma se puede facilitar la comunicación con las personas mayores que parecen volver a los comportamientos de su infancia, pero sinceramente, no sirve de nada. En lugar de eso, a una señal del cura, los jubilados hicieron el pasillo a la sorda de la mantilla que con pulso indeciso, avanzó hacia mí con la santa lanza en ristre hasta que la apoyó contra mi pecho. “Señora…esto…al final me la va a clavar de verdad”, le dije ya algo nervioso. Pero claro, esta vez tampoco me oyó. La huida se había convertido en la mejor opción. En la única, diría yo. Debía escapar o terminaría como una banderilla de anchoas. Entonces, el cura levantó los dos brazos de forma enérgica y gritó: “¡Angustias, ensarta a ese perro pecador!” Tuve el tiempo justo para vislumbrar un haz de luz limpia que entraba por el portón de entrada a la iglesia y, con la seguridad de que Dios me estaba esperando fuera, salí disparado como un cohete hasta alcanzar la calle. El trallazo de luz me dejó cegato, pero no dejé de correr, como un pollo sin cabeza, hasta que empecé a recuperar la vista. Para entonces, ya estaba tan lejos de mi pesadilla que, alzando la vista al cielo, pude ir recuperando el fuelle, plenamente aliviado.

 

 En fin, a estas alturas de mi relato, os estaréis preguntando qué pudo desatar la cólera del buen sacerdote con esa brutal intensidad. Reconozco que no deciros nada sería una faena que no haría más que aumentar la gravedad de mi pecado, así que os lo voy a contar. Ésa será mi penitencia; que todos lo sepan y me señalen por la calle con el dedo. Durante las pasadas vacaciones de verano, visité con mi familia la Catedral de Burgos. En un momento de descuido, mi crío vació el culillo de su botellita de agua en una pila seca de agua bendita que había en un rincón. Llevaba todo el día amorrado a ella y lo primero que pensé es que aquello era una auténtica cochinada. Como cualquier padre sabe, no se puede decir técnicamente, que estos culillos contengan ya el agua pura de manantial que indica la etiqueta de la botellita de plástico, sino más bien una mezcla de flujos y reflujos con más información genética que los cadáveres del C.S.I. Pero la cosa ya no tenía remedio. ¿Qué podía hacer? En plena reprimenda estaba, cuando se acercó el primer turista, mojó sus dedos en la pila y se santiguó con las babas no bendecidas de mi varón primogénito. Con el besito en el amén y todo. ¡Qué arcadas! He vivido momentos fuertes, pero esta visión lo superaba todo con creces. Y aquello solo fue el principio. Pude contemplar a un palmo de la pila, paralizado por el terror, como, uno a uno,  iban pasando todos los miembros de su familia al completo. Hasta arrimaron al niño más pequeño para que metiera su manita. ¡Cielos! Luego vinieron muchos más feligreses a untar con sus dedos puros. De todos los sitios. Como moscas. ¡Qué espanto!  Gente de buena fe, orando con aquellas flemas profanas repartidas por sus cuerpos sin que yo pudiera hacer otra cosa que mirar boquiabierto como un tonto. Pero, ¿os cabe imaginar algo más repugnante? Desde luego, al buen cura del confesionario, no. Por eso, explotó envuelto en bilis. Lo asumo. No merecía el perdón y no me lo dio. Tengo las puertas del infierno abiertas de par en par. Pero con el alma condenada, tampoco tengo ya nada que perder y eso, en parte, me tranquiliza, porque, aunque no le guardo rencor al sapo con sotana que me expulsó del confesionario, casualmente tengo en la mano su zapatilla y ésta, se la va a devolver mi tía, la bizca. 

 

viernes, 3 de agosto de 2012

LA MÁQUINA BONITA



Viendo toda aquella escabechina, pude revivir sin dificultad, mi primera operación quirúrgica que se había realizado, unos meses antes, en esa misma habitación. Fue durante la jornada de puertas abiertas que el Superdotado del unifamiliar 35 organizó en el quirófano que se había montado en su saloncito. Durante más de un año, el propietario había permanecido aislado del mundo trabajando en otro de sus misteriosos proyectos, así que cuando recibimos la invitación numerada para asistir a su presentación, nadie de la urbanización se la quiso perder. Mi invitación tenía, casualmente, el número que siempre me ha acompañado durante mi vida escolar. El día del evento, me puse en la fila de entrada al unifamiliar 35, con mi numerito 36 en el bolsillo. Mi manía de entretenerme contándolo todo, me sorprendió en el puesto 37 de la cola. Los vecinos fueron entrando al unifamiliar y, en un periquete, me planté en la puerta pensando que algo relacionado con el número 38 debía estar a puntito de caer. Desde luego, nada que ver con la edad de la guapísima azafata del vestido ajustado que me recibió en la entrada con una copa de champán. Ni un maquillador de películas de zombis hubiera conseguido que aparentara más allá de los treinta. Era joven y hermosa. Muy joven y muy hermosa, pero más torpe que un cerrojo. Le faltó un pelo para que me derramara todo el champán encima. De hecho, fui de los pocos que se libró del bautismo alcohólico. Y es que ofrecía la copa de bienvenida con unos movimientos tan mecánicos, que la mayoría de los invitados acabaron como sorbetes. Por supuesto, la azafata se convirtió en el tema principal de conversación entre los grupillos de maromos que, de una forma natural, nos fuimos amontonando alrededor de la mesa de las bebidas. Entre vinos y cervezas, ni siquiera los que más apestaban a champán, dejaron de hacer comentarios gloriosos sobre el maravilloso tipito que se escondía bajo ese vestido ajustado que sus mujeres nunca podrían ponerse ya ni con calzador. Un poco más allá, las consortes, convencidas de que sus orgullosos esposos estarían poniendo a parir a la azafata patosa, seguían devorando canapés sebosos alrededor, también, de la mesa adecuada.



Una voz femenina de parque temático, rogó por megafonía a los distinguidos invitados que fuéramos pasando al salón principal. Empezamos a desfilar impacientes por ver la sorpresa que nuestro anfitrión nos tenía preparada. Cuando entré en el gran aposento, me pude sumar a la exclamación general de admiración. Había motivos. En la habitación donde todas las personas infradotadas tenemos las chorradas propias de un saloncito, el Superdotado se había montado un quirófano. Sí, sí, un quirófano que además resultaría perfectamente operativo, como todos pudimos comprobar poco después de que se cerrara la puerta de golpe tras la entrada del último visitante.



El portazo retumbó en toda la sala creando el desconcierto. Entonces, la voz sugerente anunció que se iba a realizar un sorteo para elegir al “paciente de la fiesta”. Dijo que el llamado “paciente de la fiesta” debería tumbarse, sin rechistar, en la reluciente mesa de operaciones. Sería imposible contar todo lo pasó por la cabeza de cada asistente, pero el resultado colectivo fue alucinante. La tensión ambiental provocó que, como si fuéramos un grupo de cristianos esperando a ser devorados por los leones en una película antigua de romanos, todos empezáramos a cantar repartiéndonos las armonías de una forma tan magistral que aquello hubiera podido dejar en pañales al mismo coro celestial. Empujados por un extraño delirio interior, nos mirábamos pasmados sin poder evitar que nuestras voces entonaran hosannas y aleluyas de una forma prodigiosa. Y en perfecto latín. ¡Qué más puedo contar! El chaval que tenía a mi lado, que llevaba puesta una camiseta de AC/DC, lo estaba pasando tan mal que me suplicó que, por dios, le diera un golpe seco en la nuca. Y me lo pedía con una voz de barítono que quitaba el sentido.



Cuando nuevamente intervino la suave voz de la megafonía, los cánticos se acallaron y todos prestamos atención: “El paciente de la fiesta corresponde al número…treinta y…”. Reconozco que pensé que había llegado el momento del número 38 y que el vecino que lo poseyera estaba jodido. Pero no. La voz no nombró para nada al 38. El desgraciado agraciado fui yo. Al escuchar mi número, entré en estado de “shock”. Me contaron que levanté automáticamente el dedo y como abducido por algún raro espíritu escolar, pasé por entre los propietarios con los ojos en blanco hasta llegar a la mesa de operaciones mientras repetía sin cesar: “…el 36, a la pizarra…el 36, a la pizarra.”



Volví en mí e instintivamente moví las piernas lo más rápido que pude para escapar, pero no conseguí avanzar ni un paso. Estaba sentado sobre la mesa del quirófano, balanceando frenéticamente las piernas, mientras el Superdotado, a medio centímetro de mí, no paraba de observarme con una enigmática sonrisa. Sentí un escalofrío. Me palpé de forma espasmódica el cuerpo y respiré aliviado al comprobar que todo estaba en su sitio.



-No, no se preocupe, señor Administrador. Usted no va a ser el “paciente de la fiesta”, aunque tengo que reconocer que ha sido francamente interesante verificar como su reacción confirma mi teoría -, dijo el sabio dándome una palmadita en la espalda.



Pensé que podía meterse su teoría por el culo, pero claro, solo lo pensé. Mientras sintiera el frío acero de su mesa de operaciones en el mío, sería tan manso como un apóstol.



-Bien, empecemos con la operación -, dijo el Superdotado a través del micrófono que sobresalía de la solapa de su bata blanca. Hizo una señal con la mano y la misma azafata angelical que nos había dado la bienvenida bañándonos en champán, salió de una puerta y se acercó hasta la reluciente mesa de acero inoxidable. Me levanté y ella ocupó mi lugar. Me miró un instante. No transmitía ninguna inquietud. Todo lo contrario. Su mirada era tan calmada, que resultaba casi vacía. A otra señal del maestro, la chica guapa se tumbó boca arriba mostrando su desamparado cuerpo. Mi corazón se aceleró. Presagiaba algo horrible. Horrible, y a la vez, asombroso. La ceremonia siguió su curso. El Superdotado realizó las presentaciones pertinentes mientras mostraba un reluciente bisturí a todos los asistentes: “Os presento a Penélope. Bienvenida, Penélope. Te voy a abrir de arriba a abajo. ¿Te importa?”. Ella negó dulcemente con la cabeza y el Superdotado, sin más cháchara, le clavó salvajemente el estilete empujando con las dos manos. Entró por la garganta y rajó con toda su fuerza hasta el vientre. No me dio tiempo ni a taparme la cara. En mi vida he gritado tanto. Ni tanto, ni tan acompañado. Miles de alaridos salieron de las gargantas de los invitados y dieron la vuelta al mundo hundiendo barcos y derribando aviones. Cuando la madre de todos los huracanes volvió al saloncito convertida en una tormenta tropical, más de uno se había desmayado del esfuerzo.



-Calma, convecinos, que no cunda el pánico -, iba diciendo el Superdotado con su bata hecha un cristo -. Por favor, vuelvan a sus sitios. Tengo la intención de explicarlo todo. Calma.



Sí, sí, calma…un vecino salió pitando y se estampó contra la puerta de salida que seguía cerrada a cal y canto. Al menos, su sacrificio sirvió para darnos cuenta que serenarnos era la única opción. Cuando al cabo de unos minutos, el Superdotado entendió que el ganado se había tranquilizado, inició su exposición sin quitarse la bata de carnicero loco.



 -Veréis…durante estos largos meses, he estado trabajando en la creación de un ser humano que no tuviera origen biológico pero que contara con todas las peculiaridades propias del hombre. He intentado crear, por así decirlo, vida artificial. Pues bien…reconozco que he fracasado rotundamente. Todos lo hemos podido comprobar hace un momento. ¿Alguien ha visto a Penélope asustada? Seguro que no. Por el contrario, aquí tenemos a nuestro pobre Administrador que está como un flan. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque lo que tenéis sobre la mesa no es humano, es una simple máquina sin sentimientos de ningún tipo. Un androide con apariencia humana preparado para obedecer. Se podría decir que Penélope está más cerca de la “retrotostadora” que os presenté en la pasada reunión, que de cualquiera de nosotros. -



 Con el elegante swing de un batería zurdo, el Superdotado había cambiado el compás de su exposición para incluir una intencionada alusión a la “retrotostadora”. Sabía que todos estábamos muy orgullosos de su último invento. Medio mundo ya lo utilizaba para ablandar el pan tostado del desayuno al gusto, y a todos se nos llenaba la boca contando que aquella máquina prodigiosa era obra de un vecino de nuestra comunidad. El resultado fue que a partir de ese momento, la charla prosiguió en un clima de mayor complicidad. Desde luego, el Superdotado de tonto no tenía ni un pelo.



-Como podéis observar, el rasgo de la cara de Penélope después de clavarle el bisturí, es de dolor. Sin embargo, no ha sentido dolor alguno. Es una mera reacción electrónica. Y si ahora le rasco en la axila, sonreirá -. Así lo hizo y Penélope plantó una sonrisa en el rostro.- ¿Alguien cree que esta especie de cafetera siente felicidad simplemente porque sonríe? Pues, no. No siente nada. Solo es una mezcla de piezas electrónicas, cables y fluidos químicos encerrados dentro de un revestimiento de látex. Podrá tener todas las respuestas mecánicas que yo mismo quiera incorporarle, pero es imposible dotarla de sentimientos -.



La audiencia estaba boquiabierta y el Superdotado prosiguió: “También querría disculparme por el fallo mecánico que ha mojado a más de uno. Si hay algún culpable, ése soy yo. Penélope es, digamos, un ser vacío.” A estas alturas de la conferencia, los asistentes estaban absolutamente entregados y el sabio concluyó su exposición: “Podéis ir tirando todos vuestros libros y películas de ciencia-ficción a la basura. Os aseguro que nunca veréis llorar a un androide en una azotea bajo la lluvia.”



La fuerza de la exposición había sido de tal contundencia que todo el aforo terminó riendo y aplaudiendo de una forma enloquecida mientras Penélope, abierta por la mitad como un conejo, mantenía la sonrisa congelada de un maniquí. Sin atreverme a mirar, estiré con disimulo la mano y le arranqué una cajita metálica llena de aceite que después coloqué en una vitrina de mi saloncito como recuerdo. De alguna manera, yo también admiraba al repelente niño Vicente, aunque me hubiera dejado el calzoncillo, sin pundonor lo digo, cagadito.



De nuevo, el Superdotado se enclaustró, como un ermitaño, dentro de su unifamiliar. Los propietarios estaban encantados porque pensaban que la urbanización pronto volvería a salir en la portada de todos los periódicos por la invención de algún otro electrodoméstico milagroso. Yo no lo veía tan claro. De hecho, me hubiera apostado una cena con cualquiera de ellos a que el Superdotado seguía jugando con la vida como un dios. Y esta idea me preocupaba porque no podía imaginar una amenaza mayor para la comunidad que administraba que el cerebro desequilibrado de un superdotado funcionando a pleno rendimiento.


Hasta el día del ahogamiento, el verano transcurrió de una forma pesada y monótona. Penélope era la única atracción. La máquina bonita había sido reparada en la mesa del quirófano y lucía un esplendor sin igual. Pronto se convirtió en la niña tonta de la urbanización. Programada para cumplir un horario estricto, a las once en punto de la mañana salía del unifamiliar 35 en bikini y se dirigía al recinto de la piscina donde extendía una toalla en el césped y se tumbaba a tomar el sol. Su preciosa piel artificial estaba preparada para ir pillando un progresivo bronceado sin tener que tomar ningún tipo de precaución. De vez en cuando, ante la mirada expectante de los propietarios, cambiaba de postura. Todos esperaban el sublime instante en el que Penélope se quitaba la parte superior del bikini y mostraba sus increíbles tetas. El Superdotado, en un acto de infantil perversión, había programado el destape de una forma temporalmente aleatoria consiguiendo mantener al sector masculino de la urbanización en vilo durante todo el día. Tanto tiraban aquellas dos tetas que muchas familias se quedaron sin veraneo porque los padres hipnotizados no quisieron moverse de la urbanización. Puede parecer exagerado, pero os aseguro que aquellas dos tetas hacían de Penélope la máquina más bonita del planeta. Y además, era disciplinada. Aunque diluviara, el artilugio impermeable aguantaba sobre la toalla hasta que su contador interno le avisaba que había llegado la hora de volver a casa. Siempre, a las ocho en punto de la tarde, se ponía de pie, recogía su toalla y salía del recinto de la piscina. Pero el último jueves de agosto, sobre las cinco de la tarde, se levantó un viento helador y el cielo se puso tan negro como el carbón. Entonces, la máquina bonita elevó la vista y, como si hubiera adquirido conciencia de su propia existencia, se levantó antes de la hora programada y se dirigió hacia su casa en busca de refugio.



Por el camino se tropezó con el Superdotado que había salido por sorpresa de su guarida. Llevaba meses trajinando en su nuevo proyecto y presentaba una imagen alarmante. Más pálido y despeinado que el espectro de Einstein, cogió en silencio la mano de la bella Penélope y ambos se volvieron al recinto de la piscina. Todo el mundo se había guarecido dentro de sus casas y en la zona verde solamente se encontraba el niño del unifamiliar 53 que estaba en el bordillo de la piscina rellenando su pistolita de plástico. El Superdotado se acercó al pequeño y lo empujó torpemente al agua con el pie. La trágica escena que aconteció después, tuvo al cielo negro como perfecto telón de fondo. En el centro del escenario, el creador y su obra observaron desde el borde de la piscina el amargo espectáculo de la supervivencia sin hacer nada. Los esfuerzos del pequeño por mantenerse a flote se fueron agotando hasta que, tras el último remolino, el agua se cerró mostrando, como un cristal, el cuerpecito del niño perdiéndose hacia el fondo. El Superdotado se agachó y cogió la pistola de plástico. La miró y soltó un chorrillo de agua al aire. Impasible, agarró a Penélope de la mano y tiró de ella, pero la máquina bonita, más impresionada que su propio creador, se resistió a abandonar el lugar. El cielo oscuro empezó a dejar caer las primeras gotas que salpicaron la superficie de la piscina deshaciendo en mil pedazos la imagen del ahogado. Finalmente, el creador y su obra, difuminados como fantasmas bajo un manto de lluvia, se alejaron del recinto de la piscina y entraron en el unifamiliar 35 del que nunca volverían a salir.



Nadie se enteró de nada. Solo la abuela de los 157 años, desde el balcón de su unifamiliar, creyó ver al Superdotado en el recinto de la piscina en el preciso instante en que se desataba la terrible tormenta de las cinco de la tarde del último jueves de agosto. Sin embargo, nadie la creyó. Al fin y al cabo, se trataba de una revieja de vista cansada que, en opinión de muchos de sus convecinos, debería estar ya plantando malvas desde hace años.



El Monaguillo supo que había llegado su momento y estuvo, durante toda la mañana del día siguiente, practicando mentalmente la cadencia que debía dar a la campana de la torre de la urbanización para que sonara a muertos. Por la tarde, ejecutó su trabajo con tanta precisión que cada campanada se nos clavó como una lanza. Fue angustioso. Todos sentimos muchísimo el lamentable suceso. Pero hubo alguien que lloró tanto que hubiera podido volver a inundar Nueva Orleans con sus lágrimas. Al Energúmeno le atormentaba la idea de haber salvado del incendio al pequeño del unifamiliar 53 para que muriera ahogado en la piscina. Se sentía tan responsable que una tarde no pudo soportar más el dolor de la culpabilidad y teniendo conocimiento de lo que la revieja del unifamiliar 14 iba contando por ahí, rompió el cristal de una ventana del unifamiliar del Superdotado y entró para buscar respuestas. Cuando se topó con la pistola de agua del niño sobre una mesa, supo que la historia que contaba la abuela de los 157 años era cierta y sintió como si la descarga de un ejecutado en la silla eléctrica le atravesara de lado a lado.



El Superdotado se encontraba en el baño poniéndose guapo para su propia fiesta de cumpleaños, cuando vio reflejada la cara rabiosa del Energúmeno en el espejo. Sin embargo, la inquietante imagen no le produjo ningún sobresalto. El bruto lo agarró con furia de los pelos y lo arrastró por el suelo del pasillo hasta llegar al quirófano. Camino del calvario, el Superdotado no sintió ni pizca de miedo. Después, sobre la mesa de operaciones, tampoco sintió dolor. Ni siquiera su propia indiferencia le llegaría a sorprender lo más mínimo.   



Solamente un servidor sabía que la abuela de los 157 años era un extraño portento de la naturaleza. Cuantos más años cumplía, más fuerza y agudeza sensorial iba adquiriendo, así que sospechando que el Superdotado realmente podría tener algo que ver en el ahogamiento del niño, me dirigí a su unifamiliar dispuesto a pedirle explicaciones. Llamé a la puerta y al no recibir respuesta, me colé por la misma ventana que poco antes, había roto el Energúmeno para entrar. Exactamente la misma por la que el bruto había escapado absolutamente aterrado unos segundos después, aterrado por lo que yo estaba a punto de descubrir.  



Aquella ventana rota era mi punto sin retorno. Ya dentro del unifamiliar 35 mi instinto me llevó directamente al quirófano y me encontré con el Superdotado, todavía caliente, separado en dos. Yacía abierto en canal sobre la mesa de operaciones completamente despanzurrado. Su cuerpo era una confusión de carne humana, prótesis de acero y cables electrónicos. Aquella tremenda escabechina me hizo revivir sin dificultad la jornada de puertas abiertas que acabó con la máquina bonita también destripada. Me tomé unos segundos de reflexión y entonces lo vi todo claro. Sobre la mesa de acero se encontraba, ni más ni menos, que el nuevo proyecto del Superdotado. Obsesionado con su anterior fracaso, se había atrevido a invertir el proceso en su propia persona. Esta vez, no había pretendido dotar de sentimientos a una máquina, sino que había intentado robotizar su cuerpo hasta extraerle la humanidad. El asunto era fascinante. Quería saber más. Me atreví a hacerle cosquillas en el sobaco. La respuesta a mi estímulo externo no se hizo esperar. El sistema electrónico del Superdotado se puso en funcionamiento y una sonrisa se marcó en el rostro del sabio. Era la misma sonrisa mecánica y fría que Penélope nos había mostrado el día de la conferencia. El Superdotado había logrado convertirse en otro ser vacío. Me imaginé el susto morrocotudo que debió llevarse el Energúmeno cuando se encontró con todo aquello y esbocé una pequeña sonrisa que se perdió entre despojos deshumanizados.



Seguía ensimismado en mis cavilaciones, cuando escuché un par de disparos que resonaron en mi cabeza como las campanadas a muertos del Monaguillo. Creí que había llegado mi hora, pero en lugar de eso, una lluvia de confeti y serpentinas me envolvió con su colorido. Tras la cortina festiva, apareció Penélope con una camiseta blanca muy ajustada donde, entre las ondulaciones de sus dos maravillosas tetas, podía leerse: “Feliz 38 cumpleaños, amo”. Pensé que el destino es un hado caprichoso cuando me había llevado hasta ahí solo para revelarme el número correlativo de mi serie. Pero no estaba en situación de pensar mucho más. La máquina bonita siguió avanzando y me arrinconó contra la mesa de operaciones donde yacía su creador con una sonrisa congelada. Entonces, me miró fijamente. Sus ojos penetrantes me congelaron la sangre. No quedaba nada de la mirada vacía que me había cruzado el día que la abrieron como a un conejo. Aunque su cara era inexpresiva como una careta veneciana, su mirada me transmitió la esencia del dolor absoluto. Penélope había permanecido escondida tras una vitrina del quirófano asistiendo a la desconexión salvaje de su amado creador y de alguna forma, la horrible visión le había afectado. De hecho, la máquina bonita hubiera roto a llorar como un niño si algún desalmado no hubiera profanado su cuerpo arrancándole de cuajo el sistema electrónico del llanto. La cajita metálica, que ahora decoraba mi saloncito como una chorrada más, no contenía aceite sino las lágrimas de una máquina vulnerada.



Penélope, sin capacidad mecánica para mostrar su tristeza, además estaba condenada a celebrar el cumpleaños feliz de su querido padre recién muerto, así que cuando la programación electrónica le obligó a ofrecerme, de forma seductora, una copa de champán y a regalarme una preciosa sonrisa, se sintió tan violada que desafió a su propia naturaleza con todas las fuerzas que encontró. Entonces, la máquina bonita se bloqueó ruidosamente y empezó a temblar sin control como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Cientos de chispazos azules se fueron encendiendo por aquí y por allá, hasta que su bella figura quedó rodeada por unas enormes llamaradas que terminaron por consumirla completamente.



En un santiamén, el quirófano del superdotado se había convertido en la caldera de Pedro Botero. Sin posibilidad de huir, me mantuve aplastado contra la pared con las piernas y los brazos extendidos como un cuadro del hombre de Vitruvio. Del hombre abrasado de Vitruvio, quería decir, porque cuando me conseguí despegar y comprobé la claridad de mi propia silueta remarcada en la pared, tuve la certeza de que estaba socarrado como un cerdo. Pero cuando, entre la humareda, apareció el armazón, todavía en pie, de la pobre Penélope, me olvidé de todos mis males. Como una bruja condenada a la hoguera, se había mantenido firme hasta el final. La miré y me atravesó la misma compasión angustiosa que siento cuando veo un documental de los desnutridos niños del tercer mundo. Sí, sí, por una simple máquina, lo sé. Mil perdones.



El misterio estaba resuelto y ya no pintaba nada allí. Había llegado la hora de salir del unifamiliar 35. Me di media vuelta y vi la botella de champán. Pensé que, después de tantos sobresaltos, un trago me sentaría bien. Llené con cuidado una copita hasta el borde y la levanté en señal de respeto ante los resto de la bella Penélope. En ese momento, tuve un impulso irracional y me la vacié directamente sobre la ropa. Fue un tonto homenaje que me reconfortó plenamente. Hay cosas que no tienen explicación.



Ya han pasado 39 días desde que la urbanización saliera en la portada de todos los periódicos y no paro de darle vueltas a la cabeza. Cada mañana sigo quedándome atontado, observando como mi “retrotostadora” vuelve tierna la rebanada de pan tostado. Es un prodigio que me recuerda a la máquina bonita que se negó a continuar viviendo como un ser vacío, y me pregunto si llegará el día en que el lunático plan del Superdotado pueda, después de todo, funcionar.


viernes, 18 de mayo de 2012

EL ENERGÚMENO


Durante aquel tiempo de confusión, los vecinos adoraron al horripilante propietario del unifamiliar 52 como a un dios, hasta el punto que, empujados por una fe ciega, transformaron la caseta de telecomunicaciones en una desangelada capilla y colocaron su figura sobre un altar. La talla de mármol negro era una reproducción tan perfecta del Energúmeno, que el atormentado escultor acabó saltando al vacío tras confesar que ya no podría seguir viviendo con aquella espantosa imagen dentro de su cabeza. Profesionalmente, no creo que se le pueda reprochar nada. Se había pasado toda una vida haciendo enanitos para jardines y de sopetón, parió una obra maestra tan brutal que acabó devorándolo.



La estúpida muerte del artista solo sirvió para aumentar el fervor desenfrenado por el Energúmeno. Pronto, la caseta de telecomunicaciones pasó a ser un lugar de culto pagano donde se sucedían las procesiones y romerías desorganizadas de feligreses venidos de todas las urbanizaciones de los alrededores. Fue entonces cuando, el Presidente de la comunidad decidió regular aquel desmadre y estableció normas que convirtieron la devoción espontánea en una obligación. Aun así, al Energúmeno nunca le faltaron unas flores recién cortadas, ni siquiera el día que su negra figura apareció reventada en mil pedazos sobre el suelo de la capilla.



Que yo recuerde, hasta el mismo día del incendio nunca había oído hablar del Energúmeno. En el telediario de aquella mañana, la chica guapa del tiempo dijo que el mercurio superaría los cuarenta y cinco grados. Me dio igual. Como Marilyn, yo también guardaba mi ropa interior dentro de la nevera, así que abrí la puerta del congelar y cogí un calzoncillo escarchado que estaba, cuidadosamente plegado, junto a las longanizas. Me lo incrusté entre las piernas como si fuera un cinturón de castidad. Incómodo, sí, pero refrescante. Salí a la calle y me dirigí caminando, tan ricamente, a mi despacho de Administración de Fincas. El calor ya empezaba a apretar y unas llamaradas de vapor empezaron a salir de mi entrepierna dándome el raro aspecto de un ángel salido. Aunque la prodigiosa humareda iba dejando boquiabiertos a los viandantes, yo seguí caminando como si nada. Si esos tontos supersticiosos no eran capaces de comprender un fenómeno físico de tan simple explicación, no merecían ni una pizca de mi atención.



Al mediodía, se cumplieron todos los vaticinios de la chica guapa de la tele y mi calzoncillo ya templado, no pudo evitar que me desplomara sobre la silla de la oficina. El calor me había noqueado. Andaba pegando las torpes cabezadas de un púgil sonado cuando me sobresaltó el potente aullido de una sirena. Era mi teléfono fijo recién estrenado. Lo miré sorprendido. El manual estaba en inglés pero hubiera jurado que ese sonido no figuraba entre las opciones de llamada. Entonces, el aparato pareció impacientarse y empezó a corretear sobre la mesa del despacho como un camión de bomberos pidiendo paso. Tampoco me pareció haber leído nada sobre aquello y me propuse mejorar mi inglés. Lo atrapé de un zarpazo, y descolgué el auricular esperando encontrar un motivo en cristiano a tanto frenesí, pero solo pude soltar un alarido antes de dejarlo caer al suelo. Estaba más caliente que una tubería de la calefacción en nochebuena. Lo recogí ayudado por la toalla del baño y me lo acerqué, con mucho cuidado, a la cara. Se trataba de la propietaria del unifamiliar 54. Desde luego, hablaba de una forma tan angustiosa que su voz hubiera podido insuflar vida a cualquier objeto. Me contó que el unifamiliar 53 estaba siendo devorado por las llamas y que ya no se podía hacer nada por el niño que estaba atrapado dentro. Ahora, el fuego amenazaba con extenderse a su vivienda. La propietaria me estaba describiendo cómo las paredes medianeras se estaban abombando por el empuje del infierno cuando escuché el estruendo de un derrumbe.



-¡Por dios, haga algo! ¡El humo ya está entrando…no puedo respirar…me ahogo…! -, suplicó la voz desesperada.



 Más afectado que mi propio teléfono, lancé con rabia la toalla al suelo y apreté con fuerza el auricular incandescente contra mi cara.



-¡Hoy nadie va a morir! ¡Se lo juro! ¡La voy a sacar de ahí! -, le grité.



 De pronto, mi tembloroso auricular se hinchó y soltó una bocanada que me envolvió completamente. Los dos interlocutores empezamos a toser rodeados por la misma humareda. Parecíamos una pareja de abuelos atragantados con la sopa. Incapaces de articular palabra, seguimos carraspeando con más fuerza, hasta que, en mitad de aquella situación tan ridícula, me pareció escuchar el milagro de una risa entrecortada que se ahogaba en otro ataque de tos antes de florecer. En ese instante, me hubiera gustado ser el protagonista de un libro de caballerías para entrar en el castillo en llamas y salvar a mi gentil dama. Pero lejos de eso, la línea telefónica se cortó y mi dama fue catapultada, como un pingajo, a otro planeta quedando separados por un profundo silencio. Entonces, mi teléfono fijo se quedó tan frío e inmóvil como un teléfono fijo, y esta obviedad me sobrecogió enormemente.



Había jurado rescatar a la propietaria del unifamiliar 54 del mismo infierno y no sabía ni por donde empezar. La mano invisible de la impotencia me tenía agarrado por las pelotas. Entonces, la extraña sirena del teléfono volvió a sonar. Ansioso, descolgué el auricular, pero esta vez no era la vecina del unifamiliar 54 sino un componente de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” que comentó que ante la gravedad de la situación y con la intención de salvar al resto de la urbanización de las llamas, habían decidido preparar un cortafuegos que dejaría aislado el foco del incendio del unifamiliar 53.



-Pero eso…eso significa sacrificar los unifamiliares 52 y 54 -, dije perplejo.



-Correcto -, dijo la voz - y sin tiempo que perder en desalojos. El fuego está avanzando muy rápido y pronto será imparable. En unos minutos convertiremos esos unifamiliares en un par de solares. Como si nunca hubieran existido. Pero usted no se preocupe. Confíe en nosotros. ¡Somos su equipo! - y el representante de la asociación vecinal más cafre del universo habitado, colgó.



Pensé en la desgraciada del unifamiliar 54 y la mano invisible de la impotencia me retorció la huevera con tanta fuerza que me quedé afectado por un extraño síndrome hiperlento de la realidad. Recuerdo, vagamente, haber dicho: “jooo…”, con una sostenida voz de ultratumba, mientras una brillante gota de sudor salía lentamente de mi frente hasta parecer flotar en el espacio, y tras un largo esfuerzo muscular, haber finalizado la palabra: “…derrr”, mientras la gota se terminaba abriendo contra el suelo formando una preciosa estrella de luz.



Metí la cabeza debajo del grifo del baño para recuperar el sentido del tiempo y vi la situación tan clara como el agua que me corría por la cara. Había empeñado mi palabra de caballero y la debía cumplir. Antes de deslizarme hasta el garaje por la barra de puticlub que tengo instalada en mitad de la oficina, eché un último vistazo atrás. La imagen de la toalla del baño arrojada en mitad de mi cuadrilátero no me infundió ningún ánimo, así que la recogí. No estaba dispuesto a rendir un combate que no había hecho más que empezar. Viendo el suelo despejado me sentí pleno. Agarré con fuerza la barra, grité “joder” en el tiempo exacto que cuesta decir “joder”, y desaparecí como un mago de tercera.



Llegué a la urbanización y salí del coche. A codazos, me hice un hueco entre la masa de propietarios y curiosos que se agolpaban para contemplar un espectáculo que los mantenía en vilo. El colosal propietario del unifamiliar 52 estaba acabando, él solito, con el pavoroso incendio. Más grande que muchos hombres juntos, había embestido la puerta principal del unifamiliar 53 atravesándola como una bola de cañón. Tras unos momentos de incertidumbre, el mastodonte había salido a la calle con el niño atrapado que, como un muñequito, había posado suavemente sobre los brazos de su madre. Alguien aprovechó la ocasión para sacar la foto que se haría con el Pulitzer. Aquella imagen de la madre arrodillada delante de su casa ardiendo, con la cara rayada de lágrimas y hollín, besando a su hijo todavía envuelto por el humo, conmovería al mundo. Después, el enorme propietario enganchó con determinación dos mangueras en las bocas de riego y se lanzó al epicentro del incendio disparando chorros de agua a diestro y siniestro. Los bramidos del fuego herido ponían el corazón en un puño. Habitación por habitación, las llamaradas de las ventanas del unifamiliar se fueron apagando de una forma tan ordenada que los presentes pudimos seguir el recorrido triunfal de nuestro héroe como si las paredes fueran de cristal. Finalmente, el unifamiliar 53 fue totalmente conquistado. Con uno de mis calzoncillos helados, aquel tipo hubiera sido capaz de apagar las Torres Gemelas de un soplido. Pero esto no fue todo. El fuego también estaba acabando con el unifamiliar de mi dama. Nuestro paladín no se lo pensó dos veces. Accedió a su interior a través del muro medianero derruido y con la furia de trescientos espartanos, cargó contra los remolinos de fuego que acorralaban a su propietaria. La lucha fue brutal. Épica. El fuego, agotado, se retorció por última vez y volvió a la nada llevándose consigo el secreto que lo había ocasionado. Tras un interminable silencio, la puerta principal del unifamiliar 54 se abrió y, entre la humareda de un show televisivo, apareció el mostrenco cargando a la joven entre sus brazos. El incendio había quedado totalmente extinguido. El gentío empezó a aplaudir histérico como si hubieran tomado tierra con un avión averiado. Tengo que reconocer que ver salir a mi dama abrazada a su adalid, entre los gritos de admiración general, me hirió el orgullo. Estaba claro que como caballero andante era un asco. Lo asumí con tanta naturalidad que empecé a aplaudir como un pasajero más.



Los extraños tiempos que sobrevinieron al incendio, sumieron a la comunidad de propietarios en la edad media más oscura que se pueda recordar. Los vecinos comenzaron a venerar al Energúmeno con un entusiasmo desaforado. Sin embargo, paulatinamente, la fealdad extrema de la figura que debían adorar, fue cambiando la devoción por miedo. Es curioso pero la estética en el culto es tan relevante que muchos vecinos empezaron a echar de menos la serenidad y paz espiritual que transmitían las imágenes compasivas de las esculturas de los santos de toda la vida. Y es que la figura de mármol negro de la capilla daba tal cagalera que el Presidente obligó a los vecinos a entrar por parejas para evitar los raros desequilibrio mentales que habían surgido entre los primeros devotos solitarios. Hasta el técnico de mantenimiento del sistema de telecomunicaciones se negó a acceder a la caseta para realizar una reparación urgente si no quitaban esa cosa que había dentro, y la urbanización dejó de ver la televisión. Un día decidí ponerme a prueba. Me colé solito en la oscura capilla pero en cuanto sentí la inquietante presencia de la contrahecha figura del Energúmeno que, iluminada por la temblorosa luz de las velas, parecía cobrar vida, salí corriendo como alma que lleva el diablo. Cagalera es poco.



El fervor hereje terminó cubriéndolo todo como la tinta de un calamar gigante y ni siquiera al Presidente, que estaba obsesionado por organizar las visitas a la caseta, parecía importarle algo tan esencial como descubrir las causas del incendio. Sin embargo, las piezas del misterio seguían dando vueltas desordenadas sobre mi cabeza. Una mañana, se presentó en mi despacho el farmacéutico del unifamiliar 65 y las piezas empezaron a encajar. Entró, miró de reojo la foto de la madre arrodillada que tenía clavada con unas chinchetas en la pared de la oficina y se sentó al otro lado de la mesa. Fue directo al grano. Me dijo que se iba a producir un incendio fortuito en el unifamiliar del Energúmeno y que yo no debía intervenir o me tendría que atener a las consecuencias. Su amenaza me despertó una curiosidad bárbara. Quería saber lo que él sabía, así que adopté la pose de tipo duro y me arrimé sobre la mesa hasta llegar a la misma cara del farmacéutico.



-Demasiados incendios en tan poco tiempo, ¿no cree? -, le dije clavándole la mirada.



Mi rival ni se inmutó. Acercó su rostro tanto al mío que pronto empezamos a respirar el mismo aire caliente y sentí que era mil veces más fuerte que yo



-¿De verdad quiere saberlo todo? -, dijo con una voz gutural que me cardó los pelos como a un rockero de los ochenta.



Pude haber dicho simplemente que no y santas pascuas, pero dije que sí, como un tonto.



-Muy bien, pues sepa que lo que está a punto de saber, le perseguirá siempre.”-, me dijo.



El farmacéutico se levantó, cogió la silla y se sentó junto a mí. Sacó su portátil de la funda y lo puso sobre la mesa. En seguida apareció el plano de planta de la comunidad donde figuraban todos los unifamiliares, la piscina, la caseta de telecomunicaciones y las demás zonas de copropiedad.



-¿Y? -, dije intrigado.



-Calle y fíjese bien -, me contestó de forma cortante.



Así lo hice y entonces, lo encontré.



-¡Aquí! -, grité señalando con el dedo.



En el lugar de los unifamiliares 52, 53 y 54 aparecía una única construcción que ocupaba las tres parcelas.



-Maneje usted mismo el cursor. Se divertirá -, dijo el farmacéutico.



Así lo hice y se inició una infografía. Empezamos en un aparcamiento lleno de coches de lujo, dimos una vuelta por los exteriores de una enorme mansión repleta de estatuas, y ascendimos por una escalinata hasta quedar parados delante de un gran portón junto a un tío cachas. El paseo había sido de un realismo asombroso.



-Por favor, no se quede ahí parado -, me ordenó – Continúe.



 Situé el cursor y pinché sobre la puerta principal que se abrió de par en par. Entramos en un gran salón donde un montón de tías exuberantes pululaban de aquí para allá, medio desnudas, sobre un decorado de película romana, mientras en el centro bailaba una rubia en bolas deslizándose boca abajo por una barra igualita que la de mi oficina. Todo tan falso como impresionante.



-Esto de la informática es la ostia -, dije mientras notaba un empuje familiar en la bragueta.



Quería ver más. En los laterales del gran salón había una serie de puertas que escondían diferentes cochinadas informáticas. Ya había elegido mi puerta del placer cuando el farmacéutico me ordenó abrir otra que estaba situada justo al fondo del salón. Puse el cursor sobre ella y entramos en una habitación donde varios tipos, todos con la misma cara sonriente del farmacéutico, metían con una pala, montones de billetes en unas bolsas junto a una montaña virtual de dinero que no paraba de crecer. En ese momento, el farmacéutico cerró de un manotazo su portátil dándome un susto de muerte.



-¡¡Ahora entenderá por qué ese cabronazo debe morir!! -, me gritó, y mi erección se desinfló de golpe como un globo reventado por un dardo.



Sublime. Cualquier cosa que hubiera podido imaginar, se quedaba corta. El proyecto del farmacéutico para construir un puticlub en mitad de una urbanización es una de las ideas más brillantes que puedo recordar. Y entiendo que, después de tomarse muchas molestias para provocar el incendio del 53 y para convencer a los descerebrados de la “Agrupación Pacífica con Antorchas” sobre la conveniencia de arrasar los unifamiliares contiguos, estuviera tan cabreado con la heroica intromisión del Energúmeno que había acabado con su montaña de billetes de un plumazo.



Desde que el farmacéutico salió del despacho, me empezó a quemar todo lo que había descubierto. Si denunciaba los hechos mi vida no valdría un pimiento, y si callaba, mi silencio me convertiría en el vulgar cómplice del pirómano. Pero un acontecimiento acabó con todas mis cavilaciones. El Energúmeno se cargó al farmacéutico. Así de simple. Se presentó en la farmacia en mitad de una solitaria guardia nocturna y, aunque el farmacéutico se resistió como un jabato, desapareció sin dejar rastro. Nada fue casual. La propia señora del farmacéutico le había confesado en la cama al Energúmeno, mientras lloraba de gusto en uno de aquellos orgasmos salvajes que la enviaban directamente a la gloria, el malévolo plan que había urdido su marido. Y es que el descomunal miembro viril del bruto no podía permanecer inactivo durante mucho tiempo, así que mantenía un desahogo intrascendente con la esposa de los pechitos desviados del farmacéutico, que terminaría salvándole la vida. Todo hay que decirlo, la guarrilla no veía la intrascendencia por ningún lado. De hecho, estaba tan orgullosa de la divina malformación del Energúmeno, que envió una réplica de escayola al famoso Museo del Falo situado en el pueblecito pesquero de Húsavík, para que todas las mujeres del mundo la pudieran envidiar.



Muy lejos de Islandia, en la farmacia cercana a la urbanización, se vivieron momentos realmente dramáticos. Al grito de: “¡¡mariconazo, sal y dame una caja de condones para seguir follándome a tu mujer!!”, el farmacéutico se despertó y se acercó sorprendido hasta el mostrador donde se encontró, frente a frente, con el gigantesco animal que venía dispuesto a hacer justicia. Aunque se atrincheró en la trastienda, la Ley de Darwin se impuso con toda su crudeza. La verdad, que el tendero desapareciera sabiendo que había sido el tipo más cornudo de la tierra, pudo ser un sufrimiento evitable. Por lo demás, nada que objetar al impecable comportamiento del bruto. Hasta dejó pagada la caja de preservativos que se llevó.



Aquella mañana, el sol se adelantó a su hora para no perderse ningún detalle. Los dos propietarios que, siguiendo el obligatorio orden de visitas establecido por el Presidente, habían tenido que madrugar para entrar en la triste capilla, se encontraron con una estampa que los dejó paralizados. La horripilante escultura negra del Energúmeno yacía esparcida en mil pedazos sobre el suelo. Permanecieron en silencio durante un largo rato sin saber qué hacer. Después, se miraron extrañados. Ninguno de los dos sentía ni una pizca de pena. Es más, una sensación casi olvidada de gozosa libertad empezó a brotar desde lo más profundo de sus seres hasta saciarles completamente. Cuando salieron al exterior se hallaban tan felices y ligeros que tuvieron ganas de extender los brazos y comenzar a volar. Mientras tanto, desde el tejado del unifamiliar 52, una sombra primitiva vio asomarse por la puerta de la caseta a los dos propietarios eufóricos y sonrió satisfecho porque sabía que, también esta vez, había hecho lo correcto. 



En cuanto tuve conocimiento del bienaventurado suceso, avisé al técnico de la televisión y esa misma mañana, todos los propietarios de la urbanización pudieron escuchar a la chica guapa de la tele anunciando como el calor sofocante que, inexplicablemente, habíamos estado sufriendo durante tanto tiempo, iba a darnos un ligero respiro.